Nació y vive en Rosario, provincia de Santa Fe.
Sus textos integran los volúmenes colectivos Los cuentos (2007), Los poemas (2009), Cuentistas y Poetas Rosarinos (1999, 2005 y 2007) y Poetas del Tercer Mundo (2008).
Libros publicados:
* El vuelo de la noche(Primer Premio Cuento-Bienal Internacional de Literatura-Puerto Rico-2000)
* Diario de la plaza y otros desvíos (poemas-2009).
Pasaje al gris
Ni rastros, ni restos. Nada más que un vasto y sombrío letargo
Perla Suez
Verano tardío, dejo último de sabor a vacaciones. Para Tatiana, dejo a nada. En todo caso sabor a verano rancio, a modorra y abatimiento como el que le agarra a Tito acompañado de un moroso frotarse pulguiento a cada rato en las paredes. Estampó un lamparón tornasolado a pocos centímetros del piso; Tito es un yorkshire - terrier, la antípoda de Ovidio, el siberiano de Germán.
Tatiana se dice (se lo dice desde que noviembre filtró el primer rayo de luz cegadora), hay que oscurecer con un toldo la ventana; así la herida de la luz no le dibujaría dos rayitas oblicuas con festón de pestañas donde habitualmente lleva un par de ojos grises. A media mañana el mundo se reduce a la porción de cemento calcinado que abarca la manzana céntrica donde vive. Los cuerpos sólidos hacen agua, los árboles son greda derretida. Ella también se reseca, harta de monotonía.
Anoche soñó que caminaba por la rambla. El cielo se duplicaba lila en el agua quieta –flotaba lento un velero –; un disco de hojalata naranja subía enfrente, tras la orilla de sombra que fija la isla.
Prende la tele, busca la voz de las noticias. Le agrega al mate unas gotas de la luna del sueño: cascaritas de naranja. Le gustaría una luna que fuera siempre así: desaforada y naranja, música deseada para la fecha que marca el almanaque: once de marzo, verano tardío, última chance.
Se sienta a la mesa, arrima el mate, el termo y la página en blanco. Cuenta con poca cosa: un sueño y un personaje; no más que un guiño débil al fondo de un callejón oscuro. Le viene a la cabeza la retahíla de Germán esa mañana, se ríe con ganas, él se había hecho un tajo al afeitarse: mi viejo no había día que no saliera a la calle sin un parche en la cara Tatiana; nos pasamos la vida repitiendo gestos, rezongaba, luchaba por detener la sangre con un trozo de algodón embebido en agua oxigenada. Y tiene razón Germán, la cascarita de naranja en el mate era un rito de mi madre, cada día, cada vez...
Tatiana se concentra, intenta sacudir el interior de cartón de Irene Lerner a ver si algo se hace carne…, un movimiento un crujido de huesos le indica que en ella hay algo vivo… ¿Pero por qué sale tan temprano y se encamina a una boca de subte si en Rosario no existen líneas de subterráneos?; y se pregunta: ¿importa eso? ¿acaso los personajes están obligados a vivir en la misma ciudad, no podría vivir en otra, Irene, donde sí haya subterráneos? Sustrae, agrega, permuta, se deja ir, pero nada parece real y el relato se estanca. La deja en suspenso a la mujer de cartón en un asiento del vagón número uno del lado de la ventanilla, siempre es más poético (había pensado subirla a un velero como el que vio en el sueño en medio del río, blanqueada su cara redonda a la luz de la luna; pero Irene es mujer de costumbres urbanas, le teme al río, así que se mueve en pleno día y confirma el viaje en subte...). Persiste el atasco mental. Más allá de la idea primaria de aniquilar la monotonía insípida de este verano ya viejo, de trocarla por un promisorio gris del invierno, Tatiana es una tabla rasa. El pasaje al gris –ella cree-, operaría como abrir primero una hoja y después otra de una ventana, ya entrada la noche, y advertir que la oscuridad como por arte de magia se despeja y admite que unos dedos finos de uñas puntiagudas la rasguen como a papel de seda y abran una entrada a otra dimensión donde se podría encontrar cualquier cosa; ¿cualquier cosa?, ¿también el gato de Cheshire?; el gato quizá no, pero sí los sueños del verano en lista de espera, un ramillete mustio dentro de un jarrón ámbar por ejemplo; y en estos cruces mentales andaba cuando el jarrón se hizo trizas, el canal de noticias disparó esa cortina musical que anuncia “urgente”, “fuera de rutina”, y ella mecánicamente miró entonces la pantalla, algo monstruoso pasaba en Madrid donde ya no era verano. A-T-O-C-H-A deletreó Tatiana, y las letras dislocadas sonaron a cháchara a chirrido a chasco a chiquero y aunque hubiera preferido oír chiste China chapoteo de dicha o chopos del camino blanco, a la manera de Machado, retuvo las letras rebeldes en la punta de la lengua, rehizo y repitió “Atocha”, quiso estar segura de haberla oído a esa palabra y visto escrita: estación Atocha decía el cartel cuando la lente de la cámara viraba al cielo y advertía el gris, cielo de invierno; amanecía plomo allá, mucho gris y un pájaro surcaba el aire como una cuchilla negra. Camillas con heridos, hombres y mujeres cruzaban la pantalla, alguien recogía del suelo unas gafas trituradas, fragmentos en la ceniza. Una chica le decía a la periodista que la interrogaba: “la gente se ha empezado a poner caótica”, se le quebraba la voz, agregaba algo incoherente, no tenía consuelo.
El reloj de pared da la una. Se le fue la mañana, Tatiana va y busca el filet de merluza que guardó en la heladera: eran dos, uno para Germán que no viene a comer; lástima, justo hoy y sentir que arrastra pesadas las chancletas, los pies hinchados y tanto querer abrazarse a alguien; abrazar a Tito, eso podría, y a Ovidio, a los dos. Lo calienta en el microondas al filet y corta unas rodajas de tomate sin apartarse del televisor, pero ya no absorbe, no cuaja la intemperie de allá y el día caliginoso acá... Mal se funden las gotas de sangre con las gotas de luna naranja... En la pantalla los hierros retorcidos, la escoria. La merluza se enfría en el plato, el bocado no pasa. ¿Y en nombre de qué bandera, hijos de qué madre pudieron...? El bocado y la hipótesis intragable duelen porque se le cerró el conducto o porque el trozo de pescado es demasiado grande o porque en vez de un trozo de pescado traga lo que ve y es como querer tragar una papa entera caliente.
El llanto abre paso al dolor y el dolor al horror. Repentina, como si advirtiera el significado de un gesto mudo, Tatiana sorprende en los vagones incendiados una silueta familiar, presumiblemente la silueta de Irene Lerner en una versión nueva que huele a pintura fresca, a pegamentos. A grandes rasgos esta versión coincide con la misma indecisa mujer de los primeros párrafos, pero atrapada en el atentado. Los brazos fuertes de los voluntarios la rescatan de entre la chatarra del tren -porque viajaba en un interurbano -; va en camilla con marcas de sangre en la cara, perdió el bolso con los documentos. La llevan a un hospital y ella alcanza a dictarles un teléfono a los paramédicos: el de Joaquín, que le avisen a él que venga por ella. Y por la pantalla Tatiana ve pasar a la misma periodista que grabó a la chica que dijo “la gente se ha empezado a poner caótica”; corría entre los escombros detrás de los camilleros sin alcanzarlos.
Lejos del vértigo, el silencio huele a desinfectante. Irene no sabe cuánto tiempo lleva en una cama de hospital. Registra detalles: las paredes, el techo, algún paso apagado. Un monitor delata un ritmo cardiaco irregular. Por una cánula translúcida gotea el suero.
-Tuvo suerte – le dicen.
-¿Suerte?
-Sí, hija, suerte, agradezca, está viva...
-Verdad... pero... oiga...
Pero la enfermera no la oye, canturrea, se lleva la jarra vacía.
En el pecho de Irene late, ahora sí, ya no un músculo de cartón sino un núcleo vivo que bombea sangre roja y caliente mientras en la soledad tantea el gesto protector de Joaquín y no encuentra nada, nadie cerca...
Tatiana afloja, le duele la mano. Cuatro horas escribiendo de un tirón y es de las que prefieren el dibujo de la letra más allá de las utilidades del ordenador. Irene no sabe de la muerte de... Habrá que ver quién va a morir, ver y despejar. Se repone bajo el efecto de un sedante. Hay que dejarla. Dejar que los relatos también reposen, que los finales como frutas maduras caigan por su propio peso.
Anochecer de un día agitado. Pierden cuerpo el río, la ciudad. Hacia el este, el borde de la luna sube su color cítrico mezcla dulce de amarillo y ocre sobre la isla.
El día de Atocha ha sido día todo el tiempo; la mañana como un resplandor turbio quedó sellada en la memoria de todos. La información reitera, los relojes clavan las agujas, no se da entrada a la noche.
El miedo a la oscuridad devastada. Tatiana cierra la ventana. Un viento súbito deja entrar una ráfaga. El fresco del otoño, ya lo tenemos prácticamente encima, se la oye decir. Tito estira las orejas, aprueba.
* El vuelo de la noche(Primer Premio Cuento-Bienal Internacional de Literatura-Puerto Rico-2000)
* Diario de la plaza y otros desvíos (poemas-2009).
Pasaje al gris
Ni rastros, ni restos. Nada más que un vasto y sombrío letargo
Perla Suez
Verano tardío, dejo último de sabor a vacaciones. Para Tatiana, dejo a nada. En todo caso sabor a verano rancio, a modorra y abatimiento como el que le agarra a Tito acompañado de un moroso frotarse pulguiento a cada rato en las paredes. Estampó un lamparón tornasolado a pocos centímetros del piso; Tito es un yorkshire - terrier, la antípoda de Ovidio, el siberiano de Germán.
Tatiana se dice (se lo dice desde que noviembre filtró el primer rayo de luz cegadora), hay que oscurecer con un toldo la ventana; así la herida de la luz no le dibujaría dos rayitas oblicuas con festón de pestañas donde habitualmente lleva un par de ojos grises. A media mañana el mundo se reduce a la porción de cemento calcinado que abarca la manzana céntrica donde vive. Los cuerpos sólidos hacen agua, los árboles son greda derretida. Ella también se reseca, harta de monotonía.
Anoche soñó que caminaba por la rambla. El cielo se duplicaba lila en el agua quieta –flotaba lento un velero –; un disco de hojalata naranja subía enfrente, tras la orilla de sombra que fija la isla.
Prende la tele, busca la voz de las noticias. Le agrega al mate unas gotas de la luna del sueño: cascaritas de naranja. Le gustaría una luna que fuera siempre así: desaforada y naranja, música deseada para la fecha que marca el almanaque: once de marzo, verano tardío, última chance.
Se sienta a la mesa, arrima el mate, el termo y la página en blanco. Cuenta con poca cosa: un sueño y un personaje; no más que un guiño débil al fondo de un callejón oscuro. Le viene a la cabeza la retahíla de Germán esa mañana, se ríe con ganas, él se había hecho un tajo al afeitarse: mi viejo no había día que no saliera a la calle sin un parche en la cara Tatiana; nos pasamos la vida repitiendo gestos, rezongaba, luchaba por detener la sangre con un trozo de algodón embebido en agua oxigenada. Y tiene razón Germán, la cascarita de naranja en el mate era un rito de mi madre, cada día, cada vez...
Tatiana se concentra, intenta sacudir el interior de cartón de Irene Lerner a ver si algo se hace carne…, un movimiento un crujido de huesos le indica que en ella hay algo vivo… ¿Pero por qué sale tan temprano y se encamina a una boca de subte si en Rosario no existen líneas de subterráneos?; y se pregunta: ¿importa eso? ¿acaso los personajes están obligados a vivir en la misma ciudad, no podría vivir en otra, Irene, donde sí haya subterráneos? Sustrae, agrega, permuta, se deja ir, pero nada parece real y el relato se estanca. La deja en suspenso a la mujer de cartón en un asiento del vagón número uno del lado de la ventanilla, siempre es más poético (había pensado subirla a un velero como el que vio en el sueño en medio del río, blanqueada su cara redonda a la luz de la luna; pero Irene es mujer de costumbres urbanas, le teme al río, así que se mueve en pleno día y confirma el viaje en subte...). Persiste el atasco mental. Más allá de la idea primaria de aniquilar la monotonía insípida de este verano ya viejo, de trocarla por un promisorio gris del invierno, Tatiana es una tabla rasa. El pasaje al gris –ella cree-, operaría como abrir primero una hoja y después otra de una ventana, ya entrada la noche, y advertir que la oscuridad como por arte de magia se despeja y admite que unos dedos finos de uñas puntiagudas la rasguen como a papel de seda y abran una entrada a otra dimensión donde se podría encontrar cualquier cosa; ¿cualquier cosa?, ¿también el gato de Cheshire?; el gato quizá no, pero sí los sueños del verano en lista de espera, un ramillete mustio dentro de un jarrón ámbar por ejemplo; y en estos cruces mentales andaba cuando el jarrón se hizo trizas, el canal de noticias disparó esa cortina musical que anuncia “urgente”, “fuera de rutina”, y ella mecánicamente miró entonces la pantalla, algo monstruoso pasaba en Madrid donde ya no era verano. A-T-O-C-H-A deletreó Tatiana, y las letras dislocadas sonaron a cháchara a chirrido a chasco a chiquero y aunque hubiera preferido oír chiste China chapoteo de dicha o chopos del camino blanco, a la manera de Machado, retuvo las letras rebeldes en la punta de la lengua, rehizo y repitió “Atocha”, quiso estar segura de haberla oído a esa palabra y visto escrita: estación Atocha decía el cartel cuando la lente de la cámara viraba al cielo y advertía el gris, cielo de invierno; amanecía plomo allá, mucho gris y un pájaro surcaba el aire como una cuchilla negra. Camillas con heridos, hombres y mujeres cruzaban la pantalla, alguien recogía del suelo unas gafas trituradas, fragmentos en la ceniza. Una chica le decía a la periodista que la interrogaba: “la gente se ha empezado a poner caótica”, se le quebraba la voz, agregaba algo incoherente, no tenía consuelo.
El reloj de pared da la una. Se le fue la mañana, Tatiana va y busca el filet de merluza que guardó en la heladera: eran dos, uno para Germán que no viene a comer; lástima, justo hoy y sentir que arrastra pesadas las chancletas, los pies hinchados y tanto querer abrazarse a alguien; abrazar a Tito, eso podría, y a Ovidio, a los dos. Lo calienta en el microondas al filet y corta unas rodajas de tomate sin apartarse del televisor, pero ya no absorbe, no cuaja la intemperie de allá y el día caliginoso acá... Mal se funden las gotas de sangre con las gotas de luna naranja... En la pantalla los hierros retorcidos, la escoria. La merluza se enfría en el plato, el bocado no pasa. ¿Y en nombre de qué bandera, hijos de qué madre pudieron...? El bocado y la hipótesis intragable duelen porque se le cerró el conducto o porque el trozo de pescado es demasiado grande o porque en vez de un trozo de pescado traga lo que ve y es como querer tragar una papa entera caliente.
El llanto abre paso al dolor y el dolor al horror. Repentina, como si advirtiera el significado de un gesto mudo, Tatiana sorprende en los vagones incendiados una silueta familiar, presumiblemente la silueta de Irene Lerner en una versión nueva que huele a pintura fresca, a pegamentos. A grandes rasgos esta versión coincide con la misma indecisa mujer de los primeros párrafos, pero atrapada en el atentado. Los brazos fuertes de los voluntarios la rescatan de entre la chatarra del tren -porque viajaba en un interurbano -; va en camilla con marcas de sangre en la cara, perdió el bolso con los documentos. La llevan a un hospital y ella alcanza a dictarles un teléfono a los paramédicos: el de Joaquín, que le avisen a él que venga por ella. Y por la pantalla Tatiana ve pasar a la misma periodista que grabó a la chica que dijo “la gente se ha empezado a poner caótica”; corría entre los escombros detrás de los camilleros sin alcanzarlos.
Lejos del vértigo, el silencio huele a desinfectante. Irene no sabe cuánto tiempo lleva en una cama de hospital. Registra detalles: las paredes, el techo, algún paso apagado. Un monitor delata un ritmo cardiaco irregular. Por una cánula translúcida gotea el suero.
-Tuvo suerte – le dicen.
-¿Suerte?
-Sí, hija, suerte, agradezca, está viva...
-Verdad... pero... oiga...
Pero la enfermera no la oye, canturrea, se lleva la jarra vacía.
En el pecho de Irene late, ahora sí, ya no un músculo de cartón sino un núcleo vivo que bombea sangre roja y caliente mientras en la soledad tantea el gesto protector de Joaquín y no encuentra nada, nadie cerca...
Tatiana afloja, le duele la mano. Cuatro horas escribiendo de un tirón y es de las que prefieren el dibujo de la letra más allá de las utilidades del ordenador. Irene no sabe de la muerte de... Habrá que ver quién va a morir, ver y despejar. Se repone bajo el efecto de un sedante. Hay que dejarla. Dejar que los relatos también reposen, que los finales como frutas maduras caigan por su propio peso.
Anochecer de un día agitado. Pierden cuerpo el río, la ciudad. Hacia el este, el borde de la luna sube su color cítrico mezcla dulce de amarillo y ocre sobre la isla.
El día de Atocha ha sido día todo el tiempo; la mañana como un resplandor turbio quedó sellada en la memoria de todos. La información reitera, los relojes clavan las agujas, no se da entrada a la noche.
El miedo a la oscuridad devastada. Tatiana cierra la ventana. Un viento súbito deja entrar una ráfaga. El fresco del otoño, ya lo tenemos prácticamente encima, se la oye decir. Tito estira las orejas, aprueba.
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