Jesús Liberato Tobares

Nació en la localidad de San Martín, al norte de San Luis, en 1929.
Su actividad incluye la docencia, la función pública en ámbitos de la justicia, la actividad cultural como gestor e integrante de entidades culturales y, por supuesto, sus libros publicados que comprenden la poesía, la investigación folclórica y el relato.
Tobares se inició en la literatura en 1962 con la publicación de un poemario memorable titulado "Cerro Blanco". Luego mostró sus dotes de investigador minucioso con Folklore Sanluiseño, de 1972 y San Luis de antaño, de 1983. De ahí en más su producción ha sido prolífica, original y constante en todos los géneros antes citados. Es un hombre principalmente interesado en develar los misterios ancestrales que alumbran la vida del hombre rural de San Luis. Su aporte a la cultura local y nacional se vislumbra trascendente e inolvidable.

Río Grande

Cada vez que crece el Río Grande a la Martina se le encoge el corazón.
No le teme, porque nunca serrana alguna le tuvo miedo al río.
Cual más, cual menos, todas lo han vadeado crecido: veinte, treinta, cuarenta veces.
El Río Grande no solamente forma parte del paisaje sino también de la vida de esas gentes.
Como a un ser familiar y querido se le agradecen sus dones.
Los pirquineros ligan su suerte al río porque él les trae, desde el seno impenetrable de la montaña, los granos de wolfram que pacientemente ciernen y más tarde truecan por el alimento y el vestido. Las mujeres levantan a temprana hora en sus cántaros de greda, el agua que ha de apagar la sed en las encendidas siestas del norte. Los changos recogen de su lecho, guijarros para sus sueños tempranamente endurecidos. Pero no siempre el río se da en metal brillante, en agua mansa, en estrella de futuro. A veces, con terquedad implacable, se lleva lo que ha costado años de sacrificios.
La Martina recuerda que cuando ella era muy niña el río le llevó a su padre la maritata; su único bien de fortuna. La madre lloraba frente al río, y ella prendida de su oscura pollera, le indagaba desconcertada el motivo de su llanto. Hubieron de pasar muchos años para que la Martina llegara a comprender porqué se llora cuando el río se lleva los mejor de los sueños.
Normalmente el río corre manso y silencioso. Solo en los pedregales levanta su voz que a veces parece una copla alegre y otras una oración litúrgica. Pero cuando se enoja, brama como un toro salvaje y en su furia incontenible se lleva maromas, cercos, árboles arrancados de cuajo y animales de la majada.
Hace algunos años creció de tal modo que derrumbó hasta las pircas y largo tiempo después las copas de los algarrobos que crecen a su vera, mostraban a una altura de ocho o nueve metros las señales del turbión: ramas y cortaderas en informe masa flameaban en lo alto como banderas de la destrucción. El limo marcaba el desborde a considerable distancia de las márgenes no obstante la profundidad del lecho.
En verano el fenómeno es frecuente y los serranos cruzan el río muchas veces sin otra necesidad que la de probar su baquía o satisfacer el íntimo anhelo de vencer el peligro.
Pero a veces la creciente es demasiada impetuosa y hay que esperar dos, tres o cuatros días hasta que se baje…
Algunos se vuelven mascullando insultos contra el viejo río que les impide el paso. Se pretexta la necesidad de atender el ganado, o de recoger o pelar la fruta que se está .pasando., o el daño que anda haciendo la huina.
En fin, cualquier urgencia real o imaginada, justifica la impaciencia gruñona de los hombres.
Pero en el fondo se manifiesta el amor propio herido. Porque eso de que lo atajen a un paisano en la mitad del camino es como para bramar y enfurecerse. Más todavía; si el río fuese un ser viviente hace rato que tendría que habérselas visto con el ímpetu y la violencia de los que creen que esperar es deshonroso. Pero este río bruto es capaz de llevarlo a uno con caballo y todo, y después de hacerlo pedazos contra los peñones, tirarlo a la orilla para que lo coman las bandurrias y los jotes.
¿No ve lo que le pasó a Nico Giménez?
Era tiempo de verano y el río venía de bote a bote; había llovido como tres o cuatro días.
Nico venía del pueblo con provisiones para celebrar su santo. Antes de llegar al Arroyito, nomás, ya lo sintió bramar al río.
¡Ta que lleva agua! exclamó.
Y así era en efecto. Las piedras blancas que dan sobre el camino y que crecientes comunes no suelen tapar, esta vez no se veían. Sobre la otra banda apenas asomaba la copa de un algarrobito nuevo que debía tener como tres o cuatro metros.
Cinchó adelante; apretó las alforjas con el pegual y oriento la mula medio al sesgo para no recibir de costado el golpe del agua.
Había varios paisanos esperando y alguien le pegó el grito procurando disuadirlo de tan riesgoso intento. El bramido ronco del río no dejó oír la advertencia. Y Nico espoleó su mula que antes de entrar caracoleó desconfiada.
Las orejas tiesas del animal apuntaron al medio de la corriente, como si de allí fuera a surgir de pronto, alguna peligrosa aparición.
Anduvo un par de metros río adentro y la mula quiso sentarse. Nico levantó la fusta y cuando describía en el aire la parábola del castigo el animal se tumbó de bruces. Hombre y bestia fueron arrastrados por el turbión rugiente.
Nico pudo salir, de éste lado, como a cincuenta metros, en un recodo providencial. La mula apareció en la banda opuesta.
El río le llevó el sombrero y las maletas, y para colmo de males quedaba a pie con la mojadura encima, calado hasta los huesos.
Dicen que desde entonces Nico no tiene apuro. Y cuando el río viene bramando, desensilla su mula y se pone a silbar tonadas.
¡No hay como el Río Grande para tranquilizar apurados!
Todo eso lo sabe bien la Martina. Conoce desde niña la bravura del río.
Sin embargo no es esa la razón que le hace temer.
Si por eso fuera, hace tiempo que hubiese levantado el rancho.
Pero allí la han atado los recuerdos como las raíces atan el algarrobo a la tierra.
¡Cerro Horqueta! Cada vez que la Martina pronuncia ese nombre, le queda en la boca un sabor agridulce de amargura y esperanza.
Allí nació junto al cerro; y él le dio, como una alta estrella de Wolfram reluciente, el amor de un minero. Eso es lo que la ata a la Martina.
Nunca ha salido de ese áspero rincón de la montaña. Cuando murió su padre tentada estuvo de irse río adentro, camino de cualquier parte.
Pero después de contener el primer el primer impulso se fue demorando, como si el corazón se resistiera a emprender el vuelo.
Pasó el tiempo.
El capataz la instó en reiteradas oportunidades a la entrega de su amor por un puñado de dinero, por un corte de género; en fin, por cualquier chuchería que halagara su condición de mujer.
Pero la Martina sabía que esa aparente generosidad llevaba en el fondo un designio de humillación. Era una tentativa más, miserable tentativa, de comprar con dinero los sentimientos de los humildes para pisotearlos brutalmente y después amontonarlos, como la brosa inservible, en cualquier rincón. Esa era la suerte que corría en las minas las mujeres de su condición.
Y de allí le nacía a la Martina una fuerza de rebelión y de coraje capaz de sobreponerse a todas las adversidades.
Así fueron pasando los días y los meses.
Una mañana, un sábado para ser más exacto; palangana en mano liquidaba mineral en el río, cuando se le acercó Toribio que había estado chancando brosa en el molino. Otras veces se habían encontrado sus miradas cuando ella volvía de la cantina o mientras hacían turno junto a las maritatas.
Le confió el minero sus desventuras que eran idénticas a las suyas, y frente al áspero altar de los cerros, quedó para siempre sellada la unión de sus almas.
La Martina vivía por entonces sola en el rancho, y a los pocos días fueron dos para compartir el pan moreno, el vino amigo, y el duro trabajo de las minas.
Después, cuando llegó el hijo, el rancho tornó a achicarse un poco más.
Entonces, y solo entonces, le pareció a la Martina que la vida no era del todo mala; que valía la pena vivirla.
Desde los remotos ríos de la esperanza le llegaba un canto de alegría a su desolado corazón minero.
El tiempo del dolor es siempre largo y el de la dicha fugaz como un relámpago. ¡Qué le iba a durar a la Martina su alegría!
Menos mal que al oscuro rosario de sus días había aprendido a ponerle las cuentas de la resignación y del silencio.
No tardó mucho en insistir el capataz, y cada vez que Toribio dejaba el rancho para ir a trabajar, la Martina se encontraba frente a la persecución de su patrón. En todas las minas, a todas las mujeres, les ocurría lo mismo.
La pobreza y la indigencia de los desvalidos nunca despertó la conmiseración sino el apetito de los poderosos.
Persistían en el recuerdo de la Martina aquellas escenas que la llenaron de dolor cuando las mujeres de la otra banda llegaban hasta la fila de maritatas a suplicar un lugarcito para lavar la brosa.
El capataz les daba permiso sí, pero a condición de soportar su asedio descarado y las burlas procaces que la peonada celebraba con carcajadas estentóreas.
Más de una vez alguna de ellas lavó un poco el wolfram con lágrimas amargas. Por eso será tal vez que por sobre el alto campanario de los cerros florece cada noche una estrella lejana y temblorosa que tiene la misma resignada mansedumbre que hay en los ojos y en el corazón de los mineros sin amparo.
Pero a la Martina la protegía su fortaleza; su bravura de leona defendiendo la vida, que eso era para ella el honor de una mujer.
Una mañana lavaba ropa en la batea bajo el quebracho que daba sombra al patio.
En eso llegó el capataz y sin mayores cumplidos se le plantó delante con la impertinencia que le era habitual.
Casi no recuerda la Marina qué le dijo, porque desde ese momento solo pensó cómo salir del paso.
Toribito gimoteó desde la cocina y ella hizo ademán de encaminarse hacia allá.
Entonces el capataz la tomó del brazo con fuerza de tenazas.
La Martina midió la distancia, antes de asestarle un golpe de puño en plena cara, vio que por sobre la pirca, a unos cincuenta metros asomaba la cabeza de alguien tocada de viejo sombrero pajizo: Era Toribio. Confundida no supo que hacer. Quizá era mejor esperar que llegara su hombre.
Bajó los ojos, y cuando pocos segundos después levantó la mirada, vio que a pasos lentos, como si los pies le pesaran toneladas Toribio se iba camino al río, costeando la pirca.
Con un brusco sacudón se desembarazó del capataz y recogiendo al niño que había caído de bruces pretendió seguir el camino de Toribio.
Más el capataz viéndola así, sola, se le interpuso otra vez con mayor brusquedad.
El saldo de la lucha fue una pedrada asestada en la cabeza del impertinente y gruesos desgarrones en la pollera de la Martina, amen de magulladuras en los brazos y en el pecho.
Cuando pudo liberarse del aborrecible perseguidor levantó otra vez a su tierno hijo y dolorida por dentro y por fuera siguió el camino del río.
Ahora las piernas le pesaban a ella y tuvo el presentimiento que la distancia que la separaba de Toribio era inmensa.
Anduvo así bajo el sol que calcinaba las piedras hasta que la senda desembocó en el Río Grande.
Llamó, aguzó el oído en busca de algún ruido, escrutó con ojos llorosos el lugar, pero nada.
Esperó allí un rato y luego regresó.
A medida que el tiempo pasaba se iba llenando de soledad. Quizá no volvería a escuchar la voz, el canto ni los pasos de su Toribio.
Durante la noche lo buscó en los ranchos vecinos pero nadie lo había visto.
Con la misma porfía lo sigue buscando hasta ahora.
Por eso es que cuando la Martina siente el bramar el río Grande se le encoge el corazón.
Por ese río bravo, al que suele llorarle mientras lava la ropa en el pedregal, se le fue hace años su Toribio.
¡Quien sabe donde andará!
En las tardes cuando sobre el Cerro Horqueta se encienden las primeras estrellas, la Martina sienten que se le mueren en el alma las últimas palpitaciones de la esperanza.
Y el viejo río le sigue golpeando, desde el pedregal de los sueños, su caja de eternidad.

2 comentarios:

  1. Gracias MAESTRO , por su lealtad con su patria chica. Mi afecto y mi respeto. Amelia Arelano

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  2. Gracias, maestro, continuando el saludo de Amelia, me dirijo a usted, socio honorario de la SADE. Siempre es un placer leerlo. Un relato tan fidedigno a la idiosincracia de nuestros campesinos de las sierras. Vaya mi respeto por su amor por San Luis, que comparto.
    Norberto Federico Fernández Lauretta, escritor.
    Presidente de la Sociedad Argentina de Escritores - S.A.D.E. Secc. Provincia de San Luis

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