Orlando Van Bredam

Nació en Entre Ríos en 1952 y vive en El Colorado, provincia de Formosa desde 1975.

Libros publicados:
* La estética de Armando Discépolo (Ensayo, l974)
* La hoguera inefable (Poesía-Formosa, 1981)
* Los cielos diferentes (Poesía-Colmegna, 1983, Premio Fray Mocho del Gobierno de Entre Ríos)
* Asombros y Condenas (Poesía-Guazuncho, 1987, Premio Rosalina Fernández de Peirotén),
* De mi legajo (Poesía-Esperanza, 1999, Premio Nacional José Pedroni)
* Clausurado por nostalgia (Poesía-El vigía, 2004).
* Fabulaciones (Cuentos-Formosa, Apef, 1989)
* Simulacros (Cuentos-Apef, 1991)
* La vida te cambia los planes (minificciones, 1994, Río de los Pájaros)
* Las armas que carga el diablo (Cuentos-1996-Río de los Pájaros-con el apoyo financiero de Fundación Antorchas)
* Música de entonces (Cuentos-El Vigía, 2005).
* Colgado de los tobillos (Novela-Arandú-Formosa, 2001)
* Nada bueno bajo el sol (Novela-Arandú-2004)
* Teoría del desamparo (Novela-Premio Emecé de Novela, 2007)
* Rincón Bomba (Librería de La Paz, 2009)
* La música en que flotamos (Novela-Editorial Cuna-Finalista Premio Clarín-2007)

De puro leal

La mujer del patrón, la única mujer que el patrón se había animado a traer al obraje, le tuvo temor al Indio desde su llegada. Más que temor, desconfianza a ese sombrero aludo y a esos ojos persistentes que más de una vez sorprendió mirándola cuando atravesaba el patio o cuando abría una ventana. La mujer del patrón sentía cierto escozor ante ese bulto rígido que la vigilaba como un perro pero que nunca se atrevía a dirigirle una palabra o un tímido ademán.
Había otros hombres, el obraje estaba lleno de machos ásperos, de gritos aginebrados, de sapukays calientes, pero nada la inquietaba tanto como el Indio silencioso que después de destroncar se sentaba bajo los paraísos y enfilaba los ojos hacia la casa, hacia la larga y fresca galería de la casa donde ella solía esperar, en una mecedora, la llegada del patrón. La mujer presentía que en cualquier momento el Indio se levantaría y marcharía hacia ella, cuchillo en mano, que avanzaría entre la hilera de palmeras que enaltecían el jardín y que sin darle tiempo a nada, la tomaría del cabello y la volcaría sobre las baldosas. Por la distancia no podía asegurar cuál era la expresión de aquellos ojos, pero los imaginaba duros y ladinos.
Esto siempre sucedía al atardecer, cuando el sol se extinguía entre los árboles y el ruido de las motosierras cedía ante los grillos. El patrón siempre tardaba en llegar, entretenido en el follaje, dando las últimas instrucciones para mañana, demorando un trago con la peonada, y ella sentía con el paso de las horas que la presencia del Indio la invadía y la turbaba como una procacidad dicha en voz baja. Lo curioso es que la mujer del patrón no se había atrevido a contarle al patrón esta molestia, le parecía un signo de debilidad, de una debilidad que ella no estaba dispuesta a consentirse.
Cuando aceptó venir al obraje tenía claros los riesgos que él le expuso minuciosamente casi con la intención de hacerla desistir, pero ella aceptó igual, dijo que los años la habían curtido lo suficiente como para aguantar cualquier atropello y que después de todo, la vida en este pueblo caracha, como no fuera llevar y traer chismes, carecía de atractivos, además no se iba a conformar con hacer el amor una vez por mes cuando a él se le ocurriera salir del monte.
Este acuerdo tácito la limitaba para decirle que no era posible que cada vez que saliera del excusado o moliera el maíz en el mortero o se lavara la cabellera en la palangana enlozada que estaba cerca del paraíso, tendría que tropezar con la mirada del Indio. Menos mal que le había enseñado a usar la escopeta y ella la tenía siempre a mano. La dejaba lista sobre el alféizar de la ventana que se abría encima de la mecedora. Mientras se hamacaba, la cubría en parte con la cabeza y los hombros y de haber notado algún movimiento extraño del Indio, tenía tiempo de sobra para tomarla, apuntar y disparar.
En realidad, a medida que pasaba el tiempo el temor iba aflojando y ella pareció acostumbrarse a esa presencia rígida ya incorporada al patio como los mismos árboles y las cubiertas del tractor y todo lo que la rodeaba. De esto se dio cuenta una tarde en que desde la mecedora le sostuvo la mirada y por primera vez recorrió los rasgos duros del Indio. Advirtió que no era viejo, que no había ningún deseo explícito en esos ojos, se dijo que más bien parecía un ruego. Después se reprochó haber pensado todo esto y durante la cena estuvo distraída y lo que es peor, el patrón se dio cuenta. Ella se disculpó diciendo que estaba aburrida, que no veía la hora de que hicieran una escapada hasta Raíces, aunque más no fuera para mercar. Él le dijo que la camioneta no estaba todavía en condiciones, que había que limpiarle el carburador y esas cosas que ella no entendía. El patrón ni siquiera había visto la escopeta sobre el alféizar de la ventana grande y de haberla visto no le hubiera dado ninguna importancia. Se dormía de cansancio sobre la mesa después de tomarse dos o tres vasos de vino aguado y ella que no podía dormir por el calor y los mosquitos salía a la galería y se sentaban en la mecedora y revisaba la escopeta bajo la luna plena de diciembre.
Los sábados, el macherío se juntaba en el patio desde el atardecer, para cobrar y chupar la ginebra que el patrón les acercaba desde Raíces.
La peonada se ponía cargosa y ella escuchaba oculta en la cocina las oídas que se hacían en guaraní. Si alguna vez tenía que salir a la galería debía soportar después las indirectas que entre carcajadas y a manera de contraseñas se cruzaban los hombres aunque el patrón estuviera allí cerca, pagando o conversando con el capataz. El capataz era el único hombre que la mujer del patrón había tratado. Era un gringo alto y simplón que tenía fama de cuchillero y que se quitaba el sombrero cada vez que la veía y les preguntaba si se hallaba en estos andurriales. Ella contestaba con un movimiento negativo de cabeza o con una sonrisa le decía que no, pero que sabía que su lugar estaba allí, junto al patrón. Entonces el gringo le agradecía que se quedara, que siempre es bueno ver una mujer entre tantos machos, aunque más no sea para no olvidarse cómo son.
El Indio, en cambio, nunca le había hablado, ni sonreído, era un enigma bajo la sombra de los paraísos, no era posible imaginar qué hacía tanto tiempo inmóvil, por qué después de concluir sus tareas se sentaba en un tronco y miraba hacia la casa con insistencia y cuando la descubría a ella no dejaba de mirarla. Qué buscaba si no era el deseo de poseerla, se preguntaba la mujer del patrón mientras se bañaba en la pieza contigua al excusado, sabiendo que cuando saliera con el toallón anudado sobre el pecho, el Indio estaría mirándola con los mismos ojos de ruego y que la escopeta había quedado sobre el alféizar de la ventana, lejos de su alcance o tal vez ya en las manos del Indio porque a esa hora en el obraje no hay nadie, ni siquiera un perro porque hasta los perros se han ido con los hombres que se han ido con el patrón.
Sin embargo, salió sin miedo, decidida, cruzó bajo la hilera de palmeras y vio al indio que seguía bajo los paraísos, tieso, vigilante, que no dejaba de mirarla. En ese momento, cuando cruzaba frente a él, tuvo ganas de pararse y preguntarle por qué diablos la miraba, pero no se animó, se acordó que muchos le habían dicho que el Indio se ofende por cualquier gesto y que lo mejor era no provocar a un hombre callado sin demasiados motivos.
La mujer del patrón comenzó a preocuparse cuando el patrón restó toda importancia a la actitud del Indio. " Es de puro leal, más leal que un perro leal", le había dicho durante la cena, después del tercer vaso de vino aguado. Y comenzó preocuparse porque el Indio seguía allí todos los atardeceres hasta bien entrada la noche y ella pensaba en el Indio más de lo conveniente, aunque en ese paraje, se decía, una no llega a saber cuál es lo conveniente.
Una tarde, después del baño, se sorprendió eligiendo un vestido, uno de los vestidos que nunca había usado, que había abandonado en el ropero y que se negaba a usar ante tanta desolación. Se disculpó diciendo que ante este calor era preferible un vestido suelto y corto a las botas y los jeans que vistió desde su llegada. Le dio rabia pensar que también pensaba en el Indio. Después se rió sola en la cocina y en la galería. Cuando quiso acordar se había tomado dos vasos seguidos de vino y se hamacaba en la mecedora con las piernas cruzadas. El indio no dejaba de mirarla con la misma mirada de siempre. Ella terminó un tercer vaso de vino y se puso de pie.
-¿Cómo te llamás? - le gritó, más como orden que como pregunta.
- Ramón- dijo el Indio moviendo apenas los labios y sin dejar de mirarla.
La mujer del patrón, erguida sobre sus piernas delgadas, soltándose la cabellera, preguntó:
- ¿Te gusto?
No hubo respuesta, pero el Indio mantuvo la mirada.
-¿Te gusto? ¿Querés acostarte conmigo, Indio de mierda? - dijo la mujer estremeciéndose de rabia y tomando la escopeta.
El Indio entonces bajó los ojos y permaneció en el mismo lugar.
-¡No quiero que me mires más! ¿Oíste? - insistió la mujer del patrón mientras al fondo se escuchaban las risas del patrón y la peonada que estaban de regreso.
" Es leal, más leal que un perro leal. Al pedo lo tentaste" le repitió el patrón esa misma noche cuando ella le contó lo sucedido. Lo cierto es que a partir de aquella tarde, el indio dejó de mirarla pero siguió rígido bajo la sombra de los paraísos. Ahora ponía la vista en cualquier lado, a veces se entretenía con los pájaros que regresaban a los nidos del patio, otras veces con el movimiento tenue de las ramas y otras veces se quedaba ensimismado, lejano. La mujer del patrón lo sabía porque ella no dejaba de mirarlo. No dejaba de mirar ese perfil oscuro, tallado con rudeza, esas manos grandes que alguna vez imaginó sobre sus hombros, o tomándola de los cabellos para volcarla sobre las baldosas de la galería.
¡Ramón ¡ – Le gritó una tarde, pero él no contestó, ni la miró siquiera. – ¡Ramón! ¿Estás enojado conmigo? – insistió la mujer del patrón que ya había cambiado varios vestidos en una semana. Pero el Indio seguía allí, rígido, distante. La mujer habló mucho y el vino ayudó a que hablara pero era inútil. Ella se disculpó de muchas maneras y hasta tuvo el valor de salir del baño, recién bañada, con el toallón anudado sobre el pecho y de pararse bajo la sombra de los paraísos y buscarle inútilmente los ojos, casi como un ruego. El Indio sólo miraba el movimiento tenue de las ramas. Ensimismado, lejano.
Esa noche, ella insistió en que había que echar al Indio, que no podía seguir allí, que su presencia la trastornaba. El patrón la escuchaba mientras bebían vino aguado. Si no lo echás, insistía ella, lo voy a crucificar a balazos, ya no lo soporto.
-¿Por qué? – preguntó el patrón preocupado - ¿Ha dejado de sernos leal?
- No. Ha sido muy leal – soltó una carcajada la mujer del patrón - demasiado leal, para mi gusto.

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