Imagen de tapa
© Ricardo Carpani
(Buenos Aires 1930-1997)

A manera de prólogo

Muchos me han preguntado acerca de este compromiso personal para con la difusión de los quehaceres literarios de mis contemporáneos. Y es debido a esas inquietudes llegadas desde distintos lugares del país que hoy me dispongo a dar explicaciones.
Asistente y participante de suficientes encuentros y congresos entendí que la reiteración de discursos denunciando situaciones culturales poco propicias resultan tan inútiles como patéticas. Porque si alguien no cumple el rol que le compete –o al menos no lo hace como nosotros quisiéramos- su indolencia no nos abandona a la intemperie. Por lo contrario, nos deja dueños de un espacio donde todo está por hacerse. Un terreno propicio, en disponibilidad para quienes creen en la palabra y en la hermandad como revelación y encuentro.
Porque entregar a los lectores digitales una antología que reúne a escritores de todas las provincias desde la generosa gratuidad de cada uno de sus participantes es un sorprendente acto de amor.
Es demostrarles que, en una sociedad saturada de incredulidades y sospechas, la literatura todavía es capaz de entregarse. Para acompañarlos. Para provocarlos. Para esclarecerlos. Para purificarlos. Para colaborar en el ejercicio práctico de un pensamiento complejo totalmente alejado de las ofertas mass-mediáticas que saturan su cotidianidad.
El grupo de argentinos –consagrados o noveles- que integran las antologías que presentamos en el Bicentenario del nacimiento de la Patria, demuestran la supervivencia de valores tales como nobleza, honestidad, unión y solidaridad.
A todos y cada uno de ellos, mi agradecimiento.

Norma Segades – Manias
Directora de Gaceta Virtual
Compiladora del Tomo I de Antología Narrativa Argentina



BÚSQUEDA INICIAL


PROVINCIA DE BUENOS AIRES


Incluidos por orden alfabético:

* Araceli Otamendi
* Eduardo Pérsico
* Gabriel Impaglione
* Miriam Cairo
* Rodolfo Leiro
* Silvia Loustau
* Walter Iannelli

Araceli Otamendi

Escritora y periodista nacida en Quilmes, provincia de Buenos Aires.

Libros editados:
Pájaros debajo de la piel y cerveza (novela-1994)
Imágenes de New York, una mirada hispanoamericana (antología-2000)

Ganadora del Premio Prestigio que otorga el sitio virtual brasilero Ca` estamos nos, por su labor en la revista Archivos del Sur.

Vuelta a la casa tomada

El agua corre, llena la bañera y casi desborda. Está al límite, llena, entonces me sumerjo. El agua está tibia y causa placer estar ahí. Entonces veo figuras, recuerdos que aparecen y dibujan. Entonces me dejo ir, llevar ¿adónde? Entonces viajo. Tomo el colectivo y viajo, el ómnibus anda despacio, es día de semana y voy, es un día soleado y voy mirando por las ventanillas, los edificios, la ciudad gris, la ciudad me araña. Me dejo llevar porque los recuerdos son y están. Y estoy ahí. Yo estoy, estaba y estoy. Y entonces es un homenaje a mí misma. A la que fui y está, en el pasado que ahora es presente. Está, estoy. Ahí, como entonces, como ahora, estoy…
Y me saludo cada vez que paso por alguna casa dónde viví, porque ahí quedaron mis recuerdos. Entonces me saludo a mí misma porque algo mío vive ahí…
Pero las casas han sido tomadas, son casas tomadas como en el cuento de Julio … Poco a poco las han ido tomando otros…
Entonces escribo, escribo para recordar, para encontrarme a mi misma y recordar y verme ahí, hace tanto tiempo y sin embargo…
Hay que dejar tranquilos a los fantasmas… que habiten, que llenen la casa tomada mientras nosotros, desde aquí, ¿cómo llamarla? Realidad, pies en la tierra, seguimos pensando ¿en ellos?

Camino casi con precisión. La vereda ancha me lo permite, del lado del sol, pasado mediodía percibo el aire fresco, las puertas: casi todas cerradas. Los negocios, a esta hora duermen la siesta. Alguna vez arrojé la llave de la casa a la alcantarilla. ¿Arrojé, dije? No estaría tan segura, no lo estoy, y es más, ahora no estoy segura de nada. Antes de convertirme en un insecto, antes de ser Gregorio Samsa, lo intento. Lo voy a intentar. Hace tanto tiempo lo he planificado y hasta he trazado un mapa con las coordenadas. Tantas cuadras para un lado, tantas cuadras para otro. Girar, hacia un lado primero, después caminar. Como un ciego cerca de las paredes de las casas como si hacerlo me brindara cierta seguridad de la que jamás he gozado. Como algo sí que es seguro y de eso prefiero no hablar, por ahora. Prefiero detener el tiempo y el destino y volver a la casa tomada. Porque ellos, ellos que andan por ahí tomando las habitaciones en la casa, haciendo extraños ruidos. Voy a exorcizar el conjuro que me ha traído hasta aquí. Mi corazón late rapidísimo como un caballo al galope. Hasta aquí he cruzado varios paisajes, disímiles, hasta contradictorios: monumento al soldado, el gauchito gil, paisajes que hablan- a veces - y sólo pájaros que cantan en las ramas. He venido hasta aquí sólo para escuchar los sonidos… de la casa.
¿Sólo para escuchar?…

Porque la casa sigue tomada…

Entonces, sentada en un café elucubro planes, estrategias. Costaría menos si la casa tuviera chimenea. Entrar por el techo y sorprenderlos. A ellos, los que habitan la casa tomada.
Las ventanas están tapiadas, Convertirme en Jane, la chica de Tarzán y entrar con tambores y gritos aferrada a una liana.
Sí, escucho los tambores y los gritos y es de noche. Ellos entonces, vienen…

Vienen marchando con luces y disfraces, cierro los ojos y ahora sé qué es lo que ocurrirá. Estoy ahí hace tanto tiempo…
La música, los silbatos, las panderetas. Lo había olvidado: es Carnaval. Se acerca alguien y me arroja papel picado en la cara: no voy a llorar. Entonces sé que esta es la contraseña para que suba de una vez por todas a la carroza. Pero no es cualquier carroza de este Carnaval, sino la de Orfeo, alguien extiende su mano…- Subí, dice. Tiene los ojos pintados, la cara, el cuerpo. Subo. La carroza sigue el desfile: pasamos por la casa, las ventanas están cerradas. Orfeo tiene su lira en la mano y canta. Apenas me pregunta algo, oigo su voz casi es un susurro. La comparsa sigue, hombres y mujeres bailan con frenesí. Cierro los ojos, ya no sé dónde estoy. El papel picado y las serpentinas caen sobre mi cabeza. En otra carroza un hombre baila. La carroza sigue . Orfeo, digo ¿adónde quiere llevarme?
Orfeo me mira a los ojos, y dice: a la casa tomada.

¡Orfeo! ¡Orfeo! Pasamos por una arboleda y los árboles acarician nuestra cara, nuestra cabeza ¡Orfeo! Está bien aquí. Quiero volver …
Antes vamos a dar un paseo, es Carnaval, dice. Hay que divertirse…

No sé dónde estoy, sigo sin saber, ni quién es este ser disfrazado de Orfeo, ni adónde me lleva, ni adónde voy…

¡Orfeo! Lo llamo, pero no responde. Sólo escucho su voz diciéndome:- no podés volver a la casa tomada.

¿Por qué? Pregunto. Orfeo canta, canta una canción que no comprendo. Porque todo es extrañeza y yo soy una extraña dentro de mi piel…
Estamos en la oscuridad más absoluta, pasamos por varias casas, por la arboleda. El ruido del agua me sobresalta… las olas golpean en la costa. Entonces Orfeo da una orden y la carroza se detiene. Hombres y mujeres se tiran entonces a dormir sobre el pasto, sobre la tierra, en cualquier parte, extenuados de tanto bailar. Los primeros rayos de luz me muestran un paisaje distinto. Orfeo está ahí, conmigo, mirando la salida del sol. Lo miro, permanece impasible, mirando…
¡Orfeo! Lo llamo, y no contesta..
Se da vuelta y me hace señas, me señala el lugar adónde debo ir. Es una piedra y me siento ahí. Me quedo quieta, mirando junto a Orfeo la salida del sol….
Admito ahora que la cara de Orfeo es una máscara.

Orfeo – le digo
¿Qué? Contesta
Quiero ver tu cara sin la máscara.
Eso no es posible – contesta
¿Por qué?
Porque no sé si soy Orfeo si me quito la máscara
¿Cómo haré para saber entonces quíén sos?
Hay que seguir el juego…
Hoy se termina.
¿Qué cosa?
El Carnaval, se termina…
El Carnaval sí, pero la vida no.
Nunca sabré qué sos ni qué juego es éste.
Como la vida ¿no?
Casi
¿Querés volver a casa tomada?
Es sólo una casa
Poblada por fantasmas, vacía

Orfeo no dice nada más.

Es de noche. Debo cruzar el río, me advierten del peligro: hasta llegar a la otra orilla tendrás que atravesar peligros, hay víboras, reptiles, camalotes, ramas, el suelo es fangoso, arena de río negra.
Tengo que ir, digo, como si cumpliera una misión y camino en el agua, de noche, sabiendo que la otra orilla está allá, más allá, lejos, hay que continuar….

Llegada a la otra orilla, atravesados todos los peligros, salgo indemne, el sol lentamente se va reflejando en el río. Miro el brillo del sol en el agua. Son muchos soles dormidos en la superficie y brillan.
Entonces ingreso en un lugar de piedra, una mina de rodocrosita, piedra rosa, brillante, que espeja mi cara y mi cuerpo. Entonces recuerdo los espejos deformantes del parque de diversiones, los autos chocadores… Me gustaba mirarme en esos espejos: era más alta y más flaca, luego más petisa y gorda, pero nunca era yo. Era divertido y siniestro a la vez: mirarse en los espejos y no ver más que una imagen deforme donde nunca era yo. Luego los autos: subirse a ellos para chocar con otros, girar a toda velocidad y conducir mal, estrellarse con otro auto por pura diversión en círculos, en zigzag, nunca en un camino trazado de antemano.

Vuelta a la otra orilla, miro el río, las olas cuando quiero y debo irme Orfeo ya no está. Se ha ido. No sé quién era. Sólo recuerdo su voz y sus palabras: no podés volver a casa tomada, ahora no…
Es mediodía y el sol está en lo alto. Los hombres y las mujeres de la carroza se van despabilando.
Estoy lejos de ahí, me he ido alejando, me llevo conmigo, ellos no saben quién soy. Detengo la mirada por unos momentos en el agua. Algún pájaro se posa en una rama y canta.
Eduardo Pérsico

Escritor nacido en Banfield, provincia de Buenos Aires y residente en la ciudad de Lanús

Libros escritos:
* Crónicas del abandonado (cuentos)
* Resistencia lunfarda (poemas)
* Gardel supo retirarse a tiempo (novela)
* Nadie muere de amor en Disneylandia (novela)
* Lunfardo en el tango y la poética popular (ensayo)

Visitas en la estación vacía.

La tierra estaba de antes, señor
Armando Tejada Gómez.


Al saber que gente desconocida acampara en la afueras, por unos días ese tema fue dominante en el pueblo.
- Vinieron del norte y algo buscan. Gente extraña..

La gran inundación del siglo anterior era la historia más recordada en el caserío de la Estación Vacía. Los desbordes de ríos y arroyos en los noventa pesaba sobre la memoria aún más que el levantamiento del ferrocarril, que no fuera asunto menor en la región. Cuando la empresa inglesa del Sudoeste desplazó sus rieles a diez kilómetros del caserío, techó toda la edificación aprovechable hasta nuevo aviso y clausuró los portones del galpón, ahí el paisaje quedó inmóvil para siempre. Adiós los trenes que traerían progreso, aunque igual, durante medio siglo en aquel ámbito de chacareros y productores rurales se asentarían muchos comisionistas y tenderos cuyos hijos también mudaban de ciudad ni bien podían. ‘En cada censo sumamos menos’ recitaban con el mismo orgullo pueblero que enarbolaban por hablar no solamente de cosechas, marcas de tractor o precios del forraje, y entre ellos agotaban temas imprevisibles. No siempre imaginarios aunque sin perfiles muy caseros.

- ¿Leíste mis apuntes sobre la ética?
- Sí, me pareció confusa la diferencia con lo moral.
- Te explico; ethos, lugar de residencia y moral…
- Ahora no Juan, mañana – sólo sería una demora porque en Estación Vacía conversar era la convivencia.

Nuestra especie debe entender mejor sus migraciones.
Siempre fueron por hambre. Cada especie existe si come y se aparea.
Aunque los humanos ideamos artificios de inmortalidad.
Ciertos tipos se pierden la igualdad y entre riquezas y místicas se creen omnipotentes. Pobre gente.
Sí, ayatolas, papas y banqueros la juegan de inmortales y al fin no influirán. La infamia mayor es que la tierra no sea de todos.
- La tierra estaba de antes, señor. Iban los ríos luz con la lengua húmeda subiéndose a los árboles. Lindo texto…
- ¿Quién dijo, un pibe muerto de hambre es una derrota de dios?
- No me acuerdo y hay siglos de frases brillantes. Corten…

En Estación Vacía no era sólo oratoria y las ambigüedades eran insinuaciones entendibles.
- Es saludable repasar que toda historia se reitera alterando apenas un renglón – se sonrió el dueño de una agencia de viajes en la capital que cada fin de semana volvía al pueblo, su lugar en el mundo.
Hoy llegaste muy hermético, David – y proseguían renglones para mantener la noche del viernes, hasta adentrarse en el galpón del que todos se atribuían saber algún secreto. El atajo de llegar sin atravesar el monte, la marca de los candados, el despliegue para abrir y bloquear la entrada, los baños sin puertas y el horrendo calor del mediodía bajo el techo de zinc. Y para afinar detalles murmurados en voz baja, siguieron al otro día.

¿Cuántos serían?
Habría que estimarlo. Diez o doce de alto nivel, no más.
¿Por qué tan pocos?
Una matanza tipo Auschwitz es una porquería.
¿Vendrían juntos?
Sí.
¿Cámaras?
Suena a perverso.
Sin comprobaciones no hay resultado.
¿Agua? Sin nada durarían tres cuatro días, no más.
Si demuestran egoísmos, enconos o alguna solidaridad, cumplimos. .
Igual cuatro días son poco y pocos…
Y en una semana todo limpio, lo más desagradable.
Igual del principio al fin.

Después y en fecha incierta, seis pudientes parejas en edad promedio cuarenta años pagaron en efectivo ‘la diversión de habitar la inexplorada región del gaucho en libertad’. Quizá todo fuera imaginación pero algún mediodía al edificio de la Estación Vacía entraron una docena de personas que en principio, más que extrañeza o desapego al quedarse encerrados y solos, sintieron la falta de su teléfono portátil. Un reflejo formal, acaso, y a las seis horas el silencio de quienes unían sus manos entre paredes inaccesibles y hostiles, sellaban ese algo horrible que excitaba y aterraba a la vez. Sobre el anochecer una mujer lloró con ganas y su compañero, al calmarla, agitó un griterío convocador de la realidad que cambió todo el formato en un aullido. Una cámara se encendió, los modos y maneras de doce personas desvalidas y amontonadas pérfidamente fueran endebles, aunque al margen de sus trayectorias, - vidas estructuradas solemnes o dispendiosas, de visitar las aulas más costosas y soberbias, y cometer ciertas traiciones más humanizantes- en aquel encierro final fueran ellos de verdad. Apenas seres humanos. Y sin grandes ensayos de actuación y vestuario, los mediocres, impresentables y subalternos valores de la especie que naufraga por el mundo soportando la inmundicia del hambre fueron exhibidos por ese grupo de seres elegidos. Que sin decoro ni pudores, - ver videos- recrearon de forma impecable la repugnante marginación de cualquier villa miseria del mundo verdadero.

David, ¿supieron algo de los extranjeros?
Nunca; porque a veces las conversaciones sólo son eso.
Gabriel impaglione

Poeta, periodista y escritor nacido en Morón, provincia de Buenos Aires.

Libros publicados:
* Echarle pájaros al Mundo(poesía, Ediciones Panorama- BsAs- 1994)
* Breviario de Cartografía Mágica(poesía, El Taller del Poeta- Galicia- 2002)
* Poemas Quietos(Antol. Editorial Mizares- Barcelona- 2002)
* Otras explicaciones (bilingüe)-Poesía-Editado en España y México (2009)
* Medanales: crónicas y desmemorias-Narrativa-Buenos Aires, 2009

Libros de próxima aparición:
* Giovannía (poesia)
* Parte de guerra y otras anotaciones (poesía)
* Medanales: nuevas crónicas (narrativa)
* Cuentos de arqueros (narrativa)

Después del después

Lapidario Guzmán ni abrió la boca. La noche se hizo un muro sin límites alrededor y si algo hubiera sucedido luego, no sé, no quiero ni imaginármelo, pero... una gota del vaso de Sisemio, por ejemplo, deslizando su azafrán hasta la tierra, o el aliento haciéndose espada en el aire, el tiempo -- ese frágil soplo a veces-- se habría partido en tantos infinitos paisajes, que hoy la historia sería diferente.

Los jueves a la tarde vestía su guardapolvo azul y entraba al galpón de las estrufallas. Encendía la luz negra y se dejaba llevar por el largo corredor mirando una a una las celdas pequeñas y malolientes.
En el final del húmedo pasillo una enorme biblioteca desierta custodiaba el escritorio de metal sobre el que se apilaban carpetas, cartuchos del 14 y la tímida constelación de botones rojos del tablero de seguridad de las jaulas.
Sentado, reposaba las piernas en una pequeña banqueta azul mientras afuera la noche comenzaba lentamente su gobierno implacable. Así sus cuatro noches mensuales, percibiendo el seseo de los machos dormidos, el áspero roce de las patas escamosas en los acorazados cuerpos.

Cada tanto una luméndrola trazaba su hilo de baba fosforescente en la sombra y al segundo, inexorablemente, el chasquido, un gemido después casi imperceptible, y más tarde el sordo estertor del final. Y las endiabladas mandíbulas de alguna estrufalla rechinando en el saboreo agridulce, bañadas de cierta baba brillante que se evaporaba de a poco hasta no ser sino una sombra más en el sopor de la oscuridad.
La rutina de los jueves por la noche. Gino intentó cierta vez combatir la elástica constitución de las horas instalando un pequeño televisor en el escritorio. A la mañana siguiente lo encontraron paralizado, casi verde, con los ojos desorbitados y extrañas palabras inconclusas prendidas de la boca.

Se lo anticiparon, pero él no entendía mucho de esas cosas. Pensó que sólo eran justificativos para exigirle más y más atención, para tenerlo en un filo de tensión casi insoportable. No fue capaz, en su ceguera, de entender porqué las guardias un día a la semana, y que cada noche otro como él cumpliera la tediosa rutina de esperar el amanecer detrás del escritorio, en la oscuridad, en completo silencio, con una escopeta de dos caños siempre a mano y el inyectable de efecto súbito para estirar por unas horas sus posibilidades de supervivencia. “Rayos catódicos, rayos ultravioletas, luz intensa: peligro inminente” le habían repetido varias veces aquella primera noche.

Cuando entonces le preguntaron por su experiencia, la rica historia de Gino en los suburbios abandonados, sus andanzas por los graves galpones del ferrocarril y la derruida zona industrial bastaron para ganarse el puesto.

Otros tiempos. Las estrufallas no habían evolucionado todavía, se arrastraban como babosas gigantes por los ángulos sombríos, cazando luméndrolas y pequeños escorpiones de aceite, y nada hacía prever que la nueva especie alcanzara semejante desarrollo. La mutación, repetía casi kafkianamente un viejo profesor universitario de Biología.
Gino no entendía de mutaciones, nuevas especies, apocalipsis y largas caravanas de sobrevivientes hundiéndose en el sur ignoto, y ya de tan depredado casi inhabitable.
Él se había negado a abandonar su territorio, su vastedad de rincones, la intrincada red de pasadizos y refugios. Después de aquella luz enceguecedora y el viento de piedra que arrasó los primeros barrios, luego de la nieve roja cuando ya todos los rumores habían sucumbido, su piel de rabiosa corteza era suficiente protección ante mordeduras de frío y alimañas.
Con las semanas adquirió un sentido auditivo envidiable para captar el mínimo roce de una presa sobre cualquier superficie. Luego le llegó como un don maravilloso el olfato más agudo, bestial, exacto que pueda imaginarse.
Mientras todo parecía suspendido en el tiempo, e iban y venían hombres embutidos en trajes especiales, Gino perseguía su almuerzo mirando a la distancia a los grupos empeñados en la reconstrucción de lo posible.
Fue acercándose de a poco, hasta que alguien ganó su confianza, y luego otro, y terminó colaborando en un escuadrón de gente como él, hechos a las nuevas circunstancias.

La primera estrufalla evolucionada lo acorraló una mañana en un corredor de la Superintendencia del Ambiente, donde desmontaban artefactos eléctricos. Alcanzó a hundirle un destornillador en el pecho antes que la bestia le llegara al cuello. Allí supo que la historia no sería la misma.

Entonces, durante las guardias, muy luego, cuando aquel contrato, la escopeta de dos caños estaba siempre a mano.
Pero no entendía demasiado. No alcanzaba a comprender el porqué de las celdas, la obsesión imbécil de mantener vivos los últimos ejemplares de la especie.

En lo que fue el centro de la ciudad el vértigo de los andamios aceleraba día y noche la nueva geografía. Dentro del perímetro enrejado crecían jaulas gigantescas y laberínticas galerías cerradas. En uno de los pabellones se expondrían las bestias, detrás de triples cristales de máxima seguridad.

Él no entendía ciertas cosas.
Fue un jueves, tal vez entre sueños avanzada la noche, de una fosforescencia a otra en el galpón a oscuras. Comenzó a verse estrufalla, último eslabón de la evolución mutante, fiera descompuesta en tantas otras versiones cada vez más monstruosas.
Y un relámpago de idea que lo fulminó detrás del escritorio, con las piernas abatidas en la banqueta azul y todos esos cartuchos del 14 frente a las narices.
Rascó la piel casi fósil de su mano izquierda y encendió todas las lámparas.
Un gemido, primero, después el creciente bramido de las criaturas que lo empujó a la escopeta.
Pulsó la cerradura electrónica de cada una de las celdas desde el tablero del escritorio y esperó, con la vista en ningún lugar, el rumor compacto de las pisadas sobre el pasillo.

Fue la lucha por una luméndrola, el forcejeo silencioso, un estampido luego. Y la boca chorreándole una baba fosforescente.
Más tarde otro silencio, diverso, espeso, maloliente, niebla en el galpón vacío, alrededor de las huellas compactas perdiéndose en la noche.
Tal vez como una lenta caravana de sombras inexplicables siguiendo a respetuosa distancia al macho alfa de brazo armado.
Y muy después los gritos entre quejidos y plegarias, lejos, por los andamios.
Lapidario, Sisemio y los otros dos operarios de la grúa, casi sin respirar, vieron la carnicería desde la altura. Esperaron tres días entre una nube de carroñeros y todos los inexplicables porqué a mansalva. Fue Lapidario quien les narró la historia de la hecatombe a los tres jóvenes aterrorizados.
Lapidario fue memoria de una humanidad arrasada lentamente, gota a gota cayendo a los cursos de agua desde los tubos del apocalipsis. Y después la bomba... y después....

La patrulla allá abajo les dio coraje para descender a lo que quedaba del infierno.
Miriam Cairo

Escritora nacida en San Nicolás, provincia de Buenos Aires, en 1962.

La Editorial Abrazos, con sede en Alemania y filial en Argentina ha publicado su libro Culonas, en el año 2006.
Desde 2004 colabora en Página/12, en la contratapa del suplemento Rosario/12,
En octubre de 2009 participó como expositora en las Terceras Jornadas Nacionales Interculturales de Minificción, organizadas por la Universidad del Centro Educativo Latinoamericano de Rosario (UCEL). Su trabajo de investigación: La minificción como territorio poético, será publicado en el libro que recopila los trabajos de dichas jornadas académicas.
Ha participado en numerosas antologías y revistas literarias. Sus textos son tomados de las publicaciones de Rosario/12 y reproducidos en diversos blogs de carácter literario, psicológico y filosófico.

Minificciones en puntas de pie

La narradora infructuosa

Yo soy alguien que tiembla. Alguien que se pone de pie desde las sacudidas. Llevo a rastras este navío que no encuentra la corriente y avanzo en puntas de pie para no pisar el sueño de los peces. También soy alguien que no aparece. Me olvido de la vida. Orientada y evocadora, mi desaparición espera una actitud concreta de silencio. Mis huesos llevan las marcas de estos juegos. Ya no soy niña. Sé que cuando desaparezco nadie llora pensando en que morí de hambre o que me comió un lobo. Tampoco me encierro en el hórreo hasta morir porque no vendrán a salvarme. A mí, estas cuestiones me ponen alas. También soy una goma que pega las cosas patas arriba. Pego los puntos en las íes. Pego los ojos en la cara de Elsa. La cuja de los difuntos. Las pestañas postizas. Soy la que hace endecha de un agua no profana. De la sopa con cabellos de ángel. De las noches que se pierden. Estirándome y alargándome proyecto un aire dulce de niña desnuda. Mis delgadas espinas se enredan y desenredan en los tentáculos de los hombres. Mi único movimiento veloz es el de volver a vivir cuando la vida cesa. Yo soy una idea de vuelo y de viraje. Mi manera de leer es un ensimismamiento. Una infructuosa manera de resolver el acertijo. Tejo y destejo los hilos de mi cabeza tratando de decir lo simple e irremediable de mi escritura. Afortunadamente, a mí sólo me quieren los locos, los ahorcados y las mujeres de mala vida.

El borde del círculo

Veinte días es mucho tiempo de duración para una caída, que en general, es proclive a durar unos segundos. Y todo tiene una razón de ser, caramba. De lo contrario, necesitaríamos víveres para ir cayendo, y bolsa de dormir y un techo donde pernoctar. Son cuestiones de sentido común, señorita. ¿Dónde se clavarían los vientos si se nos ocurriera llevar tienda de campaña? ¿De qué bosque sacaríamos leña para hacer la fogata? No, no, no, muchachita, tendrá que acostumbrarse a caer de golpe, como Dios manda.

Bálsamo esplendor

Esta noche, lejos del mundo, me decís despacito "curame", "curame". Yo te veo pensando nuestras cosas y sólo quiero curarte, curarte, curarte. Me sentás en tus rodillas y ves en mis ojos delirios y suturas. Me levantás el vestido con cuidado y volvés a decir "curame". Metés la lengua en mi garganta y repetís "curame". Pronto tu enfermedad se hace contagiosa. En tus ojos veo flemas y temblores, y te digo: "curame", "curame", "curame". Enfermos a más no poder formamos una aureola alrededor de la luna.

Follaje

Mi cuerpo no tiene un lugar siempre. No es una mano, más un cuello, más otra mano, más la cintura. Suelo sentirlo como un latido y entonces me digo que no voy a escribir más. A veces ninguna piel lo protege y es preciso que las palabras lo ayuden a cicatrizar. Pero tampoco lo que pienso es un lugar seguro.
Mi cuerpo no tiene el mismo tamaño siempre. Puede ocultarse bajo el paladar de un dios. No necesita sepultura. Puede bajar la cabeza para no chocar la luna. Además, es múltiple aunque siga siendo uno.
A veces mi cuerpo no es otra cosa más que la necesidad de volcarse. No mide nada. Sale de sí con imprudencia. También se comprime como un significado y es posible que yo no esté de acuerdo pero él alarga los dedos y escribe sus palabras sin importarle más.
Mi cuerpo va de un mar a otro, de un viento a otro, de un poema a otro. Va de boca en boca como un aire respirado con desesperación. Yo no me ahogo.
Mi cuerpo suele ser una terrible cosa verdadera. Fuera de él nada existe. A veces se comporta como un morir. A veces la vida le llega en eco. Mi cuerpo suele ser también lo abrupto. Lo derretido. Lo contrario. Lo que viene de todo venir. Lo que crece a la sombra de un sueño.

Dentro del abismo

La sentidora empedernida toma la laptop y elabora, con minuciosidad de orfebre, el texto donde se mezclan realidad e irrealidad. Bien dicen que lo negro es lo que más oscurece. Ella se esmera en ir al otro extremo como quien va desde sí mismo hasta su sombra. Nadie conoce su biografía, ni su estado civil, ni su ficha sanitaria. Está libre del fenómeno “la vida del autor explica la obra”. Podría llamarse Juana de los Palotes para seguir siendo una escritura fuera de la ciudad y del mundo. Pero mal que le pese, la sentidora empedernida tiene nombre y apellido y al hacerse escritura tuvo noción de sí, de su contrasentido. En cada mosaico reinyecta una virulencia expresiva que no queda bien en los manuales, en las bibliotecas ni en las familias. Por lo tanto es sola y una.
Rodolfo Virginio Leiro

Nació en Junín, Provincia de Buenos Aires, el 2 de agosto de 1921.

Su obra editada compendia más de 40 títulos, entre ellos:
* Auras y Estrías (poemas)
* Rimas en la fronda (poemas)
* Gotas en la piel del surco (poemas)
* Poemas olvidados (poemas)
* Pañuelo de bohemio (poemas)
* Dátiles de arcano (cuentos)
* El anillo de Ágatha (cuentos)
* Cuentos memorables (cuentos)
* La ladrona (novela)
* Juan S. Juan (novela)
* Una dama en la bañera (novela)
* El reloj (novela)
* Un espejo sin imagen (novela)
* El transplante (novela)
* Disco color plata (novela)
Ha integrado una veintena de antologías tanto en Argentina como en el exterior.

Esmeraldas

Todo empezó cuando mi amigo de la infancia, Lorenzo Omar Ceratto, a la sazón viviendo en Rosario, se llega hasta Buenos Aires en diciembre de 1992.
Lorenzo me llama por mi sobrenombre que me viene desde pequeño, “Fito”,
Así que, con su manera franca y aire preocupado, me dice:
¿A que no sabes una cosa, Fito?
¿Cómo voy a saberla si no me la cuentas?
Es que vos sos el único que puede creerme...
Largá el rollo, Lorenzo, no me hagas esperar.
Vos sabés que manejo un taxi.....
Que es ajeno, desde luego...
Así es. Se me pincha una goma cerca del Puente Grande que cruza el Río Paraná y al cambiar la rueda, me encuentro una piedrita verde, que mantuve en el bolsillo pequeño del saco durante mucho tiempo, hasta que posteriormente la llevé a mi casa y la coloqué en la caja donde guardo tus libros.
¡Vas a embrutecer la piedra, Lorenzo!
Dejame continuar....resulta que cuando recibí tu último libro, aunque no entiendo mucho.....
Es fruto de mi ignorancia, no de la tuya, Lorenzo.....
¡No me interrumpas! Fui a guardar tu libro en la Caja y me encuentro con la sorpresa que, unas doscientas piedras, para decirte exactamente, en número de 198, porque las conté, me deslumbraron a tal punto que no sabía si me había vuelto loco u que misteriosa mano pudo penetrar en mi pieza y dejar esa cantidad de piedras que no sabía para que podían servirme.....
¿Qué pasó después, Lorenzo?
Me fui a ver a un joyero que está a unas diez cuadras, justamente al que le compré los anillos cuando me casé.
El viejo todavía estaba hecho un pibe.
Lo consulté sobre el valor que podría tener y me dijo, simplemente:
Amigo, es una esmeralda perfecta....¿dónde la encontró?
Junto al río, le respondí, sin mencionar que disponía de una cantidad en casa.
Le pregunté: ¿Tiene valor?
De este tamaño debe valer unos quinientos dólares.
Casi me caigo de espaldas, Fito...
¿Y luego?
Que las tengo en casa y no se que hacer con ellas.
Pues véndelas, obtienes una buena suma, comprate un departamento, un taxi y dedícate a vivir tus últimos años sin estrecheces....
¿Y serán buenas todas las piedras?
Llevale algunas a tu joyero.
Me volverá a preguntar de donde las saqué.
Entonces, dirígite a una joyería mas importante y le mencionas que dispones de una cantidad de ellas, 198, que son producto de una herencia de familia que vendrían desde los padres de tus padres y como al joyero la explicación le resultará convincente, le preguntarás por el precio y si está cercano a lo que te cotizaron, vendes y listo....
Es que ignoro de donde vinieron....
Yo también. A pesar de lo que he leído, no tengo una certera convicción de donde provengo, pero como estoy viviendo, me las compongo para tratar de prolongar mi vida....
Tú tienes una explicación para todo, Fito....
Menos para mis problemas...piensa en lo que te dije.....
Es que el misterio me pone nervioso....l
No creo que sea para tanto...
¿Y si fueran robadas?
La que encontraste junto al río, fue seguramente extraviada por alguna persona, así que acepta las cosas como están....si las llevas a la policía, seguramente se quedarán con ellas, tendrás que dar explicaciones que no tienes y en concreto, pasarás un mal rato....o las dejas en la caja o las haces plata....me inclino por lo segundo, Lorenzo....
Así fue que don Lorenzo Omar Ceratto partió para su Rosario y una semana después me llamó por teléfono con crecida desesperación.
Fito ¿Puedes venir a Rosario?
¿Qué pasa, Lorenzo?
Es que al llegar a caso me encontré con que las piedras se han duplicado, ahora tengo unas cuatrocientas....
No puedo ir ahora a Rosario, Lorenzo...
¡Venite, Fito, por favor!
Un viernes a la noche me tomé el rápido a Rosario.
Nos encontramos en su cuarto y tuve en mis manos aquella enorme cantidad de esmeraldas, venidas de quien sabe de que ancestros de los profundos misterios que el hombre ha sido incapaz de develar....
Yo suelo cavilar mucho acerca de circunstancias inexplicables, pero cuando no encuentro un sendero de comprensión, me limito a dejar las cosas como están y procurar que el tiempo vaya levantando sus velos, como una sofisticada meretriz orgullosa de sus devaneos sensuales para tentar la avariciosa sensación del fauno que la contempla.
Azuzar los instintos primarios es quizás uno de los privilegios que hacen de la mujer una de las formidables asas de los atrayentes senderos del pecado.....
Vuelvo al cuento.
A la mañana siguiente, después de desayunar, nos dispusimos a contar las piedras.
Lorenzo desorbitó sus pupilas y estuvo a punto de desmayarse.
Sostuve como pude su formidable cuerpo y le pregunté:
¿Qué te pasa, Lorenzo?
A simple vista hay muchas mas piedras, musitó con voz apenas perceptible.
Ten paciencia Lorenzo. Vamos a contarlas. Sorprendente cifra: 812 esmeraldas..
Fuimos a ver un joyero. El lunes la cantidad de piedras no había variado. Aproveché para comprar una poderosa Lupa y un aparatito para calibrar medidas.
Perece imposible, Lorenzo, comenté.
¿Qué, Fito?
Exactamente iguales
Todas mantenían el mismo lujurioso brillo, idéntica forma y simétricas medidas, como si hubieren sido fabricadas por una máquina especial para cuidar los extremos milimétricos de su envergadura. Empecé a preocuparme.
¿Qué te parece, Fito?
Estoy sorprendido, Lorenzo.
Fuimos a almorzar.
Conversamos tratando de hallar una explicación.
Llegamos de vuelta al cuarto a las quince horas y nos encontramos con que las piedras preciosas se encontraban desparramadas por el suelo, que habían superado el contenido de la caja y en consecuencia, costaba caminar por la pieza.
Esta vez no las contamos.
Las colocamos en una caja grandísima que nos proporcionó el almacenero del barrio y nos dispusimos a dormir un poco.
Me despierto de pronto y llamo a los gritos:
¡Lorenzo! ¡Lorenzo!
Dificultosamente levantóse Lorenzo, apartando la enorme cantidad de esmeraldas que casi nos cubrían por completo.
¿Vamos! ¡Vamos! Le dije a mi amigo.
Estuvimos conversando en una esquina hasta las veinte horas.
¿Qué hacemos Fito?
Con mis dosis de antiguos entusiasmos para develar misterios, le dije simplemente:
Vamos a ver como están nuestras piedras....
Cuando abrimos la puerta, una inmensa cantidad de esmeraldas convertidas en aluvión imparable, nos arrojó al suelo, bajó por la vetusta escalera y como por suerte la puerta de calle se encontraba abierta, se perdió en el denso sofisma que forjaban las primeras sístoles de la noche...
No ha quedado una sola piedra para certificarla historia.
Silvia Loustau

Traductora, escritora y coordinadora de talleres literarios nacida en Mar del Plata, provincia de Buenos Aires, en el año 1953.

Libros publicados (entre otros):
* Mandala (poemas-2003)
* Espejo de los días (poemas-2007)
* Pájaros de cristal (poemas-2008)
* De relojes y astrolabios (poemas-2009)
* De Mar y Madres (poemas-bilingües castellano/francés-2010)

Las máscaras de papá

Papá, ¿por qué te escondés detrás del diario? Ahora que soy un hombre te recuerdo como un cuadro de Magritte y te veo bajo el título: Hombre sin rostro.
Yo era chico y me preguntaba cuánto tarda un grande en leer las noticias, sí serían tan importantes. A vos te interesaban los nombres de los muertos, quién ganaba o perdía, que se vendía o permutaba. Qué tremendamente largos eran los diarios del domingo. Los veía inacabables. Y los ritos del domingo. La mesa bien tendida y vos, mamá , Freddy, casi bebé, Moni y yo, alrededor del blanco mantel almidonado que la abuela había traído de Irlanda . Y el silencio. Un silencio que me cerraba la garganta. Yo miraba la comida y desaparecía el hambre.
Los almuerzos eran un tenso silencio, cortado por el ruido de los cubiertos sobre la loza y mamá levantaba las cejas sobre sus ojos, observando. Que nadie dijera nada inconveniente, ni un solo tono más alto del debido. Y vos :

−Moni, baja los codos de la mesa.−

−Jimmy, cerrá la boca para masticar.−

−Maria, mirá, Freddy mete los dedos en la salsa.

Y después tu café con gotas. El sillón. Tu sillón de pana verde y el diario.Y ya no tenías mas rostro, papá.

−No deben hacer ruido. Ni correr. Ni pelearse, cuando papá lee el diario.

Entonces yo jugaba con mis plastilinas o los soldaditos hasta que el sonido de aquella radio Philips empezaba a aturdirnos con el fútbol.

Y allá sonaba trémula la voz baja de mamá :

−No hay que molestar a papá mientras escucha el partido.−

Y la tensión se llenaba con la voz de Fioravanti, y con tu cara que ahora aparecía, pero era como si no, porque tus ojos se perdían en el aire mirando aquel match invisible.

Tardes de domingo.

Cuando comencé la escuela me hice amigo de chicos que jugaban con el padre. Que conocían la cara, los ojos, las caricias. Porque yo busco en el bolso azul de los recuerdos ( como dice el poema de una amiga) y no encuentro ni el más leve roce de tus manos. Sí me acuerdo que eran blancas, tersas, anchas, que cerrabas fuerte los puños cuando tenías bronca y los nudillos se ponían pálidos y las manos coloradas y yo sentía el miedo caminando por mi pecho. Pero no recuerdo ni una caricia en las mejillas, un revoltijo en el pelo. Ni siquiera me dabas la mano cuando me llevabas por la calle. Al principio me tomabas por el cuello, entre el índice y el pulgar, como una pinza, y yo me sentía como una marioneta a la que manejabas a tu antojo. A veces me animaba y :

−Papá, me pesás en la espalda.−

−Mirá donde caminás −respondías.

Cuando fui un poco mas grande apoyabas tu mano sobre mi hombre, y yo, de no más de ocho años, temía terminar enterrado en el asfalto.
Por qué nunca entrelazaste tus dedos entre los míos, papá?
Es como si la imagen se esfumara cuanto mas te recuerdo. Papá cara de diario. Papá sin cara. Papá sin manos, sin caricias, hombre con tenazas de cangrejo..
Y una tarde después del ritual dominguero me llevaste a la cancha, creo que tenía cinco años. Y para tu desilusión a mi no me gustó. No entendía a todos esos hombres corriendo detrás de una pelota, y pensé porque no le daban una a cada uno.
Sabés, ahora creo que vos tenías miedo que no fuera bien macho cuando creciera, porque a los machos les gusta el fútbol, los caballos, la caza. Todo eso era parte de tu mundo. Tal vez fueran las diferentes máscaras detrás de las que siempre te escondiste.

−Los hombres no lloran.− me dijiste amenazador cuando se murió Colita, aplastado por un auto.

Había otros ritos. El de los sábados. A la hora de la siesta limpiabas tus rifles y escopetas. Extendías las gamuzas, los largos cepillos, la vaselina. Aún hoy siento en mis fosas nasales el olor del Penetrit. Acariciabas los rifles. Mirabas el caño. Los lustrabas. Ellos sabían de tus manos. Pero yo nunca quise comer aquellas perdices en escabeche, o los guisos de liebre, que tus amigos festejaban entre vasos de un buen borgoña.
Y justo a mí, que miraba a los pobres bichos muertos y sentía una pena intensa, justo a mí me llevaste una tarde de cacería. Una cacería de patos. Me pareció tan hermosa la laguna, tan calma, con sus altos juncos acariciados por la brisa. Tendría siete . ocho años y recuerdo que debíamos caminar despacio, sigilosamente. Me sentía como en un cuento de suspenso .Pero la magia fue rota por los estampidos, los aleteos desesperados y los setters que volvieron con tres patos convulsionados entre sus fauces. Entonces, yo vomité. Y tu amigo Juan me sostuvo la frente mientras las arcadas me daban vuelta y él decía:

−Es que se asustó.− Y yo te miré y sentí tu enojo como un fuego, quemándome.

...Pero recién ahora comprendo, tantos años después, que ese fuego que me quemó desde tus ojos era fuego frio. Un fuego de hielo. Un hielo que congeló mis abrazos , mis secretos, mis sueños. Esos secretos, esos sueños, esos abrazos que nunca conociste. Porque siempre te escondiste detrás de tus máscaras y ahora, ahora que podríamos hablar de hombre a hombre, ahora, te escondiste detrás de tu última máscara. Te escondiste detrás de la muerte, papá.

¹ Este cuento recibió el Primer Premio Nacional De Narrativa en el año 1998
Walter Iannelli

Editor, periodista cultural, escritor nacido en Morón, provincia de Buenos Aires, en el año 1962

Libros publicados:
* Alguien está esperando (cuentos)
* Sanpaku (novela)
* Zumatra y la mecánica de tu corpiño (poesía)
* Metano (cuentos)
Segundo Premio Municipal de Literatura a Novela Editada bienio 2002/3 del Gobierno de la ciudad de Buenos Aires

La vida a partir de Teresita

Cuando se topa con Eduardo, después de tantos años, no siente na¬da fuera de lo normal. Hubiera pre¬ferido ensayar el saludo de rigor y pretextar un trámite urgente, bajar del an¬dén e irse en colectivo. Pero Eduardo se había aparecido de golpe como una fo¬to a la vuelta de una página. Las cejas levantadas en un asombro espas¬módico que Lucho considera, en una milésima de segundo, casi nece¬sario en esas circunstancias. Y ahora los ojos de Eduardo un poco más abajo, quizás en su barbilla, tratando de recomponer las imágenes ajadas por el tiempo. Entonces Lucho sabe que es tarde. Que ya ha entrado en la memoria del otro y el otro en la suya, y las piernas se le han clavado al piso. Su cara repite el asombro.
—Lucho —dice Eduardo abriendo los brazos—. Lucho querido.
Apenas más tarde, otra fracción de segundo más tarde, Lucho fin¬ge una extraña alegría. Sabe que la felicidad de ese hom¬bre, que lo abraza con desaforado contento, radica en encontrar después de veinte años a alguien que nunca se había preocupado en buscar. En¬tonces, palmea con resignación una espalda ya desconocida. Después viene el esfuerzo por zanjar de un solo saque ese abismo de años en los que cada uno ha ido dando pasos por su lado, desparejos, sucesivos, donde ha pasado mucho más que tiempo. Pero en fin. Ahora, que Eduardo lo sostiene por los brazos y lo contempla a medio metro, ve que está bien. No ha cambiado mucho. Un poco más gordo, más alto, pero todavía tiene todo el pelo.
—El Comercial, los muchachos, Teresita —dice Eduardo subiendo al tren—. Te acordás de Teresita.
Lucho también sube al tren. Al fin y al cabo iban para el mismo la¬do. Parece mentira, tanto tiempo yendo y viniendo del centro y recién ahora se lo encuentra.
—Teresita, eh Lucho... —insiste Eduardo.
Lucho mira por una de las ventanillas. Por qué sacará primero ese tema. Si la única vez que se pelearon fue por Teresita.
—Sí —dice Lucho y piensa en Teresita. Teresita en la cocina de ca¬sa con los guantes de goma puestos. Teresita a la mañana con su aliento a momia, durmiendo como la dejara hoy mismo, temprano, en¬callada entre las sábanas como una foca muerta. Hay que hacer un esfuerzo muy grande, demasiado para un día como éste, y a las seis de la tarde, después de todas las carpetas y las reuniones y etcétera. Hay que hacer un esfuerzo muy grande para acordarse de esa Teresita, la del colegio, esbelta y rubia y con las tetitas paradas, por la que algu¬na vez se peleó con Eduardo. Para qué le va a decir que al final se casó con ella.
Eduardo suspira otra vez. Le puso una mano en el hombro y mira también por la ventanilla. Las casas que corren afuera, de espaldas a las vías, los patios con ropa colgada se hacen un borrón en la velocidad que les une la mirada en un punto difícil de alcanzar. Difícil de traer a los labios. Pero Eduardo no está callado. Le cuenta del tra¬ba¬jo y de vez en cuando pronuncia las palabras vida, chicos, casa. Lu¬cho no lo mira. No hace falta. Siente que el tipo es feliz. Es más: está conforme.
El tren se detiene. Algunas personas los empujan y Lucho siente que debería bajarse, cortar por lo sano. Sin embargo se corre, deja pa¬sar, deja entrar a la gente que tapa el sol casi horizontal sobre el tin¬glado de la estación.
Cuando el tren arranca se da cuenta que Eduardo lo amarra por un brazo. Entre tanta gente sería imposible caerse. De todos modos no le molesta ese contacto, se ríe, de algo se estará riendo porque Eduardo también se ríe.
—Bajo en Flores —dice Eduardo—. Venite a comer a casa.
Lucho mira el reloj. Semejante tipo. Se podría decir que apenas lo conoce después de tantos años. Y lo invita a comer a la casa. Se le nota que tiene todo re¬suelto. Que su vida está al día como para perder toda una cena con un perfecto desconocido. Es tarde. No sabe qué lo tienta a aceptar.
—No sé —dice.
—Dale —dice Eduardo— No me contaste nada. Aunque sea a tomar unos mates. Telefoneás de casa y te vas temprano.
Bajan en flores. Ahora hablan de política, la globalización y la economía. Sortean el tráfico caminando. El auto de Eduardo está estacio¬nado a una cuadra. Suben. Viajan fumando parisienes, se detienen frente a una casa a diez minutos de viaje.
—Teresita, eh, Lucho —dice Eduardo con aire triunfante mientras abre el portón del garaje.
Lucho baja la cabeza. No tendría que haber venido. Ahora va a te¬ner que contarle y en el fondo, más allá de la camaradería, a Eduardo le va a joder que él se haya casado con ella, y él se va a poner peor porque con los años se ha ido dando cuenta que con Teresita las cosas no han funcionado.
Pero Eduardo ya está entrando en la casa. Dos chicos rubios le sal¬tan encima como perros y Eduardo los besa y se revuelca con ellos en la alfombra del living. Del saco le florecen caramelos, chocolates. Los pibes se los arrancan de las manos, saltan, vuelven a caer y salen co¬rriendo.
—¡Hey, heyy, heyyy! —los frena Eduardo—. ¡Saluden al tío Lucho, male¬ducados!
El tío Lucho. Los chicos vienen de a uno y lo besan. Son hermosos. Él hubiese querido tener chicos con Teresita.
—Son hermosos —dice Lucho.
—Tomá —dice Eduardo. Lucho no se sabe cómo pero ya Eduardo le ha servido un whisky—. Ahora te muestro la casa. Esperá que le digo a mi mujer que tenemos un invitado. De lujo —agrega y empieza a subir la escalera que va al piso alto.
Lucho se queda solo. Escucha las voces lejanas de los chicos, quizá en el fondo, en el patio. Camina por el living. Los muebles son agrada¬bles y tienen algo de no forzada intimidad que lo hacen sentir cómodo. Es extraño. La casa le gusta. Siente que le gusta. No la ha recorrido pero tiene la sensación de que bien podría vivir en ella. Termina el vaso de whisky y está tentado en reponer el contenido pero unos pasos en la escalera lo detienen.
—Bueno —se escucha la voz de Eduardo que baja los escalones—. Este es mi hermano Lucho del que tanto te hablé.
El hermano Lucho. El tío Lucho. Ni que viniese de Alaska. Se da vuelta. Una mujer desciende la escalera detrás de Eduardo. Tiene el pelo rubio y lacio y la cara llena de pecas y el pecho alto y ceñido.
Cuando la mujer lo mira Lucho siente una puntada en el estómago. El parecido con Teresita es escalofriante. Pero aún se parece más a esa Teresita que alguna vez dejaron en el colegio, sentada en un banco, sola y llorando a los mocos, mientras ellos salían a trompearse al pa¬tio.
—Al fin te conozco —dice Teresita y lo besa.
—Lucho-Susana. Susana-Lucho —dice Eduardo, satisfecho—. ¿Qué comemos?
No hay tiempo para nada. Susana se pierde en la cocina, Eduardo atiende un llamado telefónico. Los chicos ahora juegan adentro porque ya es de noche. Son hermosos, piensa Lucho. Como los que él hubiese querido tener con Teresita, con la Teresita que a él le había tocado. Quiere encontrar un pretexto para ir a la cocina a ver a esa Teresita de Eduardo, a ver cómo esa Teresita de Eduardo, de trenzas y tetitas paradas se había transformado en ésta que acababa de bajar la escalera. Si pudiera. Pero ya Eduardo soltó el teléfono y lo está apabullando. Trofeos de paddle, fotos de familia y viajes. Vida, casa, mujer e hijos. Y Lucho, otra vez acorralado en el sillón, asiente con la cabeza. Sin embargo pronto Eduardo se queda pensativo, se rasca la barbilla con dedos morosos y lo mira con una profundidad que le hace bajar la vista.
—Te-re-si-ta. Eh, Lucho, ¿te acordás? Qué minón —dice meneando la cabeza—. ¿La volviste a ver?
Lucho le evita los ojos, como en el tren. Se da cuenta de qué se trata esa fuerza centrípeta que desde un primer momento ejerciera Eduardo. La casa, los muebles, los chicos lo llaman. Lo chupan como un remolino, y él quiere escaparse por la ventana o dejarse mo¬rir atraído por esas cosas, pero dejar de escuchar a Eduardo hablándole de Teresita. Si Teresita está ahí, “ahí está tu Teresita, en la cocina”, tiene ganas de decirle. El desprendimiento de aquella que ambos conocieron una vez y que les dejó los ojos negros. ¿Para qué le va a contar de la suya?
—No —dice.
Entonces Teresita sale de la cocina. La cena está casi lista, dice y se sienta sobre la falda de Eduardo y le tira el pelo detrás de la oreja y lo besa. Los brazos de Eduardo sobran para abarcar el cuerpo frágil de esta Teresita que se ha ido haciendo más Teresita que la real, que ha tenido hijos y ha hecho feliz a un hombre.
—Me hubiera casado con ella —dice Eduardo sin importarle que Teresita esté ahí sobre sus faldas, mimándolo.
—La vida a partir de Teresita —dice Lucho y se levanta a buscar más whisky.

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