María Luisa Miretti

Nació en San Cristóbal, provincia de Santa Fe, en 1947

Libros publicados:
Educación literaria desde Jardín Maternal. Editorial SB 2009, Buenos Aires.
* La luna del Sacromonte (relatos)– Premio Municipal de Narrativa 2007 (SF).
La Literatura en el aula, co-autora Santillana. Buenos Aires 2007.
Co-autora El desarrollo de la lengua oral en el aula. Estrategias para enseñar a escuchar y hablar (2006) editados por Homo Sapiens Ediciones, Rosario.
* La aldea y el mundo. Ensayo crítico sobre la narrativa de Héctor Tizón, Premio Municipal de Ensayo, SF 2005.
La Literatura para Niños y Jóvenes. El análisis de la recepción (2004); Editorial Homo Sapiens.
La lengua oral en la Educación Inicial (3ª edición actualizada, 2003); Editorial Homo Sapiens.
Comp. Cuentos, leyendas y coplas populares latinoamericanas (2001), Editorial Homo Sapiens.
Comp. Antologías Literarias Santafesinas (Nivel Inicial) - Editorial Homo Sapiens, año 2000
Comp. Antologías Literarias Santafesinas EGB 1-2 y EGB 3-Polimodal, Editorial Homo Sapiens, año 1999.
La Literatura en la Educación. Inicial-EGB (1998); Editorial Homo Sapiens
La lengua oral en la Educación Inicial (1997); Editorial Homo Sapiens

Libros de ficción a publicar:
* La otra Anastasia (novela).
* Campos de batalla. Historias de amor y de muerte (relatos).

Facundo, ese hombre.

‘Sombra terrible de Facundo, voy a evocarte, para que, sacudiendo el ensangrentado polvo que cubre tus cenizas, te levantes a explicarnos la vida secreta y las convulsiones internas que desgarran las entrañas de un noble pueblo! Tú posees el secreto ¡revélanoslo! (.)… el hombre de las ciudades y el gaucho de los llanos argentinos, al tomar diversos senderos en el desierto, decían ¡No, no ha muerto! ¡Vive aún! ¡Él vendrá! ¡Cierto! ¡Facundo no ha muerto!’
Domingo Faustino Sarmiento (1845)

Todavía siento el silbido del viento en mi piel, en mis entrañas, en mi llanto interminable y en esta muda impotencia que se agiganta cada día en el recuerdo.
Apenas llegamos a la Posta de Sinsacate corrieron a informarle de la emboscada, advirtiéndole del tipo de peligros en la zona, pero él –enjuto y orgulloso- la devolvió con un golpe de puño sobre la mesa y, desoyendo palabras y señales, convocó a continuar a campo traviesa, destacando que quien quisiera quedarse, así lo hiciera.
Yo acababa de recostarme en el cuarto que Amalia me había dispensado tan gentilmente. No solían hacer ese tipo de ofrecimientos, pero –según me explicó en esos momentos-, me veía muy frágil y cansada. Veníamos ajados de kilómetros interminables, atravesando sierras y llanuras con horizontes desdibujados, apenas alternados entre soles abrasadores y lunas escurridizas.
Estaba todo tan seco que la tierra se deshacía como harina entre los dedos, pegándose a los vestidos, subiendo a las narices, resecando los labios y hasta las entendederas.
Cualquier chistido nos crispaba o nos hacía mirar con desconfianza, dudando hasta de las sombras espectrales de nuestros propios cuerpos, desfigurados por el calor y ese sudor inevitable. Parecíamos ánimas en pena vagando hacia un rumbo y un destino que sólo él conocía al dedillo.
Burlando las inclemencias, siempre nos sorprendía con sus impulsos, capaces de tirar cualquier sospecha de achique o de pérdida: una orden, una carta, una conseja, todo parecía estar planificado en esa cabeza que no sabía de descansos ni de atajos, siempre alerta al movimiento de cada pieza. Nada escapaba a su vista, todo era supervisado y hasta controlado en el menor detalle.
Era increíble; a pesar del sopor, por las noches se las ingeniaba para correr hasta mi lado y deslizarse entre mis piernas. Cada vez me sorprendía y me enardecía con la misma vitalidad con la que supo arrebatarme aquel primer día de 1834, cuando salía de escuchar misa con su mujer y con sus hijos.
Todavía me emociona el recuerdo de nuestra miradas que se cruzaron como mazazos y el fuego –ese fuego que aún me quema- perforándome. Así era él, admirable hasta por la entrañable contradicción entre el desacato ante lo que no le interesaba y su coherencia ilimitada para lograr lo que quería y lo que sentía.
Vehemente y apasionado, no se equivocaron al definirlo ni al trazar su semblanza. Ni siquiera los documentos del futuro podrán aproximarse al valor de su presencia, a los cojones que ponía en cada acto, a su fina percepción y a esos impulsos incontrolables pero coherentes hasta el desatino.
Conmigo sucedió lo mismo.
Al finalizar aquel día de 1834 vino a mis aposentos un soldado a buscarme. Temblando, muerta de miedo y de vergüenza y sin vislumbrar lo que se vendría, partí a su encuentro para nunca más volver.
La noche nos encerró y nos cobijó haciéndose eco de nuestro arrebato y las horas fueron ríos de pasión imposibles de doblegar o de frenar.

Maldigo el momento de haber aceptado la invitación de Amalia. Según sus palabras –que me repetía sin cesar- estaba frágil y ojerosa y necesitaba recuperar fuerzas antes de continuar y de estar en condiciones para prestar mis servicios al general.
Por qué la escuché y le hice caso, es una pregunta que hoy todavía me persigue.
Recuerdo que él vino antes de partir y, luego de varias recomendaciones, me dio un beso ligero en los labios, sin reparo por los presentes. Yo estaba tan floja que no insistí; sólo me vienen a la cabeza las instrucciones que le dio en ese momento a la guardia y al baqueano que conducía el carruaje.
Parado en el umbral, con una mano apoyada en el dintel, se bajó un poquito, me miró profundamente y me dijo adiós.
Me dijo adiós. Ésa es la última imagen que me atraviesa el cuerpo entero.

En medio de la barbarie cometida, entre los breñales de Barranca Yaco, en pleno Camino Real hacia el Alto Perú, apenas protegida por la sombra de las algarrobas, hundo mis pies en esta tierra que parece derretirse en este tórrido febrero de 1835, mientras busco un rastro de sangre que me permita comprender lo sucedido y entender por qué me lo quitaron, por qué se lo llevaron, sin permitir –al menos- llorarlo en compañía, por qué me lo arrancaron así, de golpe, sin dejarme, siquiera, darle el último adiós. Pero aquí me quedaré y mi llanto abonará las distancias hasta remover los huesos de su tumba.
Todavía sigo sin entender. Algunos lugareños dicen que –después de muerto de un balazo certero- lo sortearon al mejor postor para lancearlo a destajo, pero nadie habla mirando de frente como él lo hacía, nadie explica ni denuncia. ¡Cobardes! Nada me detendrá hasta recuperar su nombre, porque nadie sabrá quién era Juan Facundo Quiroga hasta que yo hable y le grite al mundo la clase de hombre que se escondía detrás de la mascarada ¡religión o muerte! -para llevarle la contra a Rivadavia- o la fuerza de las montoneras al grito de ¡viva la federación!
Yo nunca supe de guerras ni guerrillas, ni de odios ni persecuciones, pero cae de maduro que todo se mueve por una malsana ambición de poder.
Lo que sí alcancé a entender, era que no la estábamos pasando bien, ya que un grupo poderoso se repartía las tierras y nos dejaban cada vez más lejos, sin apenas resto para la hacienda. Todo se decidía allá, en Buenos Aires, como era costumbre, siguiendo las órdenes del ministro Rivadavia, que a su vez prefería repartir entre los ingleses lo que aquí costaba defender.
La pobre vieja –recuerdo-, la madre de Facundo, tuvo que barrer la plaza pública delante de todos, como reprimenda al hijo y esto lo enfureció. Nunca antes lo había visto tan suelto, nervioso y decidido, organizando y mandando hombres para vengarse de la afrenta.

Todo lo malo se lo achacaban a Facundo, pero nadie advertía que el país se estaba desarmando en mano de los unitarios y que él se reventaba para defender la dignidad del interior. Paz y Lamadrid lo engañaron una y mil veces y a pesar de las cartas en las que él les explicaba los motivos, los desaciertos, las necesidades del interior y la posibilidad de resolverlo, lo traicionaron, así eran ellos, no admitían que alguien les hiciera sombra y –peor aún- que repartiera casa y comida entre los más necesitados, porque así era él.
Con López había sucedido algo parecido. Cuando le quitó El Moro –caballo ágil y ligero si lo era, y fiel a su amo- se lo negó hasta las vainas pero, descubierto el engaño, se lo devolvió pidiendo disculpas de caballeros –como correspondía, según sus palabras-, aunque el pingo estaba algo magullado y maltrecho.
¿Por qué tanta saña? ¿Acaso López quería más territorio y estaba decidido a enfrentar por su cuenta a Paz? ¿Qué estaba ocurriendo? ¿No era suficiente como muestra la guerra del norte? La habíamos visto de cerca y sin intermediarios, ¡un horror los cuerpos tirados a las aves de rapiña!
Era casi imposible entender este rompecabezas. Cuando Rosas lo mandó a llamar, las promesas se hicieron sentir y, de golpe, todos cambiaron el trato y la mirada, y la cortesía se extendió sin miramientos. ¿Dónde estaban antes y qué se hizo después, con tanto silencio agazapado?
¿Hacia dónde dirigir las acusaciones y con qué sentido si Facundo ya no está? ¿ Y por qué me lo robaron? Acaso pretenden sustraerle algo más o quieren ver el color de su palidez mortal y sentir el frío de su piel? Ya no está. Santos Pérez y los Reinafé serán ejecutados ¡en buena hora! Será un buen ejemplo por el tiro certero que acabó con su vida, pero ¿quién fue el autor real de esta muerte?

A su lado se vivía con sobresaltos y con la contradicción propia de la admiración y el odio, porque su mirada inhibía cualquier pregunta que saliera del territorio de su piel. Sólo aprendí a escuchar y a devolver abrazos y caricias con el cuerpo entero. Nunca comprendí su recato. Era un hombre que me hacía exclamar de gozo y que no se detenía hasta lograrlo, sin embargo, finalizada la faena, tomaba mi mano y se doblaba hacia el costado dándome la espalda, quizás para que no viera su propia expresión de placer y de abandono.
Pasó mucho tiempo hasta que descubrimos la desnudez de nuestros cuerpos, se avergonzaba –me lo dijo pasado un tiempo- de su pecho imberbe frente a su nutrida y dura cabellera, que aún siento raspar en mis narices.
Al principio me costó tener a la guardia tan cerca -pocas veces nos dejaban solos-, a tal punto que, en más de una ocasión, creí sentir la mirada ardiente de un soldado, depositada entre mis piernas o en mis pechos enloquecidos bajo la lengua siempre hambrienta de Facundo.

Pero hoy nada de eso ya importa porque él no está. Sólo permite alimentar el recuerdo, alcanza para cubrir los detalles, las anécdotas, mientras pienso que otros lo estarán disfrutando en el último adiós y yo aquí, sola, en este Camino Real que nos une con el Alto Perú, en medio de esta tierra yerma, herida por el silbido del viento que me penetra sin cesar, acompañando el eco de mi llanto.-

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