Ricardo Juan Benítez

Nacido en 1956, en la ciudad de Buenos Aires, lugar dónde reside.

Sus cuentos:
* Instrucciones para el sepelio de una mula (Portada del Proyecto Scherezade-Canadá)
* Noche de bruma y silencio (2º premio-Asociación Arte y Cultura de Merlo)
* El hombre de marrón del fondo de mi casa (1ª Mención de Honor-Grupo Fausto-España)
* De la vida de las cucarachas (Proyecto Scherezade-Canadá)
* Hábitos nocturnos (Proyecto Scherezade-Canadá)
* Navegando sueños (Arts Creatio-Torrevieja-España)
* Una noche habitual en la ciudad sin alma (Antología-España)
* Los visitantes de Marte (Mención de Honor-Ficción Especulativa-Andrómeda-2009)

Oficina de objetos perdidos

“Dios es empleado en un mostrador
da para recibir¿Quién me dará crédito, mi Señor?
sólo se sonreír.” (Sui Generis)


Aquella mañana tomé la decisión. Iba a comenzar los trámites en la oficina pertinente. Ya no podía soportar aquella pérdida. Esta sentida ausencia y el consecuente vacío.
Tomé una ducha y me vestí concienzudamente. No dejé ningún detalle librado al azar, la presencia era lo más importante en aquellas dependencias oficiales.
El tipo que estaba sentado detrás de un escritorio de roble; era tan obsoleto y anticuado como el mobiliario. Tardó lo usual en aquellos casos. O sea, mientras sus compañeros conversaban y tomaban algo distraídamente a sus espaldas, él no levantaba su calva de unos papeles que simulaba acomodar por enésima vez. Uno podía estar horas mirándolo que él no repararía jamás en nuestra presencia.
Si se le hablaba, por ejemplo, con un:
—Perdón, buenos días…
Recibiría de seguro un:
—Un momento, ya va a ser atendido.
Eso sin tan siquiera dignarse a levantar la vista de sus documentos.
Sus ralos cabellos eran tan grises como el cuello de esa camisa que en algún momento de su existencia había sido blanca. Su piel de tonalidad entre blancuzca y grisácea. Sus ojos gris metálico como el ajado traje. El cuerpo enjuto, diminuto, flacuchento y casi etéreo. Se diría que era un ente con improbable existencia real.
Cuando él consideró que me había hecho esperar suficiente o que yo no me daría por vencido así nomás, preguntó:
—¿Qué desea?
Clavó su vista en algún punto impreciso detrás de mi figura. Como si estuviera observando algo o alguien que estuviera justo a mis espaldas.
—En la Mesa de Entradas me enviaron a esta oficina para buscar los formularios para comenzar el trámite de recuperación de objetos perdidos.
—Eso es en la Oficina de Objetos Perdidos, no es mi área.
—Pero el hombre de la entrada me dijo que usted tenía los formularios.
—¿Qué perdió? ¿Qué desea recuperar?
—Mi alma —dije cansadamente.
El tipo por primera vez reparó en mi persona. Como si en ese instante me hubiera materializado delante de él. Miró directo a mis ojos con una expresión que fluctuaba entre la lástima y la sorna.
—¿Usted sabe en que lío se está por meter? ¿Sabe cuántos trámites como el suyo hay para solucionar? Miles y miles de carpetas con gestiones empantanadas en las diferentes secciones y oficinas. Cientos de certificados, sellados y timbrados. Más pagos de tasas e impuestos.
—Si, lo sé —asentí con resignación—, tengo amigos que llevan años en eso, pero ya no puedo seguir así.
—A ver veamos —habló con un tono monocorde— ¿trajo su documento de identidad?
—Sí
—¿Fotocopias de primera y segunda hoja?
—Sí.
—¿Por triplicado?
—Claro.
Me miró, diría, con un dejo de fastidio.
—Necesito certificado de domicilio…
—Lo traje con las copias por triplicado —aseveré con seguridad.
—¿Partida de nacimiento?
—También.
—Tiene que pagar la tasa por inicio de trámite en el banco…
Saqué con aire triunfal un recibo sellado en la entidad bancaria. El sujeto pareció algo contrariado.
—Estos son los formularios que tiene que llenar con letra de imprenta. Una vez hecho eso tiene que venir en horario de 8 a 12 horas a la Oficina de Comienzo de Trámite, donde deberá abonar el sellado correspondiente. Luego venir de nuevo a esta oficina, al día siguiente, en nuestro horario, o sea de 14 a 18.
Ya no me podía arrepentir. Tenía que seguir con aquello.
—Una pregunta —habló el burócrata— ¿Dónde perdió su alma?
—No lo sé.
—Va a tener que hacer memoria —casi se burló—, si no va a ser mucho más costoso el trámite. Un alma se pierde cuando, por ejemplo, se traiciona a un amigo, se miente un amor, se abandona a un ser querido. En cada una de estas acciones se pierde un poco de alma. Hay otras bajezas más graves donde se pierde en el instante y por completo.
—¿Y si alguien se la llevó? —pregunté compungido.
—¡Ah! Entonces sabe como la perdió. Eso es un progreso. Pero si alguien se la llevó, deberá hacer su reclamo en la oficina de Almas Sustraídas. ¿De qué color era su alma?
—¿Color? ¿Las almas son de color?
—¡Oh, vamos! Usted sabe: blanca, negra… un color ¿Entiende?
Quedé pensativo. Luego respondí:
—Creo que como usted: gris…
Llegué a casa y llené cada casilla con una letra, que a su vez formaba una palabra y estas brindaban una información detallada sobre mi persona.
Pero de mi alma nada.
Al día siguiente otro hombre, gris como el anterior, recibió los papeles y certificaciones. Pagué la tasa y adjunte los recibos. Compré una carpeta y puse todas las legitimaciones adentro.
El día posterior el primer hombrecito gris estaba de peor humor.
—¡Parece que seguimos adelante, eh! Bueno, peor para usted. En vez de resignarse como hacen ellos —me dijo señalando con el dedo una larga cola de personas tristes—, que sólo esperan que abra la Oficina de Consuelo Oficial. ¿Trajo los papeles?
—Acá están.
—¿Tiene el Certificado de Pureza de Alma?
—No… no sabía
Ahora, con expresión de alegría, recitó:
—Según el inciso B, de la ley 281119/56, y sus modificaciones incisos: C y CH, “no se iniciará ningún trámite de restitución de alma sin la previa entrega de una Certificación de Pureza expedido por la dependencia pertinente a tal efecto”.
—¿Y cuál es la dependencia?
—¿Usted es católico?
—No.
—¿Judío? ¿Mahometano? ¿Musulmán?
—No, no y no…
—¿Librepensador? ¿Agnóstico?
Suspiré y dije:
—Nihilista.
Por la mirada del viejo cruzó algo similar a un rayo de entendimiento. Era como si estuviera volviendo de un sueño profundo. O de un lugar muy distante. O, inclusive, como si regresara del mismísimo Valle de la Muerte.
—¿Cómo se supone que quiera recuperar algo en lo que no cree? ¿Los nihilistas no son los que no creen siquiera en la existencia de la nada? ¿Cómo puede creer en un alma?
—¿Oyó hablar del huevo y la gallina? No sé si mi nihilismo es consecuencia de la pérdida de mi alma, o viceversa.
—Hijo ¿Sabe? —su gesto había dejado de ser distante para convertirse casi en dulzura—, estás muy confundido. Ni yo ni nadie en este edificio puede hacer algo por ti. Tú eres el único que puede recuperar lo que perdiste.
Los ojos, gris metálico, tenían una tonalidad celeste acuosa. Hubiera jurado que estaba por llorar. Pero siguió con el manual del perfecto burócrata:
—Tiene que ir a la Oficina de Antecedentes de Almas y ver a la señorita Victoria, ella le va a decir los pasos que tiene que seguir…
Siguió con su sello en la mano. Siempre el mismo. Lo apoyaba sobre la almohadilla con tinta color índigo, lo elevaba y lo bajaba siempre en el mismo rectángulo del papel, con precisión milimétrica.
Atravesé varios pasillos. Subí unas cuantas escaleras. Aquel sitio parecía una antigua biblioteca. Con enormes anaqueles hasta el techo que desbordaban ajadas carpetas. Un olor rancio y húmedo invadía el lugar. Al igual que las sombras que avanzaban ominosas. Como esa nostalgia que me asaltaba a cada paso. Más me adentraba y mayor era mi congoja. Hasta que llegué a la Oficina de Antecedentes de Almas. Y la vi, era Victoria.
—Hola. Parece que tenemos otro hombre sin fe que atender —me dijo mientras me dirigía una mirada de profunda tristeza—, si llegó hasta aquí es porque lo mandó Theo, y si lo mandó Theo es porque está tramitando la recuperación de su alma…
—¿Y eso que tiene que ver con la fe? —respondí.
—Todo. La fe lo es todo —agitó los rulos de su cabellera— a ver, dígame: ¿Cómo es vivir sin alma?
No había reparado en aquello. Estaba tan acostumbrado a vivir así que me parecía de lo más normal.
—Porque algo lo molesta de su vida sin alma, sino no estaría aquí —insistió con su voz suave y su acento indefinible.
—¿Mi vida sin alma? No creo recordar como era antes, pero tengo algunas ideas al respecto. Los días son todos iguales, como iguales son las rutinas y las noches. Las flores no huelen, el sol no entibia, la luz de la luna no turba, las risas de los niños no alegran, la lluvia no sana ni salva, la brisa no arrulla. Da lo mismo estar aquí o allá. Da lo mismo estar con éste o con el otro. No hay nadie especial a quien esperar o ni nada especial lo espera a uno.
—Es extraño, pero para una persona que no recuerda como eran esas cosas, su información es extremadamente precisa —su voz era leve y agradable.
—No podría asegurarlo; no se si es un recuerdo o algún tipo de sueño, pero siempre tengo una imagen presente. Un atardecer, en el río… en las barrancas del río. El cielo está rojizo, es la hora del poniente. Estoy tendido de espaldas y ha refrescado. Es una sensación agradable, la brisa que acaricia mis poros con delicadeza. Alguien está tendido a mi lado. Siento la tibieza palpitante de una presencia…
En este punto quedé en silencio y pensativo.
—¿Y?
—Todo se desvanece. Pierdo la noción de lo que sentía, no queda el más mínimo rastro de emociones. Luego llega la frustración. Hasta que con el correr de los días, hasta la próxima vez que ocurra; quedo como anestesiado.
—De ahora en adelante —me dijo gravemente—, todo está en sus manos.
Se levantó del escritorio y se acercó hasta una puerta de nogal que quedaba la final de un lóbrego pasillo.
—Aquí adentro no hay para nada para usted. Las respuestas están dentro suyo —sonrió enigmáticamente.
—¿Si? —dudé en voz alta.
—Usted comenzará el trámite en mi oficina. Luego irá a otra oficina, desde donde le enviaran a otra, y otra, y otra más. Eventualmente, en algún momento de la diligencia, volverá a esta oficina, y pasará a algunas otras más desde aquí…
—¿Y si no?
—Saldrá por esta puerta —dijo señalando una de las hojas de nogal.
—¿Y qué voy a encontrar?
Los ojos llenos de nostalgia brillaron con una luz nueva. Los rasgos se suavizaron.
—El único que puede recuperar lo que perdió es usted. Ningún trámite lo llevará a ninguna parte. Nadie lo podrá ayudar. No existe un manual que enseñe a recuperar almas —hizo un gesto con su cabeza— detrás de esa puerta, tal vez, esté su destino. Detrás de cualquier puerta nadie sabe, a ciencia cierta, que encontrará. No existen certezas ni métodos. Todo está por descubrirse y todo está por hacerse. Sucederá lo que usted crea que pueda suceder en lo más profundo de su corazón. Por eso le hablé de la fe.
—Pero, todo eso es desconocido…
—¡Precisamente! —exclamó con excitación—, lo conocido lo llevará de oficina en oficina, de frustración en frustración, hasta la cola de la gente apenada que necesita consuelo. En lo desconocido todas las posibilidades son suyas. Un hombre sin alma es puro instinto, sin razón ni sentimientos. Entonces déjese llevar por los instintos. Ellos están allí para ayudarlo a sobrevivir, pero en este caso… están para ayudarlo a vivir, a ser feliz, a recuperar su alma…
—Pero ¿Podrías…?
—Si decides pasar el umbral estás por tú cuenta…
Miré su figura luminosa por un largo rato. Parecía que el sol estaba asomando. El sombrío pasillo ahora recibía haces de luz desde los altos vitrales. La puerta de nogal lustrado brillaba como una estrella lejana.
Aún no puedo asegurarlo. Tal vez sea un recuerdo o un sueño demasiado cercano.
Estaba tendido en la barranca del río. Era la hora del ocaso y corría una brisa fresca. A mi lado una presencia de palpitante tibieza.

1 comentario:

  1. Ricardo, me encantó este cuento. Tiene un poco de todo, emoción, suspenso y sobre todo la virtud de llevar al lector a un mundo desconocido y misterioso. Felicitaciones, un beso grande de Alicia Cora.

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