Facundo Mercadante

Escritor nacido en Luján de Cuyo, Mendoza, en 1979
Conduce junto a Leandro Hidalgo el programa de radio Oso anda, sobre libros, literatura, autores y bibliotecas, que se transmite todos los sábados a las 16 por Radio Universidad (96.5).
Participó en la Feria del Libro provincial, integrando las mesas de jóvenes escritores.
Ha producido y protagonizado espectáculos audiovisuales de piano, texto, danza e imágenes, junto a un grupo de artistas locales en el Teatro Quintanilla y en la Sala Elina Alba. Algunos de los espectáculos: “Conductos Paranoicos (2005)”, “Le Pianí (2006)”, “Cuando un Secreto se seduce a sí mismo (2007)”, “Estrategia que nos une” (2007).
Actualmente dirige la Biblioteca Pública Gral. San Martín de la Provincia de Mendoza.

Luto

“Todo ser humano es el resultado de un padre y una madre. Se puede no reconocerlos, no quererlos, se puede dudar de ellos. Pero están allí, con sus caras, sus actitudes, sus modales, y sus manías, sus ilusiones, sus esperanzas, las formas de sus manos y de los dedos del pie, el color de sus ojos y de sus pelos, su manera hablar, sus pensamientos, probablemente la edad de su muerte, todo esto ha pasado a nosotros.” Jean Marie Le Clézio

Un funeral con sol y calor es siempre preferible a un funeral con lluvia y frío. Puedo comparar porque el funeral que acaba de terminar, el de mi ex suegro (con sol y calor), ha sido muy distinto al de mi viejo (con lluvia y frío).
De todas maneras, hay algo en común entre estos dos funerales: en ambos he sentido la extraña necesidad, al volver manejando, de prender el stereo. En el entierro de mi viejo iba solo en el auto de mi hermano, quien acompañaba a mi vieja. Una lluvia escandalosa golpeaba el parabrisas y obligaba a que todos los autos salieran del cementerio y se desplazaran durante diez minutos muy lentamente, en fila, exactamente como habíamos llegado, lo que hizo que la incomodidad se duplicara. Una caravana de autos tiene sentido cuando uno va al entierro, no ahora. Pensaba en aquellos no tan allegados que a esa altura debían tener ganas, y estaban en su derecho, de meter la tercera y acelerar.
Todavía me cuesta definir qué sentía en aquél momento, pero recuerdo que ya no quería estar ahí. Quería estar en el auto de enfrente, con esos que apenas terminada la ceremonia se descomprimían y volvían a sus vidas. Esos que alcanzaba a ver entre tanta agua y el bamboleo del limpiaparabrisas, compañeros de mi hermano, supongo. Los veía hacer chistes, pasarse comida, los intuía prendiendo la radio. Dos hombres adelante y dos chicas atrás. Ahí quería estar. Volviendo de un funeral por compromiso y no en este auto al que le anda mal el embrague.
Saqué el estereo de la guantera y lo coloqué en su lugar. Pensé que algo de música me sacaría de esa situación ridícula.
Si, pero, ¿qué música?
En el de mi suegro voy acompañado por su hijo, es decir, mi cuñado (ex cuñado para ser exactos) Lucas. Una mañana espléndida y los árboles verdes de octubre me piden condimentarla. Pienso en el cd que acabo de comprar y en el momento de arrimar la mano, me acuerdo de Lucas y deshago las ilusiones. En el asiento trasero, con lentes negros y la mirada perdida en los campos de golf que rodean al cementerio más caro de la ciudad, traigo al hijo que se queda sin padre.
“Cómo estás, le pregunto sin mucho énfasis.
“Bien, me responde, con menos énfasis aún.

El día que conocí a toda la familia, mi suegro cumplía sus jóvenes cincuenta años. Llegamos con Marina, tomados de la mano, a las diez y media. En la enorme mesa del restaurante ya estaban todos acomodados, comiendo grisines y leyendo el menú.
Las presentaciones de rigor, los besos, los mucho gusto. Feliz cumpleaños y de regalo un sujetador de pañuelos que tardé muchísimo en elegir. Seguramente era la cosa más cara y más pequeña que regalaría en toda mi vida. Las bromas con el mozo que atiende desde siempre a la familia. Las inquisiciones, las suspicacias, las risitas y mis ridículas ansias de no sólo caerle bien a todos, sino de maravillarlos, hacerles entender de una vez y para siempre que su hija estaba con el mejor tipo al que se puede acceder. Un artículo de primera. Eso me sentía yo, y eso quería que sintiesen todos. Que estaban ante lo mejor del mercado, un pibe bien, laburador, honesto, simpático, ambicioso. Esa era mi meta esa noche, contentar a la audiencia.
Pude con el padre, con las abuelas ni hablar, pude con la hermana menor, pude incluso con Marina durante los tres años que estuvimos casados. Lo logré con todos, menos con Lucas. A él nunca pude engañarlo.

“Era un buen tipo tu viejo –hago una pausa prolongada- por lo menos yo, nunca tuve problemas.
“Te odiaba -me dice Lucas con una mano en el mentón y sin despegar la vista de la ventana- como la mayoría de la familia.
Me quedo en silencio tratando de no parecer afectado.
“En realidad no te odiaban tanto, porque tampoco les importaba tanto a mi hermana, sabían muy bien que ella podía cuidarse sola. Demasiada mujer para vos.
Esta verdad me ha pegado tan fuerte como el sol en los ojos. Bajo la visera y le ofrezco un poco de gaseosa que tengo en el asiento del acompañante. Lucas toma la botella, le da un sorbo bien profundo, la tapa y se la deja en el regazo, como si fuera suya. Acelero con bronca y me decido a poner el estéreo, pero no demasiado fuerte.
“Lucas -le pregunto- tu hermana es feliz con el tipo éste, Roberto?
Tarda en contestar.
“La verdad, nunca he visto a mi hermana tan feliz como cuando te llevó esa noche a comer al restaurante. Eras la respuesta a tantos años de espera y a tantos novios cagadores.
La verdad que sí. Yo era su solución y ella era la mía. Pero juntos hacíamos un inmenso dilema.
“Con Roberto se llevan bien. Esperan para noviembre, eso los va a terminar de afianzar.
Debió pensar que yo ya sabía. Pero yo no tenía idea. Meto segunda en una curva y el sol me queda a la derecha. Era de esperar. A Marina le preocupaba mucho el tema del reloj biológico y todo eso.
“Y vos- me dice- ¿cómo estás? ¿sos feliz?

El padre era una especie de dandy de vozarrón fuerte y siempre elegante. Un buscavidas que derrochaba encanto, mujeres, plata, contactos. Era el tipo de persona que se hacía amigo de los mozos al instante. Estaba seguro de haberle caído bien. Me había preguntado por mis expectativas, sin ser demasiado incisivo. Y yo había respondido bien, como para un diez.
La mesa era enorme. A mi derecha tenía a una de las abuelas, que no paró de hablarme en toda la noche. Enfrente tenía a la hermana más chica, que tenía una tetas increíbles y su noviecito. Más allá el padre, la pareja del padre, y después la otra abuela. A mi lado Marina, de quien me estaba enamorando. Y en la punta Lucas, que comía en silencio y casi no hablaba.
“Así que sos escritor, tiró el padre.
“Si, bueno, en realidad estoy empezando.
Y allí empiezan mis explicaciones. Que he publicado en el diario. No, todavía no tengo un libro publicado. No, no se puede vivir de escribir. Está muy difícil. Marina intercede. Mientras me acaricia la nuca, comenta que he ganado algunos premios, que dicto un taller, que fui jurado en un par de concursos, etc. Todo aquello que justifica una actividad tan seductoramente inútil.
Por aquél entonces yo sentía que la literatura era una forma de vida. Después fui entendiendo que yo no tenía una vida, y que la escritura era mi refugio, un lugar para esconderme.
“A Lucas le gusta mucho leer, dijo la pareja del padre.
“Ah, si, dije yo, ¿y qué te gusta leer? le pregunté, tratando de probar al que ya me parecía un pendejo altanero y misterioso.
Lucas deja el tenedor y mira con fastidio a la pareja del padre. Después, se limpia cuidadosamente la boca y antes de tomar su copa de vino, suelta “He leído lo tuyo y dejame decirte que me parece a-lu-ci-nan-te.
Inmediatamente después retoma el tenedor, la cuchara y sigue comiendo sus tallarines. La abuela que habla todo el tiempo rompe el silencio con un comentario acerca de un accidente doméstico, en el que una pequeñita Marina se parte la cabeza con un planchador.
Mientras todos se ríen y agregan datos sobre la anécdota de la abuela, me tomo el último sorbo de agua mineral espiando de reojo a Lucas, quien me dirige una mirada desafiante.
El tipo era así, todo sarcasmo.

“Da vuelta acá en la esquina y frenate. Esperemos que pasen todos- me dice Lucas.
“¿Acá?- pregunto como si no hubiera escuchado.
“Si. Vamos a esperar cinco minutos y después me llevás de vuelta al cementerio.
“Ok.
Definitivamente no debí ofrecerme a traerlo. Este sale con cada rareza. Pero no me extraña, en realidad. Una vez que el padre llegó borracho le sacó toda la ropa, lo metió en la ducha y lo llevó a laburar. Exactamente al revés de una típica escena padre-hijo.
Yo digo que la más normal de todas era la hermanita, Belén. Tiene sus mambos, pero lleva bastante bien su salida de la adolescencia. Sigue estando muy buena, de eso no hay duda. Y es la única que lloró (de verdad) en el funeral.
En realidad, hace tanto que no los veo. No podría decir quién es más normal. Justo hoy me toca encontrármelos. A Marina, sobre todo.
Lucas se baja y se prende un cigarrillo. Me ofrece uno y desde la ventanilla cambia la radio. O sea que esta mañana, mientras yo buscaba una camisa nueva que me quedara bien y que la hiciera mirarme, el tipo éste, Roberto, le acariciaba la panza. Lo que se dice una familia bien constituida.
“Soy un boludo enorme, digo para mí.
Lucas, que me escucha muy a pesar mío, me dice que no, que no soy un boludo.
“De hecho a mí me caías bien.
Lo dice sinceramente, mientras fuma apoyado en el capot.
Un rato después se sube al auto, damos media vuelta y regresamos al cementerio. Esta vez entramos por otro lado y quedamos a diez metros de donde hace media hora enterraron a mi suegro. Increíble, pero el cajón ha vuelto a estar ahí. También Marina y Belén.
“Le pagué a los tipos para que subieran el cajón. Esperame acá.

Cuando terminamos de comer, voy al baño exclusivamente a lavarme las manos (tengo una obsesión con eso). En el camino miro la mesa que acabo de abandonar, pero también aprovecho para espiar un poco otras mesas. Hasta ahora va todo bien, buena gente. Una vez adentro del baño me tiro dos o tres pedos que venía guardando, se nota que he estado muy tensionado. O el menú careta que elegí me cayó mal.
Lo siguiente es una secuencia avergonzante: abro la canilla, meto las manos y empiezo a restregarme con el jabón líquido. En una mala maniobra, un chorro de agua se me cae en el pantalón a la altura de la cremallera y el bolsillo. Igual que si me hubiera meado. Pienso rápido. Aprieto el secador pero no alcanzo. Pienso rápido. Me saco el pantalón y lo pongo debajo del secador. Se abre la puerta, entra Lucas y me ve con las piernas desnudas y el pantalón en la mano. La camisa apenas me tapa el calzoncillo. Pienso más rápido y le digo Se me cayó agua.
Lucas mea, se lava las manos, se acomoda el pelo y se va.
Mientras, yo he estado tratando de ponerme el pantalón, sin secarlo.
Cuando vuelvo a la mesa, ya todos lo saben.
Y ríen.

Lucas se baja y se acerca a sus hermanas. Atrás quedamos sólo Roberto y yo. El Roberto de Marina. Le queda bien el traje pero es innegable que está gordo. Me acerco y me hago el simpático, otra de mis manías.
Saca un paquete de cigarrillos y me da uno. Empieza a hablar.
“Bla bla bla bla, pasa que son medio complicados, bueno, vos viste. El viejo se muere de repente y no deja nada en claro sobre la herencia. Bla bla. Yo le digo a Marina que no se duerma, porque la mina los va a cagar, estoy seguro. Al pibe, a Lucas, no le calienta nada. Total, termina el doctorado y se queda en España. No vuelve más.
Nada de esto me interesa, aunque hago como que sí.
Es momento de prestar atención a esta rara ceremonia. Los tres están en silencio, tomados de la mano. En un instante, Lucas se desploma de rodillas y empieza a hablar, a decir algo que desde aquí no se entiende. Casi no lo veo porque las hermanas se acuclillan y le acarician la espalda, mientras empieza a bambolearse. Lucas va subiendo el tono y alcanzo a escuchar un Por todo, papi, por todo. Con Roberto paramos la oreja.
Se hace un silencio y Lucas, esta vez muy fuerte, grita entre ahogos TE QUIERO, PAPI, y se hunde en un llanto desgarrador.
El corazón se me estruja.
Cinco minutos después nos hemos subido al auto, Marina me ha despedido agitando la mano y Lucas ya está recuperado.
Después de dejarlo en lo de un amigo me encamino al otro cementerio, el más pobretón, en el que dejamos encajonadas las cenizas de mi viejo.
La ruta ha ido perdiendo color. El sol ya no enceguece, ni siquiera ilumina. Se ha escondido detrás de las nubes que empiezan a tirar gotas sobre el parabrisas.
Desacelero, me tiro a un costado, y apago el motor
La música me parece estúpida, así que apago el estéreo y me pongo, yo también, a llover.

1 comentario:

  1. Excelente...gran sinceridad y apreciación por los detalles ( de los que le interesan a uno)que forman practicamente una pelicula en la mente,como si hubiera estado presente en cada momento.

    García Fernando.

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