María Benicia Costa Paz

Escritora nacida en Capital Federal está radicada en la ciudad de Cipolletti, provincia de Río Negro

Es profesora de Inglés, coordina talleres de pintura al óleo y cursa la carrera de Sociología en la Universidad del Salvador

Escribe cuentos cortos para niños y adultos.



Pedro y la negación de mil días.

Yo podría contar lo que Pedro el guía aymara en la Isla del Sol nos dijo acerca de una estatuilla en oro de veinte centímetros y tallada al mejor nivel.: parece que era del tiempo de los incas y representaba a un supuesto dios de la rogativa. Aunque existía esta creencia popular acerca de su origen, también había quienes sostenían que, por sus características técnicas, ella podría ser muchísimo más antigua. Presunción abonada por el hecho de que las recientes excavaciones de Tiahuanaku daban cuenta de estatuillas similares. Algunos ancianos aymaras sostenían que la original se había perdido, y que formó parte del botín que se llevaron los españoles.
Pedro era reservado, hosco y rutinario. Hombre de pocas palabras, tal vez por no conocer bien el español. En cambio, su lengua nativa le era más que suficiente para explicarse el paisaje, para entenderse a si mismo. Sólo algunas canas tardías y unos pocos pliegues apenas insinuados en el rostro enmarcaban la aparente impavidez de su estirpe. En su interior bramaba un torrente vital contenido, formado por una sucesión de padecimientos ancestrales y un deleite apenas esbozado con sabor a tarea cumplida; torrente que le atravesaba el cuerpo inexpresivo para posar y anidarse en la mirada, honda y natural como ese lago que solía calmar sus desvelos.
En estos tiempos nuevos donde todo había cambiado, él se había convertido en guía de la noche a la mañana. En lugar del arduo trabajo de la tierra ahora subía y bajaba las montañas, infatigablemente, acompañando turistas al lugar sagrado de la Isla. Sus movimientos pesados y silentes se desdibujaban en la inmensidad de los desiertos para hacerse visibles en las feraces terrazas heredadas. Su discurso cotidiano, monótono y persistente como el itinerario, fue haciendo de su alma un caparazón impenetrable.
Yo podría contar lo que a Pedro le gustaba relatar a quien quisiera oírlo: que a los doce años formó parte del grupo de nativos que colaboró con Cousteau descubriendo, finalmente, un pueblo cubierto por las aguas. Lo que no contaba es que limpiando el barro que recubría algunos objetos, él había encontrado la famosa estatuilla de oro. Cousteau se la regaló tal vez desconociendo el verdadero valor de la misma. Señalando. sin embargo: “No la muestres, dirán que la robaste”. Pedro la guardó muchos años hasta que, una vez a punto de perder la vida, le imploró con todas sus fuerzas que lo salvara. De hacerlo él la colocaría en el sitio sagrado.
Yo podría contar lo que Pedro les dijo a los ancianos: que siempre pensó qué el día que mostrara la estatuilla, la gente recuperaría la imagen del dios perdido, viviendo un reverdecer de sus creencias y sus ritos, un entusiasmo nuevo en el culto repetido y casi desfalleciente de hoy día. Pero también Pedro sabía de las preguntas que vendrían: ¿cómo había caído en sus manos?, ¿porqué la había ocultado? No, no creerían su historia y tal vez lo castigarían, y cuestionarían su -hasta hoy-indiscutido lugar dentro del pueblo aymara de la Isla.
Alguna vez comentó a los ancianos que el sabía que esa representación de la divinidad no podía estar muy lejos, era cuestión de buscarla. Podía sentir su presencia. Y preguntó que ocurriría si apareciera. Ellos le dijeron que era mejor que eso no sucediera, la gente tendría que cambiar la imagen que se había hecho y, seguramente, al verla quedaría desilusionada e incrédula.
Yo podría contar lo que una noche me confesó Pedro: Un atardecer, soltó amarras, llevaba consigo la estatuilla. Estuvo varias horas en el lugar aproximado donde Cousteau, con una sonrisa bondadosa, se la había regalado. El sol se entregaba a su sacrificio cotidiano rodeado de nubes de sangre y del negro de la noche que se avecinaba con premura. Pedro acariciaba la estatuilla, una y otra vez, sintiendo sus formas como queriendo aprenderlas de memoria. Pero no la miraba, temía desfallecer en su intento. Miraba las aguas y las veía pesadas y expectantes. El recorría el borde del bote con la base de la estatuilla, sintiendo las asperezas y las heridas de la madera, conciente del acto que estaba por realizar. Con un grito profundo que no condecía con lo parsimonioso de sus ademanes, dejó caer su tesoro que se hundió en el lago y con él un secreto, un alivio y una culpa. Solo un alma abierta al misterio pudo tener esa fuerza que da la resignación extrema.
Las lágrimas, como oro derretido, le quemaron la cara.

1 comentario:

  1. La prosa de María Benicia Costa Paz rescata del hontanar mítico del hombre, la profundidad del misterio ancestral; delimita -por entre las sombras luminosas de la leyenda proverbial-, aquel sabor prístino de la vida y de la muerte agazapadas y vestidas con ropajes cotidianos e invisibles a la vez. Rescata aquella luz que no se acaba.

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