Alicia Duo

Escritora nacida en Mendoza, ciudad donde reside.

Libros publicados:
* Suma de cuentos
* Historiografía pendular de un solo y mismo amor
* Bailar vino y beber tango



Los tonos oscuros del callejón


El maestro Parelli le toma la prueba. Como en las leyendas, con el la sostenido, Graciela hace trizas las lámparas de la sala.
-Ópera, mijita -dice el maestro.
El orgullo le abrillanta los ojos severos por ser el primero en descubrir la perla. Protector de las revelaciones, la obliga a ejercitarse. Hay que poner rigor y método.
Ópera hubiera sido si en el salón "Royal" de Eugenio Paredes no hubiera conocido al marinero de su vida, el teniente de navío Fernando Zúñiga; si no hubiera faltado la tanguera Elvira Alonso, por la gripe. Subida al escenario, y todavía emocionada por ese primer encuentro, la morocha, con entusiasmo, desplegó su voz perfecta de princesa rescatada. Zúñiga se trepó a la mesa para aplaudir con las palmas calientes. El resto de la gente se le unió, apoyando ese recurso de manos aprobadoras.
-Maestro, voy a cantar tangos -anuncia.
Parelli, horrorizado, quiere oponerse. Pero Graciela ya tiene en la cara la luna, el misterio, los vahos del barrio, la luz del farol. Resignado, pero con iguales exigencias, el profesor la guía por los repertorios conocidos.

Desde el puerto de Bahía Blanca llegan las primeras cartas. Con la seguridad de un formalismo exagerado, el teléfono suena en lo de Paredes a las once de la noche, en punto.
-Para vos, morocha -le dicen-. Tu marinero.
-¿Qué hacés, cosita linda? ¿No me estarás engañando, no? El próximo mes tengo permiso, y ¡ay del que se te acerque!
Graciela se ríe. No, no lo está engañando. Nadie se le acerca.
-¿No? ¿Y José Luis? Ese te tiene en la mira. Te apunta, morocha, pero yo, lo fusilo.
Otra vez la risa de Graciela. No hay porqué matar a nadie. José Luis es su representante. Nada más. Cada vez que jura su lealtad al teniente, ella siente que el ardor del desamparo, por la separación, le quema la garganta. Tiene miedo que el fuego del amor la deje muda, sin aliento para el tango, porque sólo conserva la vida para su dueño. En esos instantes, la orquesta la salva de los escapes cimarrones, originados en ausencias de besos y de cuerpos. Reclamada con los primeros acordes del tema de Enrique Saborido, los músicos insinúan su presencia. El silencio de la gente se impone. Escuchan a la más renombrada.

Un día, Zúñiga no llama. Qué remordimiento de soledades toleradas. Qué directa la magulladura del hastío. En el silencio inesperado, no hay reflexión válida que justifique la tristeza. Ella cree que es el principio del olvido. Por primera vez finge el rol memorioso de la morocha argentina.
Cuando la noticia se difunde, comprende el porqué. El festejo popular, inolvidable, en el salón del "Royal", no pacifica su aflicción tan íntima. La mayoría agita en las manos banderas blancas y celestes. En el patio adoquinado, sueltan los globos con emblemas nacionales. Flotan despacio hacia el cielo oscuro. Avanzan lentos, como un barco que zarpa del puerto, en una noche de sombras enemigas. Graciela, consciente, se hace cargo. Todos gritan para tener un pedazo de tierra, registrar las rocas, el agua, los vientos del sur desconocido: las islas.
Con el mejor vestido cubre el espanto. Alarga el valor de hembra en retaguardia. Supera los muros de oleajes y tormentas. El es un noble y valiente y a ella la consume su fiel amor. Las banderas se amontonan en el escenario. Las deja allí, bordeando una trinchera de fortines lejanos. Presiente, como otras, el malón y la sangre. La sorpresa.

-¡Graciela, para vos! -llama Paredes. En los dedos le tiembla el cigarrillo.
La línea del teléfono le trae el espectro de la canción hundida. Las puertas cerradas. El crimen del barco: "... el Belgrano fue torpedeado... Zúñiga ha muerto..."
Ella detiene la comunicación en un gancho que parece soga de ahorcado y sale al escenario. La morocha queda iluminada. En el salón repleto está la expectativa de tener la voz de ahora, el tono de la que no siente pesares, y alegre pasa la vida con sus cantares. Pero ella le hace una seña al director que es una orden inatacable, por el gesto apretado de los labios, por el fulgor raro de los ojos. Cambia el repertorio. La orquesta la sigue y los murmullos se acallan. En cada rincón del espectáculo, en los vericuetos profundos que la absorben, planea una pena que nadie retiene, agua que se desliza en la sombra del bandoneón.
La garganta de alondra juega con trinos de lágrimas. En su cabeza, alternadamente, viene el verso y el misil que destroza la carne y que hace volar los hierros. Los violines despiden el romance con un tono oscuro de callejón sin salida.
En la barra alta, los más viejos, los que reconocen el suplicio, lamen sus lágrimas, sal del recuerdo de los esqueletos fríos, criaturas abandonadas para un último encuentro envuelto de mar. En el océano de fondo impreciso queda el Belgrano, fantasma recuperado con la sangre de los bandoneones y el rencor de la morocha.
Graciela se paraliza en la última letra. La ovación le llega como todas las noches. La piel se le eriza, porque ahora sí que le falta el calor. Detrás de los telones, José Luis la abraza.
Ella se deja envolver, abiertos los ojos. Sabe que el mundo la va a violentar. Que los que son amigos la van a forzar, para distraerla de la obsesión y el llanto, para alejarla del precipicio absurdo de las aguas golpeadas por fuegos y gritos. "Ya te estoy traicionando, teniente Zúñiga", piensa Graciela. En el cuerpo siente la rajadura que la quiebra por la promesa incumplida, convencida de que no es más buena que nadie, que está sola, viuda de amor.
Se retira por la puerta disimulada para los artistas. Huye del éxito, placebo inútil de la angustia acotada con tanta educación. Los perros del dolor la muerden. Son las jaurías de los Montescos y Capuletos. Protestantes y católicos. Marxistas y capitalistas. Soberanía y colonialismo. Tragedia y comedia. Ópera y tango.

1 comentario:

  1. Alicia Duo, muy buen cuento,bien narrado, sin golpes bajos

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