María Isabel Clucellas

Escritora y periodista cultural nacida en la ciudad Buenos Aires, lugar donde reside.
Pertenece a distintas asociaciones literarias e institutos históricos y en la actualidad preside el Buenos Aires Dickensians. Es miembro de número de la Academia de Artes y Ciencias de la Comunicación e integra el equipo de asesores de Letras de Buenos Aires.

Libros publicados:
* Cuentos de monte y machete (cuentos-Editorial Plus Ultra, Bs. As. 1982)
* La última brasa (novela-Editorial Plus Ultra, Bs. As. 1984)
* De céntricos y excéntricos (cuentos, Editorial Lucanor, Bs. As. 1987)
* Tiempos fuertes (cuentos-Ediciones Ocruxaves, Bs. As. 1991)
* Los que esperan (novela, Ediciones El Francotirador, Bs. As. 1994)
* Tide rips en el fin del mundo (novela, Instituto de Publicaciones Navales, Bs. As. 1996)
* Leandro N. Alem. Un caudillo en el Parlamento (biografía, Círculo de Legisladores de la Nación Argentina, Bs. As. 1998)
* El jurisconsulto (novela-ensayo-biografía, Editorial Dunken, Bs. As. 2002)
* Traiciones (novela, Editorial Metáfora, Bs. As. 2005)
* Andanzas de caminante (crónicas de viaje, Editorial Metáfora, Bs. As. 2007)
* Memorias de una infanta porteña (novela-Editorial Metáfora, Bs. As. 2008)

El viaje

Se había desprendido de las convenciones del sábado y del domingo como de un sudario. Estaba liberado. No existía aquel ¿qué haré hoy? que durante tantos años lo atormentara torturando su espíritu, cansado después de una larga semana de trabajo.
Sábado. Domingo. No volverían a ser días de búsqueda, frustrados a medias, incompletos, desencajados, angustiosos, de peregrinaje cerebral, de espera, de planes, de pérdida de tiempo. Dos días que vivía a prisa con miedo de dejarlos pasar sin haber desgranado hasta sus últimos segundos como se desgranan pesadas cadenas sobre una rueda sinfín.
Hoy, mañana, pasado, cualquier día podía ser sábado o domingo. Las barreras de la noche habían caído. Todo era llano, abierto, bajo el despiadado sol de enero que recorta perfiles duros, profundos, en el mediodía porteño.
No existía más el tiempo o, mejor dicho, no eran el reloj ni el calendario los que señalaban los días y las horas.
Vivía en una semiinconsciencia feliz los momentos más perdurables de su vida. Boca arriba en una cama, una de esas camas blancas de hospital, conocía todas las grietas, manchas, ampollas y heridas del cielorraso.
La primera vez, el esfuerzo de abrir los ojos se tradujo en un pesado letargo más prolongado de lo usual. Poco a poco se fue acostumbrando a la penumbra, penumbra densa, cargada de un vago olor a desinfectante, del rozar de pisadas que querían ser leves, del quejido de los enfermos, del abre y cierre de puertas.
Su primer descubrimiento fue el techo. Emprendió un largo viaje recorriendo la fisura que nacía en un ángulo de la pieza. La fisura se desenvolvía bajo sus ojos como un cabo de hilo de la Gran Tejedora: oscura, sinuosa, intrincada, con bruscos interrogantes, ignorando su destino. Mares, continentes, islas, ríos, todo cabía del límite de su mirada. Después… sombras.
Durante un tiempo le preocuparon esas sombras: pertenecían al mundo de los otros. Imaginaba dramas color sangre, cuerpos hinchados, barbijos blancos. Y dolor. Dolor agazapado en los rincones, deslizándose por los pasillos, erguido, inmóvil en la cabecera de las camas, camas de hierro, anónimas y frías.
A veces se escapaba de aquellas ambigüedades, mezclado, amalgamado al olor a desinfectante, otro más profundo y acre. Algo que podría compararse al que exhala la goma chamuscada o las flores muertas.
Con el correr ¿de las horas? ¿de los días? ¿de las noches? se fue acostumbrando también a ese derredor ignoto. Circunscribió su mente a los propios horizontes visuales. Era un aferrarse a lo real, a lo perceptible, a la vida. El reino de las sombras no entorpecía su espíritu. La mente razonaba clara, lúcida, despiadada como la luz blanca y fría de un tubo de neón.
Al principio las figuras que se le aproximaban no tenían forma, eran bultos fantásticos de desmesuradas proporciones que bien podrían ser animales monstruosos, amasijos del delirio, o seres prehistóricos surgidos de la era cavernícola.
Las llagas del techo lo ayudaron a salvar muchos obstáculos. De tanto mirarlas sus ojos se volvieron más firmes aunque aquellos bultos no tuviesen para él nariz ni boca: eran grandes rostros planos rodeados por un halo. Flotaban en el espacio y, al aproximarse, dejaban oír el susurro de sus invisibles pies. Un verdadero infierno. Las manchas del cielorraso no le ocultaban sus secretos. La respiración que sentía inclinada sobre su frente, en cambio, le era definitivamente lejana.
Sentía. Todo lo sentía, con la piel, con la lengua, con la nariz, con los oídos. Eso de menos que no estaba en sus ojos había enriquecido sus otros sentidos. Tampoco hablaba. Era como si quisiese conservar las fuerzas para un fin último, premeditado y desconocido.
Mover la mano derecha, por ejemplo, un dedo siquiera, constituía una meta. Si lo muevo estoy salvado, pensó. Su cerebro se concentraba. Un dedo de la mano derecha. Uno. Tic-tac, tic-tac. La uña había perdido su color rosado. Se pegaba al dedo como un ala de mariposa blancuzca. Pero las mariposas son libres, se mueven, vuelan. Un milímetro siquiera y estoy salvado. Luego de un máximo esfuerzo, el cerebro se distendió. No debo perder el dominio de mí mismo. Los ojos se dirigieron a la fisura: el ángulo, la moldura, las islas, los mares, los ríos, las sombras. ¿Dónde iría a parar la fisura?
Una respiración cerca, una pastilla. Tragó con dificultad. Un poco de agua azucarada. Y los pies se alejaron sin ruido.
Cerró los ojos para escuchar mejor. Le pareció reconocer una voz que emergía del mundo informe. Apretó los párpados. Sobre un fondo azul bailaban estrellitas y puntos de color. Es importante que escuche. Oír, oigo; si escucho, si entiendo, estoy salvado. ¿Superstición o determinismo? La voz se apagó taladrándole los oídos. Vacío. Ausencia. Ausencia de Dios.
Su suerte estaba echada. Sin embargo, si lograba mover un dedo…
Algo no andaba bien. Aunque moviese un dedo no por ello cambiaría su destino. La esperanza hacía tambalear sus convicciones, o su falta de convicciones, como un veneno imprescindible. Cuando se está tan cerca, pensó, omitiendo deliberadamente la palabra muerte, no se puede dar vuelta la cara.
Ahora buscaba en vano una certeza que lo sustrajese de todo análisis interior. La fisura del techo había dejado de prestarle ayuda. Sentía crecer la propia angustia como una planta dañina. El tiempo sin horas empezaba contar, corría. Infancia, adolescencia, madurez. Un repaso general de puntos débiles y puntos fuertes. Una espera continuada que se enderezaba hacia su fin. Se nace, se sufre y se muere solo. Deseo de ver a alguien, de ver algo con cierto significado, que representase alguna cosa. Ver era casi imposible. Adivinar, pudiera ser.
Abrió los ojos con lentitud, como si midiese cada instante, calibrándolo. Sería su última aventura. Los planos más próximos se habían poblado de cuchicheos. Contempló esa porción de cielorraso amigo y copiló energías desde el fondo de su cuerpo ya muerto. Millares de cédulas se reunieron para realizar un esfuerzo supremo.
Al caer hacia atrás la cabeza, sus ojos iniciaron un viaje, perforaron la sombra de lo desconocido y allá, por encima de la parafernalia de cables y tubos que lo había mantenido unido a este mundo, allá, donde terminaba la fisura del techo, sus ojos sorprendidos, aún sin verla, adivinaron la Cruz.

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