Mempo Giardinelli

Escritor y periodista nacido en Resistencia, provincia del Chaco.
Vivió en Buenos Aires entre 1969 y 1976, estuvo exiliado en México entre 1976 y 1984, y cuando regresó fundó y dirigió la revista "Puro Cuento" (1986-1992). Entre 1993 y 2000 se radicó en Paso de la Patria, Corrientes.
Desde 2001 reside en Resistencia.
Es autor de novelas, libros de cuentos y ensayos, y escribe regularmente en diarios y revistas de la Argentina y otros países. Ha publicado artículos, ensayos y cuentos en medios de comunicación de casi todo el mundo.

Libros publicados:
* La revolución en bicicleta
* El cielo con las manos
* Luna Caliente
* Qué solos se quedan los muertos
* Santo Oficio de la Memoria
* Imposible equilibrio
* El Décimo Infierno
* Final de novela en Patagonia
* Cuestiones interiores
* Visitas después de hora

Naturaleza muerta con odio

Usted no sabe lo que es el odio hasta que le cuentan esta historia. Hay una enorme tijera de jardinero en el aire, de esas de doble filo curvo y que tienen un resorte de acero en medio de la empuñadura, que de pronto queda suspendida, en el aire y en el relato. Es como una foto tirada en velocidad mil con diafragma completamente abierto. Clic y el mundo mismo está detenido en esa fracción de tiempo. Ahora hay una ciudad provinciana, chata, de unos cuarenta mil habitantes, mucho calor. Un barrio de clase media con jacarandáes en las veredas, jardines anteriores en las casas, baldosas más o menos prolijas, pavimento reciente. Nos metemos en una de esas casas, y vemos un living comedor en el que hay una mesa, cuatro sillas y un aparador sobre el que está -apagada- una radio RCA Víctor al lado de un florero sin flores. También vemos un par de souvenires de madera o de plástico, un cenicero de piedra que dice "Recuerdo de Córdoba" y, en las paredes, dos reproducciones de Picasso, un almanaque de un almacén del barrio, y una lámina de un paisaje marino enmarcada en madera dorada con filigranas seudobarrocas. Sentada en una de las sillas y acodada sobre la mesa, hay una mujer que llora y sostiene un hielo envuelto en un pañuelo sobre su ojo izquierdo, que está completamente morado por la paliza que le dio su marido.
El marido no está en ese living. Hace menos de una hora que se ha ido, luego de jurar que para siempre. No me van a ver nunca más el pelo, ha dicho después de la última trompada, un derechazo de puño cerrado que se estrelló contra el pómulo izquierdo de la mujer. Ella le había recriminado sus mentiras, la continua infidelidad, las ausencias que duraban días, las borracheras y el maltrato a cualquier hora, la violencia constante contra ella y ese niño que ha contemplado todas las escenas, todas las discusiones, todas las peleas, y que en ese momento está sentado en el piso junto a la puerta que da a la cocina, mirando a su madre con una expresión de bobo en sus ojos de niño, aunque no es un chico bobo.
Ese niño ha mamado leche y odio a lo largo de sus nueve años de vida. Ha visto a su padre pegarle a su madre en infinitas ocasiones y por razones para él siempre incomprensibles. Ha escuchado todo tipo de palabrotas y gritos. Se ha familiarizado con los insultos más asombrosos y ha sentido tanto miedo, tantas veces, que es como si ya no sintiera miedo. Por eso su expresión de bobo es producto de una aparente indiferencia. Muchas veces, cuando su padre zamarreaba a su madre, cuando le gritaba inútil de mierda, gorda infeliz o dejáme en paz, el niño simplemente jugaba con autitos de plástico que deslizaba por el suelo, o se distraía mirando por la ventana los gorriones que siempre revolotean en el patio. No sabe que ha mamado también resentimiento, ni mucho menos qué cantidad de resentimiento. El hombre que es su padre se ha ido jurando que no pisará nunca más esa casa de mierda. Y en efecto, desaparece de la escena, de los ojos fríos del niño. Esa noche no regresa, ni al día siguiente, ni a la semana siguiente. A medida que pasan los días es como si su existencia se borrara también de todas las escenas cotidianas. Por un tiempo parece establecerse una paz desconocida en ese living comedor, en las dos habitaciones de la casa y hasta en el baño, la cocina y el pequeño patio. Pero es una calma sólo aparente. Porque al poco tiempo comienzan las penurias, y las quejas de la madre van en aumento: no tenemos dinero, no podemos pagar el alquiler de la casa, hoy no hay nada para comer, esta ropa no da más, tengo los nervios destrozados, el desgraciado de tu padre.
Una noche la mujer que es su madre que es su madre entra un hombre a la casa, que se encierra con ella en la habitación durante un rato y luego se va. Al día siguiente ella compra unas zapatillas nuevas para los dos y comen milanesas con papas fritas. Otra noche viene otro hombre y se repite todo, igual que en una película que ya vimos. Cada vez que llega un hombre a la casa y se encierra un rato con su madre, después pueden comprar algunas cosas que necesitan y acaso comer mejor. En el barrio hay murmullos y miradas juzgadoras, que también alcanzan al niño. Y en la casa hay un rencor espeso como chocolate, y juramentos, insultos y llantos son la vida cotidiana. La madre del niño se va agriando como una mandarina olvidada en el fondo de la heladera, y el niño, que siempre está en silencio, ya no juega con autitos ni con nada y se la pasa mirando impávido, como si fuera bobo, los gorriones y el jardín. Nunca tiene respuesta para las preguntas que se hace pero jamás formula. El padre es una figura que se va desdibujando en su memoria a medida que el niño crece y entra en la adolescencia. Hasta que un día la madre enferma gravemente, la fiebre parece cocinarla a fuego lento, y una madrugada muere.
Ahora hacemos un corte y estamos en la noche de anoche. Aquel que era ese niño, hoy es un hombre joven que no tiene trabajo. Ha hecho la guerra en el Sur, fue herido en un pie, se lo amputaron y ahora cojea una prótesis de plástico enfundada en una media negra y una zapatilla andrajosa. Habita una mugrosa casucha de cartón y maderas, empalada sobre la tierra, en un suburbio de la misma ciudad, que ahora es mucho más grande que hace unos años y ya tiene casi medio millón de habitantes. El joven sobrevive porque a veces arregla jardines en las casas de los ricos de la ciudad, vende ballenitas o lotería en las esquinas de los Bancos, o simplemente pide limosna en la escalinata de la catedral. Siempre silencioso, apenas consigue lo necesario para no morirse de hambre. Flaco y desdentado como un viejo, viste un añoso pantalón de soldado y una camisa raída y sucia como una mala consciencia. No tiene amigos, y muy de vez en cuando se encuentra con algún ex combatiente que está en situación similar. Ya no asiste a las reuniones en las que se decidía gestionar ante el gobernador, los diputados o los jefes de la guarnición local. Y apenas algún 9 de julio mira desde lejos el desfile militar que da vueltas a la plaza, y oye sin escuchar los discursos que hablan de heroísmo y reivindicaciones, guardando siempre el mismo silencio que arrastra, como una condena incomprensible, desde que tiene memoria. Ese joven ignora la rabia que tiene acumulada, y es más bien un muchacho manso que corta enredaderas por unos pesos, que de vez en cuando le pasa un trapo al parabrisas de un automóvil por unos centavos, y que todas las tardes cualquiera puede encontrar en la escalinata de la catedral, con su pierna tullida estirada hacia adelante. Junto a la zapatilla coloca una lata que alguna vez fue de duraznos en almíbar, y luego parece dormitar un sueño tranquilo porque en esa lata casi nunca llueve una moneda. Cuando empieza a hacerse la noche y las últimas luces se vuelven sombras entre la arboleda de la plaza, el joven se levanta, cruza la avenida y se pierde en esas sombras con su paso de perro herido. Y es como si el silencio de la noche absorbiera su propio silencio para hacerlo más largo, profundo y patético.
Es imposible precisar en qué momento llega a su tapera, un kilómetro más allá de la Avenida Soberanía Nacional, que es el límite oeste de la ciudad. Tampoco se puede saber de qué se alimenta luego de escarbar en los tachos de basura de los cafés. Algunas veces ha bebido una copa de ginebra, o de caña, en las miserables fondas de la periferia, pero nadie podría decir que es un borracho. Más bien, de tan manso y resignado, es presumible imaginarlo tomando mates hasta la madrugada, con yerba vieja y secada al sol, y con agua que calienta en la abollada pavita de lata que coloca sobre fogoncitos de leña.
Ahora hacemos otro corte y nos ubicamos, ayer a la tarde, en la entrada nordeste de la ciudad. Allí, donde desemboca el puente que cruza el gran río, vemos un autobús rojo y blanco que atraviesa rutinariamente la caseta de cobro de peaje, y rutinariamente se dirige al centro de la ciudad. En uno de los asientos viaja un hombre ya viejo que, a través de la ventanilla, comprueba cómo es de implacable el tiempo y cómo todo lo transforma, y cómo lo que alguna vez se sintió propio ya no lo es y más bien parece extraño, y hasta hostil. Incluso con los mejores sueños que uno tuvo alguna vez pasa eso, no piensa, pero es como si lo pensara. Ese hombre viejo es el mismo que era el padre del niño silencioso que lo escuchó decir nunca más me van a ver el pelo. Ha vivido muchos años en otra ciudad, donde tuvo otra mujer que le hizo la comida y le planchó la ropa y le aguantó el humor, el bueno y el malo, durante todos los años que distancian el momento en que se fue de la ciudad y este momento en que retorna en el autobús rojo y blanco que ya recorre la Avenida Sarmiento rumbo a la plaza principal, y que a él le parece una de las pocas cosas que no ha cambiado: las alamedas con las mismas tipas, lapachos y chivatos, ahora más envejecidos, y el mismo pasto verde y el mismo pavimento que se fue haciendo quebradizo con los años y las malas administraciones municipales. Esa mujer que lo cuidó, en la otra ciudad, acaba de morir, y con su muerte el hombre viejo ha envejecido aún más. También él está enfermo, y no sólo se evidencia por las articulaciones endurecidas y los dolores que lo asaltan cada vez con más intensidad, sino también por la culpa que siente, que él no llama culpa porque ni sabe que lo es, pero que es eso: culpa. Tampoco sabría explicárselo a nadie, pero de modo bastante irreflexivo, como obedeciendo a un impulso que se le empezó a manifestar después del sepelio de la mujer, el hombre viejo decidió regresar a esta ciudad a buscar a su hijo. No sabe dónde está, ni cómo está, ni con quién, ni siquiera sabe si está vivo, pero se ha largado con la misma obstinación irrenunciable de un niño caprichoso, que es lo que suele pasarle a los viejos cuando se sienten atormentados.
El hombre hace preguntas, busca y encuentra a antiguos conocidos, y reconstruye desordenada y dolorosamente los años que han pasado, las arenas que la vida se llevó, hasta que se entera del sitio en que habita su hijo. Entonces toma un taxi y atraviesa la ciudad.
Ahora hacemos el último corte imaginario y los vemos a ambos dentro de la tapera, que mide un poco menos de tres metros por lado y en la cual hay un jergón de paja en el suelo, resto de lo que fue un colchón de regimiento, y una maltrecha mesita de madera que fue del Bar Belén, con dos sillas desvencijadas. El hombre viejo está sentado en una de ellas y llora con la cabeza entre las manos. Tiene los hombros cerrados como paréntesis que enmarcan su rostro lloroso. Mientras lo mira con la misma frialdad con que miran los sapos, el joven recuerda aquella otra escena, de hace muchos años, en la que su madre gemía sin consuelo, acodada en la mesa, también con la cabeza entre las manos. El hombre viejo monologa y llora, pronuncia excusas, explicaciones. Es un alma desgarrada que vierte palabras, un caldero de culpas hirvientes. El joven escucha. En silencio e impasible, como quien se entera de que ha estallado una guerra del otro lado del mundo. El suyo, lo sabemos, es un silencio de toda la vida. Cuando se ha hecho silencio toda la vida, luego no se puede hablar. Se ha convertido en una pared, en un muro indestructible. Por eso apenas se muerde los labios y sangra todo por dentro, aunque él no lo sabe y sólo siente el dulzor salobre entre los dientes. No llora. Sólo escucha. En silencio. Y entonces, se diría que mecánicamente, toma la tijera de pico curvo de cortar enredaderas. Es una tijera muy vieja, oxidada y casi sin filo. Pero es dura y punzante. Como su odio. Ahora volvemos a la foto del comienzo. El diagrama de la cámara se cierra en la fracción de segundo en que la enorme tijera de jardinero que había quedado suspendida en el aire, y en el relato, cae sobre la espalda del hombre viejo y penetra en su carne, entre los hombros y el omóplato, con un ruido seco y feo como el de ramas que en la noche se quiebran bajo el peso de un caballo.

4 comentarios:

  1. Tremenda historia, vale la advertencia que el autor formula al principio. Y toda la maestría de Mempo Giardinelli, que no solamente con el lenguaje sino también con el ritmo del cuento, hace que el lector vaya sintiendo, progresivamente, la intensidad de la tragedia. Esa cámara fotográfica que va trasladando su objetivo en el tiempo y el espacio es un recurso utilizado con total destreza -y bueno: es Mempo Giardinelli- para lograr el clima que hace que uno no pueda sino seguir.

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  2. perfecta manera de interpretar un problema social comun. :)

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  3. esta muy buena la historia! me encantaa!

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  4. Tuve que leer este cuento para el colegio,muy bueno :)

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