Luis Benítez

Nació en Buenos Aires, el 10 de noviembre de 1956.

Libros publicados:
* Poemas de la Tierra y la Memoria (poesía, Ed. Stephen and Bloom, Bs. As., 1980);
* Mitologías/La Balada de la Mujer Perdida (poesía, Ed. Ultimo Reino, Bs. As., 1983);
* Poesía Inédita de Hoy (Un panorama contemporáneo de la poesía inédita argentina) (introducción, notas y selección de 100 autores, Ed. NOUS, Bs. As., 1983);
* Juan L. Ortiz: El Contra-Rimbaud (ensayo, 1ra. ed. Ed. Filofalsía, Bs. As., 1985, 2da. ed. Ed. Filofalsía, Bs. As. 1986);
* Behering y otros poemas (poesía, 1ra. ed., Ed. Filofalsía, Bs. As., 1985, 2da. Ed. Cuadernos del Zopilote, México D.F., 1993);
* Guerras, Epitafios y Conversaciones (poesía, Ed. Satura, Bs. As., 1989);
* Fractal (poesía, Ed. Correo Latino, Bs. As., 1992);
* El Pasado y las Vísperas (poesía, Ed. de la Universidad de los Andes, Venezuela, 1995);
* El Horror en la Narrativa de Alberto Jiménez Ure (ensayo, Ed. de la Universidad de los Andes, Venezuela, 1996);
* Selected Poems (antología poética, selección y traducción de Verónica Miranda, Ed. Luz Bilingual Publishing, Inc. Los Angeles, EE.UU., 1996);
* La Yegua de la Noche (poesía, Ediciones Del Castillo, Santiago de Chile, Chile, 2001);
* Tango del Mudo (novela, Ed. de la Plaza, Montevideo, Uruguay, 1997. Ed. Piel de Leopardo/Wordtheque, Bs. As., 2003. Edición en e-book, Ed. Wordtheque, Bolonia, Italia, 2004);
* Zapping (cuentos en e-book, Ed. Wordtheque, Bolonia, Italia, 2004);
* Jorge Luis Borges: La tiniebla y la gloria (ensayo, Ed. Ojos de Papel/Ediciones Lea, Madrid, España, 2004);
* El venenero y otros poemas (poesía, Ed. Nueva Generación, Buenos Aires, 2005).
* Antología poética (antología en e-book, introducción, selección y notas de Alejandro Elissagaray, Ed. Wordtheque, Bolonia, Italia, 2005);
* La tarde del elefante y otros poemas (poesía, Ed. Ala de Cuervo, Caracas, Venezuela, 2006; 2da. edición, Ediciones Azafrán y Cinabrio, México, 2008);
* 18 Whiskies (teatro, Ed. Nueva Generación, Buenos Aires, 2006);
* La novelística de Teódulo López Meléndez: escribir desde la fisura (ensayo, Ed. Ala de Cuervo, Caracas, Venezuela, 2007);
* Carl Jung: un chamán del siglo XX (ensayo biográfico, Ediciones Lea, Buenos Aires, 2007);
* Sigmund Freud, el descubrimiento del inconsciente (ensayo biográfico, Ediciones Lea, Buenos Aires, 2008);
* Erich Fromm: el amor, el psicoanálisis y el hombre (ensayo biográfico, Ediciones Lea, Buenos Aires, 2008);
* Diccionario de Filosofía (2 tomos, Ediciones Pluma y Papel, Buenos Aires, 2008);
* Los cuentos de Horacio Quiroga (ensayo introductorio y selección de Luis Benítez, Editorial Díada, Buenos Aires, 2008).
- En el país de las maravillas… (Los mejores cuentos fantásticos) (introducción y selección de Luis Benítez, Ediciones Lea, Buenos Aires, 2009).
- ¡Elemental, Watson! (Los mejores cuentos policiales) (introducción y selección de Luis Benítez, Ediciones Lea, Buenos Aires, 2009).

Kalideva

Kalideva esperaba el ocaso en su palacio a cuyos muros y arbotantes habían contribuido tiempos más prósperos. Hoy la hiedra de cemento de la ciudad de Benarés, la nueva, cubre esos remilgos, las galerías de lapislázuli ribeteadas por diminutas reproducciones de escenas de la creación, conservación y destrucción del mundo, en 29 secuencias, por la Trimurti. Desde el fondo de los salones cubiertos de láminas de jade, llegaba esa tarde de otoño el sonido dulzón y potente de los elefantes domésticos que, entonces, se pensaba que alcanzaban la edad suficiente como para haber oído, en esa misma sala donde se encontraba Kalideva, la respiración alterada por la ambición de los que fueron sus mayores. Unas viejas pantuflas recamadas de oro egipcio cubrían sus pies y más allá de ellas el tributo de los pueblos que había oído nombrar una sola vez se extendía transformado, dando sustento a cuanto le rodeaba.
Pero Kalideva, el magnífico, aquel que era llamado Cabeza de Elefante como fórmula ordinaria por cuantos se le acercaban en las horas del día y en las horas de la noche, no era feliz.
Le atenaceaba un cercano recuerdo, algo que no parecía discordar con el monstruoso mobiliario y construcción de su casa de generaciones. Más allá de los corrales de basalto de los elefantes, cruzando los jardines de arbustos –cubiertos de campanitas de oro que exhalaban un sonido y un perfume monocordes, apenas levantaba un aliento la brisa que venía de lejos y del Ganges– se recostaba sobre las cañerías de cobre que nutrían las acequias una pared de ladrillos diversos, hinchada como el vientre de un ahorcado.
Kalideva deslizó el meñique sobre el anular y el anillo de su mano izquierda cayó al suelo de balastro produciendo un ruido único y admonitorio, suficiente para que el esclavo de cabellos rubios y de mirada como el agua de un río inclinara respetuosamente el laúd primitivo y el espinazo civilizado a fuerza de látigo y de caricias y se retirara, genuflexo, cerrando las puertas de macizo castaño detrás de sí.
Kalideva no era feliz.
En vano se había recreado esa mañana con las caricias de las mujeres de detrás de la cámara roja, a oriente de palacio y contemplado, como a un ramillete temprano, los besos y los juegos de las adolescentes entre sí, traídas de la fría región que quedaba más allá de los Urales, robadas a los escitas feroces por capitanes seguros del oro si la muerte no salía al cruce del capricho de su soberano; en vano había sido capturadas con redes por mariscales leales, investidos de esa sola misión, las vírgenes negras en la jungla de un continente poblado de leones y de guerreros pigmeos y de insectos mortales y de plantas carnívoras (según el relato de los mariscales a la hora de enfrentar la desconfianza de los tesoreros). Vanamente, en una tarde infausta, su hijo segundo, el rajé de Eknambah, de sólo trece años, había hallado la muerte a las puertas mismas de un caserío bárbaro, para obtener una concubina de ojos pálidos para su padre. Sus huesos se pudrían en un país que desconocía los Vedas y su padre era un infeliz a quien sólo de tanto en tanto, como un hecho excepcional, la visión de una cabeza decapitada o la noticia fabulosa de un adivino sacudían del tedio de los poderosos. El resto era un rodar de días y noches que invariablemente se detenía en ese mismo escollo que caía entonces sobre él, rey-sacerdote de la India verde y feliz, igual que un bálsamo de flores podridas.
Como un escarabajo dorado, lo roía el recuerdo. Antes de que la pared del fondo fuera edificada, él, Kalideva, y su vecino Siddartha, habían cazado al rinoceronte y el antílope negros en los marjales que rodeaban Allasbhab, se habían asombrado de los templos levantados por el fervor de los fanáticos de Vishnú, los mendigos de la toga color de azafrán, en las afueras de la ciudadela que les pertenecía por derecho de heredad, edificaciones que eran sólo sueño hecho materia por la voluntad de esas mentes que despreciaban el frío, el calor, las buenas comidas y la lujuria ardiente de sus noches de hombres jóvenes y nobles en el imperio del mundo. Juntos, Siddartha y él habían abatido en una tarde memorable al tigre que huye del calor y de las flechas con su pelambre de sombras y rincones y habían molestado a las ancianas en las axilas –era un recuerdo dulce en la amargura del poder y de la edad– mientras iban dignas y bamboleantes por agua a la fuente pública, sin saber que esos adolescentes de modales irrespetuosos eran los mismos que reverenciaban en las ceremonias, cuando desfilaban a dos metros de sus canosas cabezas, portados por nubios de mirada ausente, mientras se conmemoraba el aniversario de la ciudadela o la efeméride de una batalla.
La pared se había levantado más alta que el Himalaya entre Siddartha y él desde que sus espías habían inundado su palacio con voces extrañas a las que había que creer, pasado un tiempo, dadas las públicas excentricidades de Siddartha.
Era costumbre entonces, pese a la mesa fraternal y el pan de leche partido entre parientes poderosos, mantener una corte de espías entre unos y otros, por mera precaución y por las dudas.
–Rey del Tiempo y de las vísceras de Brama, Siddartha ha dado la cara y dicho "mírame a los ojos" a un vulgar de sus villas –había exclamado una tarde desgraciada uno de los pagos en la casa de su pariente, sin atreverse a mirar el rostro (supuesto resplandeciente) de su bienhechor, a usanza de la época.
–Siddartha ha donado un paño precioso, no más precioso que aquél que vistes para salir del baño, desde luego, Hijo del Prana, a un faquir extranjero a las puertas de la ciudadela.
–Oh Luz del Indostán, Su Sencillez Siddartha –la fórmula le provocó un frío desasosiego y mandó arrancar las uñas del atrevido, apenas terminado su relato– arrojó un puñado de monedas de oro con su efigie a la muchedumbre, apenas se declaró la fiesta del hambre en honor de los dioses de la sequía.
–Siddartha ha cambiado de costumbres, noble Amo de las Horas: ha obligado a sus seguidores, a sus esclavos y palafreneros, a las siervas de su esposa y a la joven aya designada para su hijo por nacer, a venerar a un dios con cara de hombre que él mismo no acierta a definir.
–Siddartha es un dios.
El puñetazo de Kalideva sonó secamente en el recinto amurallado de silencio y el espía se desmoronó, sobre las losas de mármol, como un ramo de uvas agotado por la ansiedad de las manos.
Entonces había mandado construir la muralla.
Toda una noche y un día habían trabajado los artesanos con mazas forradas de estopa y cinceles bañados con agua saturada de arena para no perturbar el sueño de Kalideva, quien a la mañana siguiente había contemplado algo semejante a su sueño de la noche anterior, fresco pero ya recorrido por las moscas del verano palpable, alzándose entre su primo y él. Reforzando la medianera simple y apenas delimitante de ambas propiedades, se alzaba un muro de ladrillos refulgentes, hechos de mica y de horas sin dormir.
–Siddartha ha obsequiado un quinto de sus reinos a sus habitantes, los negros gondos, de la mejor tierra de vuestros antepasados, conquistadas al son de las cítaras y sin disparar una sola flecha.
–Tu vecino, el innoble Gautama, ha sido sorprendido inclinado en oración por estos ojos que habitan la cara que no osa contemplarte, Señor del Día, y oraba no a una de las figuras de los Brillantes ni a los mandalas que dan la clave de los seis cuerpos que encubren al Atman, sino ¡a la figura de un esclavo erguido detrás del mismo Siddartha, reflejada en un espejo! –Kalideva mandó cegar los ojos del espía y arrancar su lengua, reacio a la sorda confirmación de sus sospechas informes.
Esa noche una veintena de albañiles contratados la mañana anterior en la cercana Drabhiddi, famosa por sus arcadas y sus puentes y sus calles, emparedó la obra de sus predecesores con un espeso manto de caliza y argamasa en los fondos del dominio.
A mediodía, sin descansar desde la culminación de sus trabajos, los mismos albañiles aguardaban en los establos pero con Kalideva las noticias de los espías.
–Siddartha ha proclamado oficialmente el embarazo de su mujer y en vez de alegrarse por un heredero que quizá pudiera disputar, una vez hecha su herencia, el trono de su misma Serena Eternidad –los ojos del espía estaban llenos de sentido común– ha roto con sus fuertes manos sus ricas vestiduras y gritado hasta quedarse ronco la oración de los muertos y anunciado que el nombre de su hijo será "Cadena". ¿Sabe su Serena Eternidad qué significa este griterío de loco? Siddartha se ha encerrado luego en su torre de armas y anunciado que por tres días no debe ser molestado pero que, si alguno lo hiciera, no importa qué estúpida sea la causa, será por él perdonado. Nadie se ha acercado a la torre de armas.
Kalideva mandó que los albañiles de la fastuosa Drabhiddi partieran de inmediato. "En verdad, aunque la pared mide sólo tres metros desde su anchura original, ya nada pueden hacer", fue el resultado de su meditación del mediodía.
"Despidan a los espías de Siddartha de esta mi corte", fue la consecuencia de su cavilación, apenas se habían inclinado las sombras de las vides en los tiestos de su patio interior.
"Dad franco a los guardias de las muralletas y decid a los esclavos que vayan a servirme a mis campos de Gutah, a tres leguas de aquí", exclamó Kalideva mientras se opacaban los recortes que el sol, filtrándose entre los sicomoros, proyectaba cada vez más débilmente sobre las losas del patio donde dictaba las ejecuciones.
La noche se cerró entre las rendijas del palacio vacío y entonces, ya casi sin fuerzas, con un silbido apagado, llamó como de costumbre a su mascota, el gran mono de patillas grises.
El animal se descolgó desde las parras y cayó con una levedad de papel sobre el enlosado. Danzó unos segundos y efectuó algunas de sus gracias más aplaudidas antes de comprender, en su confusa ciencia, que su amo lo miraba con el mismo interés que a los sicomoros.
Entonces fue a sentarse junto a Kalideva y largamente, libre de preocupaciones, se rascó el trasero hasta la medianoche.
Kalideva lo miró hacer y comparó, rascándose, las partes que hacían el recuento de sus dominaciones, hasta la medianoche.

1 comentario:

  1. Mi querido Luis:
    Siempre es un gusto leer tus escritos. Primera vez que te leo en prosa, un cuento interesante, bien narrado. Gracias por compartirlo
    Mi abrazo y mis buenos deseos
    Analía

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