Juan Carlos Moisés

Nació en Sarmiento, Chubut, en 1954, lugar donde reside

Libros publicados:
* Poemas encontrados en un huevo (poemas-1977)
* Ese otro buen poema (poemas-1983)
* Querido mundo (poemas-1988)
* Animal teórico (poemas-2004)
* Palabras en juego (poemas-2006)
* Museo de varias artes (poemas-2006 – 1º premio Fondo Nacional de las Artes)
* Esta boca es nuestra (poemas-2009)
* La casa vieja (teatro-1991)
* Pintura viva (teatro-1992)
* Muñecos, un cuento de locos (teatro-1993)
* El Tragaluz (teatro-1994)
* Desesperando (teatro-1997)

Una calle larga con el mar al fondo

El mar se veía al fondo, a unas diez cuadras. El declive pronunciado de la calle conducía al mar como quiera que fuese, aun si se dejara rodar una pelota, o si, en un día de viento —ese día estaba calmo—, las ráfagas empujaran una lámina de papel por el aire. Esa parecía ser la única dirección posible desde el lugar en el que estaban. Para llegar al mar apacible que se veía al fondo tenían que caminar esas diez cuadras por la misma calle larga, pero también lo podían hacer desviándose por alguna calle lateral, hacia la derecha, que en la rosa de los vientos es el sur. Se podía llegar al mar de cualquiera de las dos maneras, pero sólo caminando esas diez cuadras hasta el final de la calle se encontrarían con el muelle del puerto, la costanera, la playa. A veces no es fácil llegar al mar, porque no basta que alguien lo desee. Es necesario que se produzca la suma de varias cosas. Al mar era que iban, a pie.
Baltasar Macías caminaba adelante. Para sus años se movía con rapidez y soltura. Se acercaba a los 50 y doblaba la edad de sus amigos, que además eran sus discípulos dilectos desde que poco tiempo antes fueran sus alumnos en el último año del colegio secundario. En esa marcha desigual, el Cangrejo Sánchez lo seguía casi a la par. Carozo del Río se retrasaba, primero porque caminaba más lento que ellos y segundo porque se proponían sacarle ventaja a propósito. El Cangrejo seguía a Balta —como le decían— de modo incondicional. Era suficiente que éste se detuviera para que el otro lo hiciera al instante. Pero no sólo en cuestión de caminata o de movimiento lo imitaba; también le festejaba sus ocurrencias, que después repetía haciéndolas propias. Si era un chiste, lo contaba como si los otros no lo hubieran oído antes contado por Balta. Si los otros le decían que ya habían escuchado a Balta contar el chiste, con lo cual quería decirle que no lo contara de nuevo, él de todos modos lo repetía con los mínimos detalles. Parecía que el chiste necesitara pasar necesariamente por él ya no para ser comprendido en su extensión sino por un mero trámite de la costumbre. No sólo que le pisaba los talones a Balta sino que lo seguía en todo. Todo, en este caso, quiere decir exactamente eso.
Al mar iban, y al mar iba el Cangrejo si es que a ese lugar seguía yendo Balta. Lo provisorio acechaba en su vida, hasta en los actos menores. Menor fue para él que lo dejaran fuera del colegio, aunque se encargó de decir, tanto a los alumnos como a algunos compañeros del cuerpo de profesores, que había renunciado. ¿Por orgullo lo decía? ¿Por vergüenza? No, nada de eso. Era una especie de desafío. Cada paso suyo consistía en un desafío, grande o pequeño, daba lo mismo. De pasos, por otra parte, constaba, esa tarde, el movimiento de los tres amigos desparejos.
—¡Carajo! —dijo, cuando una camioneta se le fue encima y le pasó raspando, para desaparecer en un instante al fondo de la calle donde se veía el mar.
O había cruzado la calle con mucha desaprensión o la camioneta se había ensañado con él haciendo valer las diferencias. La vida les volvió al cuerpo cuando lo vieron dar tres zancadas y alcanzar el cordón de la vereda. A la vez que Carozo expresaba su furia contra la camioneta, Balta siguió caminando como si nada pasara, y el Cangrejo, detrás, iba callado pero consecuente. La cara, no obstante, era de descontento, no así la del Cangrejo que parecía ponderar con una mueca la salvada del otro.
Fue justo en medio de la calle de la cuadra siguiente que Balta se detuvo. Se dieron cuenta después de haber alcanzado la vereda opuesta. El Cangrejo venía entusiasmado o distraído y no advirtió que el otro había quedado atrás, parado en medio de la calle. El semáforo cambió de color y esa calle larga de una sola mano liberó una tanda de autos. Ellos, los autos, avanzaban por la transversal, también hacia el mar, que no se veía al fondo porque no desembocaba en el mar, a diferencia de la calle larga por la que iban caminando. Después la calle doblaba y tomaba dos direcciones distintas que no era posible ver desde donde estaban. Balta seguía en medio de la calle y los otros lo miraban desde la vereda que un momento antes habían alcanzado sin apuro. Unos pocos autos aminoraron la marcha y lo esquivaron. Otros tuvieron que pegar volantazos cuando lo vieron encima. Carozo se puso intranquilo después de ver las maniobras fastidiosas o desesperadas de los autos que casi rozaron a Balta. Balta era gordito, antes que gordo a secas, y eso favorecía el roce de los autos o la sensación de que efectivamente lo rozaban. El inconveniente del volumen de su figura también puede ser apuntado en su favor, en razón de que era visible para cualquier conductor que viniera prevenido. Después de por lo menos un minuto —pudieron haber sido tres, cuatro, o tal vez cinco, porque la verdad es que parecieron demasiados— Balta dio los pocos pasos que lo separaban de los otros, que lo miraban con distinto ánimo, y siguió avanzando en la vereda como si nada hubiera pasado. Al Cangrejo le pareció que Balta había salido vencedor en ese juego arriesgado. Se le veía en la cara. Carozo no le dijo nada, ni a uno ni a otro, para no agrandar un hecho pequeño que no hacía otra cosa que poner piedras en el camino de ese primer objetivo que era llegar al mar. Carozo se dijo que con el gordito había que estar prevenido. Y con el otro, que lo seguía con ánimo celebratorio, sabía que debía redoblar la apuesta tratara de lo que se tratase.
A lo largo de toda la cuadra siguiente el Cangrejo no habló de otra cosa. Balta, sin embargo, recibía con una fingida indiferencia esas adulaciones, porque en el fondo todo lo hacía para que se hablara de eso. A través del Cangrejo se veían los resultados: reacción, euforia, comentario. Balta lo hacía para sus dos amigos antes que para los otros, como si en consecuencia quisiera, sin embago, tener más que dos públicos expectantes, dos frentes de batalla al mismo tiempo.
Cruzaron la bocacalle siguiente y el Cangrejo todavía seguía hablando de lo mismo. Carozo se la vio venir. El Cangrejo no, porque casi siempre se enteraba de los hechos una vez consumados, lo que era motivo de nuevos comentarios, como si acabara de descubrir la pólvora, como se dice. Era casi improbable que se les adelantara a los hechos con el pensamiento. Ni siquiera se les ponía a la par, que sí intentaba con la caminata. En la esquina siguiente, Balta volvió a cruzar primero, pero esta vez lo hizo en diagonal. Lo de él no era caminar ligero o dar pasos más largos, sino zambullirse. Carozo se quedó parado con un presentimiento, y el Cangrejo miró a los dos, hacia adelante y hacia atrás, sin decidirse. Había una sonrisa de desconcierto en su cara. Balta ya estaba parado en medio de la calle; había puesto en práctica el mismo mecanismo provocativo que amenazaba el entorno. Dicho de otro modo, el cuerpo gordito, llamativo y picaresco de Balta se paró en seco en medio de la calle. Con una tranquilidad pasmosa, se diría que hasta con indiferencia, se puso a mirar el cielo. El Cangrejo lo alcanzó y no supo qué hacer. Los autos, en tres filas apretadas, avanzaban hacia ellos, que estaban de espaldas. Carozo se puso incómodo, y lamentó haber tenido la idea de la caminata de ese día. Un auto iba justo en esa dirección. La cara de espanto del conductor se vio desde donde estaba Carozo. La mujer que iba de acompañante se tapó los ojos con las manos. Las ruedas hicieron un chillido y el auto frenó a un metro. Como no podía cambiar de carril —porque otros autos avanzaban normalmente en los carriles contiguos— comenzó a tocar bocina. Ni Balta ni el Cangrejo se movieron. Se hizo eterno el tiempo que permanecieron sin moverse. De pronto, el que conducía, tal vez en la creencia de que esos dos tipos parados en medio de la calle eran sordos o tendrían alguna discapacidad, se bajó no con ira sino para disculparse. Fue cuando el Cangrejo, en el límite de su resistencia, lo miró con culpa y terminó de cruzar la calle hasta la vereda. El tipo tocó a Balta en el hombro y como Balta no hiciera caso, volvió al auto y poniendo un pie adentro y apoyando otro en el asfalto, tocó la bocina. La mujer quería hacerlo desistir, pero la bocina seguía con su ruido estridente. Estoy seguro de que para Balta recién comenzaba el juego. Sólo cuando él quiso, sin mirar atrás y sin inmutarse, completó con parsimonia los pasos que lo separaban de la vereda, caminando delante de los autos que, ya prevenidos, avanzaban lentamente en dirección al mar. Ahora el hombre del auto estaba solo en medio de la calle, desorientado, ridículo, y los conductores que no habían visto el incidente con Balta no entendían por qué podía estar ese tipo desaforado en medio de la calle, con el auto detenido, la puerta abierta y discutiendo con su mujer. Algunos autos, molestos con el que hacía de tapón, comenzaron a cruzarse de carril hacia derecha e izquierda, tan imprudentes como disgustados. El hombre entró por fin en su auto y arrancó ciego de furia, para mezclarse con los otros autos que se perdían al final de la calle. Los autos dejaron de hacer gambetas y retomaron el andar recto y prudente.
Carozo no pudo callarse. Dijo:
—Pueden seguir solos. No cuenten conmigo para este papelón.
De no haberlo dicho tal vez no hubiera ocurrido nada. O lo que siguió a ese momento hubiera seguido de todos modos. No se sabe. Lo que se supo es que no cumplió con su palabra. Se desdijo o, digamos, se traicionó. No era la primera vez, tratándose de sus amigos. Eran demasiado iguales en sus diferencias, como si uno necesitara del otro para ser el que era.
Balta lo había oído sin que se le moviera un pelo. El Cangrejo creyó sin embargo que era el momento más divertido de la caminata hacia el mar. No porque lo dijera. Pero ninguno era ciego como para no haberlo adivinado en los gestos de su cara. Balta desanduvo el camino, volvió sobre sus pasos y se paró en el mismo lugar donde había estado hacía un instante; esto es, en medio de la calle. La diferencia fue que en lugar de darle la espalda a los autos, les dio la cara. Se puede decir, no sin suspicacia, que les dio la panza, lo que sería más apropiado para la ocasión, porque los conductores verían antes su redondez que los rasgos de su cara escondidos detrás de los anteojos bifocales de marco de carey. Carozo no podía discernir si la situación se volvía cómica o dramática. Con todo, pensó que la respuesta a sus palabras ya se había consumado en ese solo acto y que no tardaría en volver a la seguridad de la vereda. Carozo estaba a punto de saber que a veces modificar un solo acto de una persona es mucho más que eso.
El Cangrejo ya no fue capaz de seguirlo. Balta se movió, sí, pero no para cumplir con el pronóstico de Carozo sino para caminar hacia los autos, enfrentándolos de igual a igual, con las manos en los bolsillos como si caminara en la orilla del río o el campo, sin preocupaciones y sin detenerse. O en la misma playa a la que iban, donde seguramente poca gente habría recreándose en ese día de otoño. Balta siempre iba hacia el mar, aunque el mar a veces se llamara de muchas otras maneras. El semáforo liberó una nueva tanda de autos. Aceleraron. No le fue posible saber si Balta esquivó a los primeros autos o si los autos esquivaron a Balta. Cuando lo perdió de vista —porque además de ser gordito no era muy alto que se diga—, Carozo hizo lo único que podía hacer por él en ese momento: correr en el mismo sentido por la vereda empinada hasta donde lo encontrara. Ni siquiera se acordó del Cangrejo, que había quedado con la boca abierta mirando hacia la manada de autos, camionetas y colectivos que rugiendo desesperados y agresivos bajaban con envión por la calle larga hacia el mar apacible que se veía al fondo.

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