Mónica Russomanno

Nació en Santa Fe en 1966.

Libro publicado:
Historias versas y perversas

Distinciones:
Concurso Literario UNL (Universidad Nacional del Litoral-Santa Fe)
Concurso Nitecuento (Editorial Mizares-Barcelona)
Concurso Nuevo Ser (Editorial Nuevo Ser-Buenos Aires)

Estación Eduardo Casey...

Me dijiste que un tren es cosa hecha para llegar, me dijiste que los arribos y las bienvenidas y los festones tricolores y las bandas de música siempre desafinadas. Me dijiste hace mucho que los niños correteando en los andenes, que las señoras repintadas que las muchachas anhelantes. Me hablaste de soldados regresando a casa, de trabajadores golondrina (golondrinas, trabajadores con alitas oscuras tal vez, muchachos de cuerpos enjutos), de trabajadores golondrina que retornan y los abrazan los brazos de sus mujeres de mucho niño y olla de hierro.
Que los trenes unen acortan distancias, que los trenes corren de una ternura a un beso, de un suspiro de pañuelo bordado a un caserío perdidito en el campo vasto. De los trenes me hablabas te acordás, de esas máquinas de vapores y truenos, de nostalgias y pasados, de durmientes quietos y las vías relucientes a fuerza de rueda abrasadora.
Entonces llegamos a esa estación, y la estación estaba dormida, y el campo estaba dormido, y el cielo ardiente del verano no reaccionaba. En la estación entonces de pronto. Entonces de pronto tu cara, esa mirada que detenía las ruedas y los pistones, De pronto tu cara y la mirada y el silencio. Y entonces en la estación Casey se nos detuvieron los trenes y se congelaron las gotas en las canillas, las arañas en las telas, se fundieron los pájaros en el azul del cielo, las vacas en el verde, los humos en las nubes inalcanzables.
Mal decorado, pintura descascarada, estaciones donde no hay ni arribos ni risas ni lágrimas de las que lloran alegrías.
De pronto en la estación Casey se detuvo el tren y se detuvo para siempre.

Pájaros y memoria

Laurie Anderson escribió en su espectáculo “Homeland” una historia con la que comienza el show. En ella los pájaros, que existían antes de que el mundo exista, vuelan sin tener más que aire y ningún lugar donde posarse. El problema surge cuando el padre de una de las aves muere, y no saben qué hacer con el cadáver ya que es una nueva cuestión, algo que los sorprende por ser la primera vez que algo así les ocurre. Finalmente, un pájaro decide sepultarlo en la parte trasera de su propia cabeza, y ello marca el inicio de la memoria.
Magnífica poeta, maravillosa creadora Laurie, que nos muestra los cadáveres de nuestros padres en las nucas abultadas.
Historias, olores, sabores de antes, pasado y putrefacción, dichas que ya fueron y dolores que retornan. Las voces que no murieron, los asombros, las caricias de manos que no conocimos. Todo detrás de la cabeza, todo allí apretadamente emplumado, tibio y gélido, maravilloso y atroz.
El cadáver del padre. El cuerpo muerto de las generaciones. Los días que gastaron otros, los que pasamos sin advertirlos, las tramas sobre lo minucioso cotidiano, los hilos que conectan continentes, las palabras de las que desconocemos el significado y sin embargo siguen allí, en la nuca, peso y alivio.
Tan cerca que lo sentimos detrás de las orejas, tan lejos como esa propia nuestra espalda que no podemos ver. La memoria.
Cuántas veces habrá deseado el pájaro arrancarse el cadáver de su padre. Tantas como las que le llevó comprender que ya no hay retorno cuando el hombre comienza a conocer cuando reconoce.
Y llevamos, es cierto, más cadáveres de los que sabemos detrás de los ojos. Alegrémonos si nos ayudan a mirar.

La clepsidra junto a la cama

Otro territorio, de camillas, sillas de rueda, gente que habla bajo, enfermeras que gritan. Viejos, viejos acostados, sentados, viejos que boca abierta se mueren de a poco o a borbotones.
Corredores, puertas con números, puertas con letras, escaleras y ascensores, laberintos para gente que no quiere llegar o no puede irse.
Olor a hervido, olor a desinfectante. Personas que llevan bolsas, carteras, papeles, hormigas de cara inexpresiva y misterioso derrotero. Que se cruzan sin percatarse del aire de familia que nos da el oficio de visitantes o cuidadores. Carceleros a veces.
Cuarto en penumbras, puerta entornada, la nítida charla de las enfermeras que cuentan del marido que tiene las vértebras aplastadas de llevar las bolsas de cemento en la cabeza, de las milanesas en la heladera, del perro, que come las cáscaras de papa que son tan buenas para algo, quizás el pelo. Y en el cuarto los viejos respirando trabajosamente, dormidos los tres, acomodando la garganta con carrasperas que no los despiertan. Bocas desdentadas. Suero goteando cristalino, marcando el tiempo que no transcurre en los relojes. Clepsidras al fin y al cabo, relojes de agua y agonías transparentes.
Mi padre convertido en un cuerpo con ojos grandes. Mi padre desnudo sobre la cama, mientras la enfermera le pone los pañales. Desvalidos todos de pronto.
Médicos misteriosos. Llega y parte la divinidad sin aviso y sin huellas.
Ordenan un poco el caos como si fuese cierto que ordenan algo. Vanas las súplicas, hay mandatos incognoscibles, nombres extraños de extraños aparatos agazapados en los pisos de abajo.
Cuerpos que ensucian. Termómetro único, tensiómetro alarmante.
Calor sofocante en un aire compartido. Extrañeza es la palabra. Todos quieren volver a casa. A casa. Esperamos el alta como sea y no importa salir igual que se ingresó. La cosa es escapar.
Mujeres, siempre mujeres al pie de la cama. El duro mandato de estar ahí y hacer como que una supiera. El deseo de que cuando pase algo esté algún otro. Y estar ahí justo cuando una quisiera haber huido.
Los viejos que se mueren de a poco o a borbotones.
La pregunta. La pregunta de si estaré yo en esa cama. El horror por el futuro.
Ese olor a hospital que se pega a los sueños mientras las enfermeras hablan del hijo que pesa ciento veinte kilos y no va al gimnasio. La visita del hombre de la otra cama, las bromas repetidas ¿esta noche va al baile?
No, esta noche nadie va a bailar.

Sonrisas

La sonrisa del gato de Cheshire en “Alicia en el país de las maravillas” es una sonrisa que permanece cuando el gato ha desaparecido.
Lentamente el gato se borra en la rama del árbol, hasta que queda solamente el gesto. El gesto, la sonrisa, sin el gato sonriente.
Este es el juego de Lewis Carroll (el reverendo Charles Dodgson) en el que implica que lo que se puede nombrar y crear con las palabras es diferente a lo que puede construirse en la realidad.
La lógica del idioma no es la lógica de los objetos concretos. Uno puede decir “sonrisa” escindiendo concepto de soporte, y no importan los labios que la formen o no. Pero cómo imaginar una sonrisa cuando quien sonreía ha desaparecido. ¿Cómo es una sonrisa sin labios?
El reverendo enclaustrado en su habitación de la universidad, con sus libros, sus fotografías de niñas, sus paseos por el río; se daba a imaginar un mundo donde el lenguaje y la lógica del lenguaje construyeran realidades imposibles. Un universo intangible de conceptos evanescentes e intercambiables, un universo sin responsabilidad ya que los flamencos, que se utilizaban como palos para golpear a los erizos que hacían las veces de bolas de críquet, no sufrían. No sufrían los erizos, no sufrían animales ni personas devenidos en simples palabras, que se pueden escribir, borrar o tachar simplemente con un trazo de la pluma.
Juego mental, como el juego de abalorios de Hesse, juego intelectual y aparentemente inocuo. Si, al fin, Alicia es un libro para niños.
Pero el gato que no es individuo, que es solamente el portador de un concepto, no cuenta como animal oloroso, con peso y quizás hambre. El gato desaparece y queda lo más importante, su sonrisa. Queda el retruécano, la adivinanza, el feliz nonsense. Aunque el gato haya desaparecido.
Las cifras que manejan los tecnócratas de la economía se nutren de la misma raíz.
Esta semana pasó por Santa Fe la caravana de niños que vino desde el norte, y en los papelitos que arrojaban decía “ni un pibe menos”. No más hambre, no más malos tratos a nuestros niños. Y no eran sonrisas dibujadas en el vacío, no eran gatos en aguafuerte sino seres reales con peso, rostro personal y necesidades reales. Esto nos deja del lado de la responsabilidad.
Más sonrisas, pero más sonrisas verdaderas instaladas en labios verdaderos.
Será que el hambre de los niños no es un juego intelectual, y las cifras sólo dan dimensión al horror pero no remedian una sola vida que acabe o que se arruine desde el comienzo. Los nombres de los niños no son palabras vacías. Sus caras no deben borrarse sin que a nadie le importe. Detrás de los números, delante de los números hay cuerpos y mentes, deseos y posibilidades. Personas.
Más sonrisas y menos palabras.

1 comentario:

  1. Querida Mónica:
    En diversos sitios web, siempre leo tus escritos y lo hago con inmenso gusto.
    Mi cariño
    Analía

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