José Luis Víttori
Escritor, periodista y académico nacido en la ciudad de Santa Fe.
Libros publicados:
* Las fuerzas opuestas (novela)
* Las campanas del sur (novela)
* Imago Mundi (ensayo)
* Cuentos del sol y del río (cuentos)
* El escritor, medio y lenguaje (ensayo)
* Literatura y región (ensayo)
* Del Barco Centenera y "La Argentina" (ensayo)
* La voluntad del realismo (ensayo)
* Gente de palabra (novela)
* La región y sus creadores (crítica)
* Literatura y cultura nacional (ensayo)
* Fernández Navarro (estudio)
* Agustín Zapata Gollán: hitos (estudio)
* El escritor y su condición en el siglo XX (ensayo)
* Exageraciones y quimeras en la conquista de América (ensayo)
* El tiempo y los sueños (cuentos)
* Viajes y viajeros en la literatura del Río de la Plata
Aparicio.
A Luis Gudiño Kramer, en memoria
Luna del río, río de la noche
burbuja de las cosas,
sangre de la tarde,
nube deshilachada.
Convengo que me perdí en los montes de la costa la extraña noche del 24 de abril. A no ser por eso, no hubiera querido Dios que yo cayera a lo de Aparicio justamente ese día y a esa hora. Las cosas ocurrieron así:
Salí avanzada la tarde a recorrer las trampas. El sol estaba ya casi sobre el horizonte brumoso pero, apurándome, calculé que el tiempo alcanzaría para hacer mi recorrida antes que la noche ascendiera desde los pajonales. Monté mi caballo y salí al trotecito del pueblo, galopando luego por el camino vecinal rumbo a los esteros. Llegué a la primera trampa cuando el sol muy rojo y velado alcanzaba la copa de los árboles. No había nada. Busqué la segunda trampa y en ella sólo encontré una pata de zorro. Pero la trampa se había trabado y me llevó mucho tiempo arreglarla. Cuando acabé, el sol se hundía ya entre los pajonales del bañado grande y todo el cielo se rompía en filamentos de sangre. Fue entonces cuando debí volver, pero el trastorno con esa trampa me irritó y seguí buscando, como si el sol de otoño se hubiese fijado en la sinuosa línea del estero. Soy hombre baqueano y la oscuridad no iba a asustarme, aunque, nuevo en ese paraje, no lo conociera bien. Lo cierto es que, cuando rastrié la última de las trampas, era ya de noche y la luna llena, una luna roja y achatada, subía por el Este en un cabrilleo de agua. Nada de caza, tiempo perdido al cuete –me dije, por caprichoso.
Cansado y encabronado me senté en un alto a fumar una chalita. Sabía donde estaba y con el caballo al paso no iba a errar el camino de vuelta. Y así me quedé mirando la luna roja, la luna inmensa y abollada que se desprendía suavemente de la negra barranca y viboreaba en el río filamentos luminosos e innumerables. Las ramas peladas de los árboles, las hojas afiladas de la paja brava se recortaban como espectros en el aire húmedo y negro. La brisa del Este, un aura apenas con olor a hierbas y a pescado, aventaba el humo de la chala y zumbaba en mis orejas. No sé que pudo ser lo que espantó al caballo, tal vez una sombra más dura que las otras, tal vez la corrida de una alimaña. Lo cierto es que no pude detenerlo a pesar de mis llamadas y muchas fueron las maldiciones que la noche sopló y el viento. Ahora la luna llena se había levantado, redonda y blanca, y alumbraba al sesgo la tierra rugosa, sembrando el suelo de pequeñas sombras alargadas. Terminé mi chala, estiré el cuerpo y me dispuse a caminar. Total nadie me espera –pensé.
Caminé por un buen rato orillando el río y llegué hasta la vuelta que lo aleja del pueblo. Después me metí en el monte rayado de sombras. Me orienté por las pisadas y me puse a silbar una milonga, triste como el monte nocturno arrastrando el crujido de las hojas, quebrando a mi paso las ramas caídas en el impenetrable silencio. Y allí me desorienté, con la luna alta ya sobre mi cabeza. Y di vueltas en torno a los mismos árboles, sin hallar una senda ni un punto que me guiara, girando sobre mi cuerpo como una rueda loca, atrapado en la maraña de las horas, sin poder hallar, siquiera, el cauce del río, la punta del ovillo, sólo con ese chistido y ese crujido de mis pisadas, levantando del suelo el rumor de otras vidas, de otras voces. De pronto el monte se cortó en un claro alumbrado por la luna y fue como se me encandilara. Era un lugar redondo, como la luna misma, y en redondo giraban los carpinchos en la noche, erguidos sobre sus patas traseras, oscilando en la ronda de su instinto bajo la luna de otoño, fantasmales en la ronda de sus peludos cuerpos, girando torpemente en su danza del celo y de la vida. Me quedé mirando, tan sorprendido que hubiera permanecido allí muy quieto el resto de la noche. Fue la lumbre de un fuego distante el que me movió a seguir su rumbo, alejándome de los carpinchos que ahora chirriaban olisqueando en el aire de la noche mi presencia ajena.
El fuego brillaba lejos, desaparecía en la fronda del monte para reaparecer indistintamente a izquierda y derecha según el contoneo de mi marcha. Que no se vaya a apagar –me dije haciendo una higa. Y para desgracia mía el fuego no se apagó.
Demoré una hora, creo, en alcanzarlo. Y cuando estaba cerca vi de nuevo el río y en un abra del monte el bendito de Aparicio.
Aparicio estaba en cuclillas junto al trípode, alimentando el fuego con ramitas, y la olla de hierro humeaba y burbujeaba con un olor a laurel y a tomillo. Cuando me acerqué se limitó a mirarme, los ojos entornados por el humo entre un ladrido de perros bravos.
-¡Quieto Nativo! –gritó- ¡Quieto Podenco! ¡Quietos perros! –sin cambiar de postura, sin apenas moverse. –Pase amigo –dijo-, venga por aquí –entre el gruñido de los perros erizados de inquina.
-Salud, Aparicio –le dije-, perdone que lo jorobe a estas horas, pero me perdí en el monte.
Aparicio tomó un tizón y lo arrojó con violencia a los perros, y los perros se dispersaron con la cola entre las patas.
-Parecen como cebados –dijo-. Venga amigo, siéntese. Ya va a estar el tapichí.
La noche estaba fresca y me hizo bien sentarme junto al fuego del indio Aparicio, en el suelo, extendidos los pies mojados a las llamas, echado en la tierra para tomarme un descanso. Allí encendí una chala y me quedé mirando las brasas. En lugar de acercarme al pueblo me había alejado, y ese sitio era bastante bueno a esa hora para estarse allí a la lumbre hasta que amaneciera. El olor de la comida me dio hambre, tanto que, lo juro, hubiera comido hasta llenarme a pesar de mis reparos. Pues se me ocurrió que en esa olla estaba la explicación de mis trampas vacías; sólo después se me ocurrió pensar que las pieles no estaban por allí, ninguna piel estaqueada para secarla al sol.
-Tuvo buena caza, parece –le dije con toda intención y Aparicio se limitó a gruñir olisqueando el aire.
La escopeta oxidada colgaba del larguero del bendito, junto a un costillar infantil que se estaba haciendo charqui. Los perros se habían echado en círculo, rodeando el fuego, y desde las sombras me seguían sus miradas encendidas. Al muchacho no lo vi y pensé que estaba durmiendo.
-¿Y su ahijado no anda? –le pregunté a Aparicio por no quedarme callado.
-Se fue con la mamá –dijo Aparicio, removiendo el tapichí con una rama de laurel, y las llamas lo alumbraron de rojo entre el humo espeso del guisote.
-Así que se ha quedado solo…
-Eso es, amigo –contestó de mala gana, con un pesado arrastre que me sonó a amenaza.
-¿Vive lejos la madre?
-Está por el Ubajay.
Yo ignoraba que el chico tuviese madre (en realidad no la tenía, como después se supo), pero no insistí ya que a Aparicio no le gustaba que le preguntaran eso, según se veía.
-Yo anduve recorriendo mis trampas y después me perdí –le dije pausadamente y con intención-. No encontré ni un solo bicho, nada más que la pata de un zorro.
-No hay ninguno por aquí en la estación –dijo Aparicio y me miró de soslayo con su mala mirada.
Yo miré la olla humeante y después el costillar que la brisa hamacaba lentamente.
-Eso es –dijo Aparicio y se quedó en silencio, mordiéndose los labios.
-Sin embargo vi bailar a los carpinchos en un claro del monte no hace mucho –dije para mí en voz alta y algo, acaso, me pareció que no encajaba, las palabras de Aparicio, el costillar colgado, el tapichí que gorgoteaba en la olla.
-Andan escondidos en el monte, andan en celo –dijo Aparicio-, y no muerden las trampas. En esta época hay que ser muy baqueano y tener buenos perros para cazarlos.
Me senté abrazándome las piernas con un escalofrío, tan cerca del fuego que la lumbre me ardía la cara.
-¿Y el chico no va a volver?
-Se fue por mucho tiempo.
-Lástima quedarse sin su compañía en esta soledad.
-Lástima, sí.
El tapichí borboteaba en la olla de hierro y Aparicio agregaba cada tanto una ramita a las llamas.
-Ya le falta poco –dijo- y va a estar muy rico. ¿No tiene una ginebrita?
-Ni una gota. Se me espantó el caballo.
-Búsquese un plato, si quiere. Por ahí ha de estar el plato del chico.
Yo no me moví de junto al fuego.
-Es muy gauchito el pibe, ¿no?
Aparicio me miró por encima de las llamas con su mirada negra y huidiza. La mirada de un largo acosamiento, esquiva y secreta y un poco enloquecida.
-Y, no crea, don, era demasiado travieso –dijo entredientes, con un susurro apenas audible.
Esta grapa está mala y sabe a pescado, ¿dónde la conseguiste gurí? No sé por qué te hablo si vos ya no podés hablar, ni andar ni reír, cachorro de la luna, se te acabaron las gracias chico desobediente, se te acabaron las risas, animalito salvaje, todo galope, todo malicia, pero qué digo, caramba, si vos ya no estás, si ya sé que te has ido al rincón soleado, a la tierra florecida de noviembre, paso a paso, trote a trote, dejándolo solo a este viejo en la ribera sin ayuda de nadie, aquí, en la orilla del agua y el sol de la mañana, el mismísimo sol que hierve y burbujea en el caldero de cobre, aquí, junto al monte perdido y las alimañas de la tierra negra, porque yo, yo te quería, ¿sabés?, eras el hijo que nunca tuve y eras mi ayuda y mi compañía, aunque a veces te cascara, ¿no?, ya ves, te lo dije muchas veces, de nada sirve la picardía ni la gracia ni el tino cambiante de esos rencores, de nada estos desvelos; qué mal paga la vida el calor que supe darte un día, cuando eras gurí, no tanto como el calor del fuego que te disuelve, no tanto el ardor de la llama que enrojece el caldero, gurí de los ojos negros y de la piel tostada por el viento, y ahora no, ahora un animalito de los montes cazado a perdigonadas a la lumbre de la luna y el ladrido de los perros, ¡caray!, te han mordido pobrecito por andar a la espantada en la noche del río, solo por allí aventando con tu miedo la saña de los bichos (y yo lavé tus heridas una a una con agua fresca y clara, vos no lo sabés, cierto, porque vos te has ido a la tierra de los gamos, a la tierra de los frutos, hecho una cosa toda de luz y para siempre lejos del sufrimiento que endurece al hombre y de la rebeldía que lo puebla de odios y cuajarones de espuma y sudor y llanto), sí, de los bichos que por lo menos han vuelto y crujen sus barrigas y sus bocas babean en espera de su parte, y la tendrán, ellos la tendrán por no irse a mezclar como pordioseros con la opulencia de la ciudad, como roñosos, dolidos mendicantes de oscura piel, no irán a pedirle a nadie una limosna indigna… ¿Por qué me hiciste enojar? Mil veces te tengo dicho que no me escondás la ginebrita enterrándola por ahí con la munición, que no soy ciego para seguirle el rastro a tus pisadas en el polvo; mil veces te he pedido que me mirés a los ojos sin pestañear cuando te pregunto algo, chico de porquería, y mil veces también que no tratés de engañarme con tus trucos y rarezas, carne doliente, carne trozada, humito de la hierba en el humo del agua, en el hervor del agua, en el sabor gustoso de la carne y del agua, ya sé que me estás mirando, oculto por allí en la frondosidad de un árbol, en la estela de una sombra, en la mancha de una mata anochecida, y sé que me estás mintiendo en la tristeza de tus ojos, por qué tenés que sentir en el fondo de tu mirada que soy poco para vos y que vos sos poco para mí, si en la extensión de este suelo estamos solos los dos y yo te quiero y vos debés quererme, qué diablos, tanto así que tu madre me lo pidió y yo le hice mi promesa al borde mismo de la muerte, en San Javier, en la mañana de junio, y yo he cumplido y vos has descumplido, día tras día, mes tras mes, de esas palabras buenas… qué tiene de extraño, pues, que yo te haya retado y golpeado si sos cabeza dura y nada te corrige de andar por allí zumbando, y si la luna tan llena y tan grande te cambió de piel y fuiste un gamo galopando al viento delante de los perros, largo, lejos, sin pensar en tu carrera que una rama tumbada iba a tumbarte en el abra del monte, y a herirte y azonzarte, cercado luego de un círculo de dientes y gruñidos, volcado luego en la criba ardiente de esas gotas de rocío que en el trueno de la noche te acosaron, una vez y otra, y en la torpe mordedura de las bocas afiladas, sangre sin rostro de junio en la luna de las tormentas, hueso partido, carne trozada, ahora te consolarás con darle tu fuerza a este pobre cuerpo cansado de penurias, trabajado de dolores, endurecido de tristezas, arrancado de cuajo de su tierra verdadera, y tu carne alegrará mi carne, y tu muerte alumbrará mi vida, el arrastre de mis pasos, la locura de mis sueños, el peso de mi memoria, trocito a trozo de tu carne nueva y de tu sangre dulce, dulce como el panal de las lechiguanas en este crisol de Dios y el costillar al viento.
Si esa madrugada yo estaba hambriento por el frío y la caminata, no puedo decir ahora por qué dejé de codiciar esa comida, por qué sentí reparos de ese costillar colgado y ese tapichí que burbujeaba en la olla de tres patas cerca del alba, tan a deshora; qué súbita sospecha me alertó de ese rito del fuego que Aparicio desplegaba acuclillado en la noche de abril. Lo cierto es que algo se me atragantó y ya no tuve más hambre, sólo quise irme y me levanté.
-Voy a ganar tiempo –le dije a Aparicio Garay- desde aquí puedo orientarme. Puedo llegar al pueblo con el sol sobre las islas.
Y me sacudí el polvo y me fui.
* (Historia basada en el caso de antropofagia cometido por Aparicio Garay en el año 1936)
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