Gregorio Echeverría
Poeta y narrador nacido en Rosario, provincia de Santa Fe, en 1935
* Fundador de la Revista Octógono (1960)
Libros publicados:
* Tercera Fundación
* Miseria Blues
Este negro vacío de mi pecho
“La fantasía, abandonada de la razón, produce monstruos imposibles; unida con ella es madre de las artes y origen de las maravillas.” Francisco de Goya y Lucientes: Epígrafe de su puño y letra al pie de uno de los Caprichos, Madrid 1799.
Qué no dijera en esta hora lúgubre, tan desgarrado por la privanza de tu piel espléndida y casi ciego por no tener ante mí la luz provocadora de tus ojos, dulce paloma montaraz. Si no me fueran tan odiosas las copias y los plagios, me anticiparía a las endechas que varios siglos por delante desgranará un juglar por estas mismas tierras. Todo pasa y todo queda…
Pero es que sólo pasa lo que ha sido. Y lo nuestro no ha sido sino un sueño. Esto me decías cada atardecer cuando el relente del crepúsculo nos traía por los ventanales el perfume de los agrios y el rumor de las fuentes. Que empalidecía al rumor de tus enaguas y al crujido de tus corpiños. Ay Cayetana, quisiera el cielo eternizar el tiempo que corre entre una y otra pincelada. No, claro, que no pudo ser ese mi discurso. Ay señora mía quisiera el cielo eternizar el tiempo que corre entre una y otra pincelada. Ese era el trato que me podías permitir entonces. Y repasar una y otra vez la textura de tus volados y la gracia con que el ruedo de tus vestidos insinuaba y retaceaba a un tiempo los tesoros encerrados. Fruto de ningún huerto tuvo guarda más fina ni senderos más apetecidos.
Me miráis de un modo extraño, maestro.
Perdonadme, señora, en pensamientos más lejanos estaba puesta mi atención. Y sabéis creo -en todo caso- que la vida no ha tenido aún conmigo los mimos del tal magisterio, que a vuestra mera gentileza debo agradecer.
Maestro eres desde ya para mí y no lo tomes como un cumplido. Pero no es tu arte en la réplica de los lazos y puntillas lo que te hace magistral a mi fantasía.
Pues estáis clavando en mi alma una recia estocada, muy señora mía.
Con la misma reciedumbre con que tú clavas banderillas en la mía, si es que hemos de pagar franqueza con franqueza.
Nos os rebajéis al valor de un novillo, señora. Ni pongáis mi humilde arte por faena de diestros. Hay espacios que no conviene transitar y distancias que no es prudente acortar.
Es que lo que escapa casi de mis labios y lo que leo en tu mirada poco tienen que ver con la prudencia. Y una vez que te atreves a cruzar esos espacios, ni las distancias ni las conveniencias tienen ya el menor significado.
Platicadme pues si os place de vuestras fantasías.
Pues que me he preguntado más de una vez si sería tu pincel más hábil en reflejar lo que ves o en plasmar lo que a escondidas imaginas y con lujurioso imperio desearías que se mostrara ante tus ojos.
Este trabajo estará terminado en una semana. Si para entonces no han mudado de orientación vuestras fantasías, os prometo poner a vuestros pies todos los oropeles de mi oficio para despejar tanta inquietud.
Cómo pude, Dios, acercar de tal modo mi cabeza al hacha del verdugo. Loco debí estar lo confieso. Aunque mucho más despreciablemente loco hubiera sido no recoger aquel delicado guante. El choricero ni hubiera pestañeado. Mas lejos estaba yo de su mucho desparpajo y vasta experiencia en estas lides. Siendo como soy en cambio un palurdo para nada acostumbrado al bifronte protocolo de una corte que vivía besando el crucifijo y desvirgando palomas. Qué semana, virgen santa. Siete días de suplicio en que no volvimos a tocar el tema. Aunque la cuestión brillaba en sus ojazos oscuros como una brasa del infierno. Maldita y adorable zorra. Que le hiciera el favor de ajustarle el pasacintas de las calzas. Que le asentara a mi gusto los plisados de la pechera. Que le arreglara la caída de las mangas. Pero de lo otro ni una palabra. Al punto que terminé dudando si aquella charla había en verdad tenido lugar en la realidad del taller o en lo tenebroso de mis devaneos nocturnos. Fueron en verdad casi dos semanas. Pues no atinando a poner los pies en la realidad de aquella historia ni a huirme por el atajo de las pesadillas, me vi forzado a demorarme en detalles por sobre los cuales pude haber pasado con toda holgura. Pues en cuatro días a partir de la tarde fatal, Cayetana brillaba ya en todo su esplendor desde mi lienzo. Dando pie al subido comentario que los cotilleos de palacio le atribuían a un franchute, según para quien no había un solo cabello de la duquesa que no encendiera el más abrasador y lujurioso de los deseos. Abrasador y arrasador, agregara yo de haber tenido siquiera la intuición de que mi cabeza malamente se sostenía sobre mis hombros desde la primera tarde de comenzada la obra. Escaso esfuerzo llegado el caso le demandara al verdugo quitarla de sus goznes y dejarla rodar por el aserrín del patíbulo para regocijo de la chusma. Pero es que estar de pie delante de aquella porcelana indolente que me escudriñaba desde lo hondo de sus ojazos felinos que prometían el cielo augurando a un mismo tiempo los infernales precipicios me daba vahídos. De los cuales me hubiera librado al punto con sólo cerrar los ojos un instante. ¡Vano intento fuera! Conformárame en todo caso con dominar el temblor de mis párpados, el leve aleteo de mi nariz y el palpitar de mi barbilla. Pero quitar la vista de encima de aquella mata renegrida, de aquella displicente y desvergonzada turgencia ora insinuada más que expuesta, ora expuesta más que adivinada, tarea era en todo superior a mis desfallecientes intentos.
De mí sólo tengo conciencia de mis ojos entrecerrados. La suave penumbra del local dilataba mis pupilas bebiéndome como un poseso su mirada que me inmovilizaba con la eficacia con que la serpiente paraliza al pajarillo que se apresta a devorar. Devórame mas no te muevas ni te alejes de mí, hechicera de mi alma. Fascíname y sea yo la más pasmada avecilla enredada en la urdimbre pecaminosa de tus redes.
Pues debo reconocer que por ser un rústico te sabes al dedillo las artimañas del oficio, maestro mío. Dejadme apreciar de cerca vuestro arte.
Os ruego contengáis por algunas jornadas vuestra impaciencia, señora. Los detalles que faltan son el remate de lo que tan generosamente llamáis mi oficio.
¡Qué sabes tú, querido pastorcillo mío, qué impávidas ciudadelas, cuán arrogantes barbacanas han rendido sus pendones a la fiebre abrumadora de esa impaciencia a la que aludes con tanto desparpajo!
No he querido ofenderos, os lo juro.
Ni hubieras podido, eso ténlo por seguro. Delante de mí me ofenderás cuando yo lo disponga y te retractarás en cuanto te lo ordene. Ahora calla y déjame contemplar tu obra en paz. No sea que hayamos malbaratado en esta covacha las mejores tardes de la estación.
Ah, cuánto duele ahora el evocarte, casquivana corzuela. Batida y abatida por monteros y arcabuceros y diestros de puño más ceñudos y soberbios que los infantes de tu difunto dueño. Que si a todo lo ancho de las Europas se allegaron los alaridos de triunfo de nuestros tercios flamencos, no hay rincón del reino adonde no resonaran tus insaciables aullidos y los impertinentes reclamos de tu gula. Oficio me exigiste y mi oficio te di como en igual medida no lo diera si de la Santísima Virgen se hubiera tratado el negocio, válame Dios. Me acosaste en tertulias y salones y a la mediasombra de los despachos. Y mucho me equivoco o también bajo el dosel de tu cámara y al calor de tus sábanas fuiste entretejiendo la telaraña en la que tenía tu capricho dispuesto enredarme. No en vano repiten en voz baja los servidores de palacio y otras gentes de mayor alcurnia que más puede uno solo de tus rizados bucles que la desnudez de cuerpo entero de la bruja de Parma. Todo lo hiciste tuyo con un gesto displicente de niña consentida. Con tu inimitable mueca de terquedad y coquetería. He pensado que un retrato hecho por vos pondría un toque de interés en nuestra finca de verano. Lo diste por resuelto y no volviste a dirigirme la palabra. Ni la migaja de una mirada. Dos meses más tarde empezó el que habría de resultar el peor suplicio de mi vida. Mi desgraciada lucha entre la moral y la carne. Lejos aún mi cabeza de los monstruos que años después habrían de acosarla, haciendo de mi razón un sórdido amasijo de rencores y lealtades. Me sabías vencido de antemano, ni qué decirlo. Aún me engañan mis pobres oídos haciéndome pensar que escucho en este instante el tumultuoso batir de mis arterias al acomodarte en la postura que te daría la gloria y a mí me sumiría en el mayor y más acre desasosiego. Vigila tus torpes manos, pintor. No quisiera que tus colores impetuosos y tus óleos ordinarios ensuciaran mis vestidos. Fue la primera muestra de tu paciente cacería. Mostrando y escondiendo, avanzando y retrocediendo, ofreciendo y negando me fuiste acorralando como el matador abruma al toro antes de rematar la faena. Y qué remate, virgen santa. Más de diez años han pasado y revivirlo me escuece aún lo hondo de la médula. Mi pequeño pintor de santos de alcoba, me espetabas entreabriendo con una gracia inigualable las valencianas de aquel escote por donde mi sensatez terminó desbarrancándose.
Acércate a tu modelo y hurga en mí como yo he hurgado en los pormenores de ese lienzo. Nada más siguiendo el rastro de tus pinceladas. Buscando la huella de tus dedos. Fisgoneando aquí y allá por cada pliegue que tus ojos se cansaran de valorar en sus sombras y en sus luces. Ven ahora a mi lado y convéncete hasta dónde ignoras la tormentosa resolana de mis playas.
Qué feroces premoniciones no atenazaron mi alma en aquel mismo instante. Ajeno a las argucias de la montería e ignorante asimismo de lo que acontecía en lo recóndito del ruedo, habiendo la anchura de un mundo entre las gradas y la arena. Mas no fuera esa la dificultad para cerrar los ojos e imaginarme allí dentro de rodillas, abandonando la muleta y empuñando el acero con la mirada fija en aquellas cuencas encendidas. Mal momento para develar, sin que me temblara la mano, cuánto de ira había en los sombríos tizones y cuánto de lujuria. Puesta mi memoria en ese momento en un episodio de palacio, me vi delante de la imagen del anciano Carlos. Pienso que los nobles están más a salvo de las infidelidades que los plebeyos, majestad. Porque no abundan las estampas principescas que puedan atraer a sus esposas. Qué tonto eres, hijo mío, qué tonto eres. Y al volver a la realidad, esfuerzo hube de hacer para quitar de mi cabeza la visión del miura y la del viejo rey. Y para disipar la sequedad de mi garganta.
Os percibo distante, diría yo como enfurruñado, amigo mío.
No tal, señora, no tal. Quién elegiría estar distante de vos, siendo como sois centro de todo encanto y asiento de cuanta complacencia pudiera apetecer el más quisquilloso de vuestros servidores.
A tu servicio y tanto me tienes tú desde hace meses. No es que te lo reproche, qué va. Estas paredes son testigos de lo mucho y de lo tanto. Tanto que temo hayamos incurrido en excesos que ni esta sociedad hipócrita y mohina dejará de pasarnos la factura al menor soplo de esos vientecillos sin los cuales la corte sería un mortal aburrimiento.
Malo fuera para vos que nuestros negocios se ventilaran en el Rastro. Y no lo digo pensando en mi honra, que poco importa a la hora de las pócimas la honra de un rústico. Mas la vuestra, que os habéis quitado de encima con la misma gracia con que echáis sobre la otomana para mi maravilla vuestras gasas y hopalandas, Cayetana.
Pues ayúdame a deshacerme de estos refajos y háblame de tus sienas y tus ocres, que te escucho con la cabeza y el corazón temblando como una cervatilla mientras me mimas y me enciendes como tú bien te sabes.
Me dicen que has muerto. Que tu luminosa blancura ya no refleja ni la codicia ni el hartazgo de este mundo, Cayetana. Y no puedo imaginar mustios unos frutos que estallaron de vida entre mis manos. Me resisto a pensar fláccidos esos músculos de tu cuerpo bravío arqueándose en el supremo gesto del rechazo y el envite. Te amé, Dios me perdone. Me amaste me sopla el incordioso diablillo que se cura de rejonear mis recuerdos y mi sueño. ¡Mis sueños, válame la eterna condenación! Sueños de una locura que mi locura llamara los sueños de la razón. Sabes que no pero aún piensas que te amaba. Pincha y pincha demonio. Hinca y rejonea, que no es en la carne sino en el corazón donde más duele, pequeño somorgujo. Roe mis entrañas, deshilacha mi piel, hiende con tus colmillos este vacío de mi pecho que han llenado de penumbras y de lutos las misivas agoreras.
Ignoro aún si has sido sólo un caprichoso sueño de mi razón atormentada. O si por lo contrario fuera yo la intrascendente y efímera razón de tu capricho. Develarlo no atenuaría la quemazón del hierro que me roe ni aclararía la luctuosa sinrazón del fuego que me siembra tu memoria.
Ignoro si las tinieblas que me acechan son las formas vivas de los esperpentos y fantasmas que he plasmado en mis días de delirio o es que de mi propia mente van brotando las sombras y en brotando soplan sobre el rescoldo de la impaciencia que nos dimos y las distancias que no guardamos.
Ignoro -en fin- cuya fue la primera verónica y cuya la postrimera embestida sobre esta arena que impúdicamente ha devorado las pastoriles ambiciones y las nobiliarias fiebres, a despecho de los estatutos y las bulas.
Mas no ignoren la corte y el reino todo y las Españas, mi pequeña zorra de madreperlas, que ha sido tu vientre de alabastro el acalorado lienzo de mis más gloriosas pinceladas.
Segundo Premio XII Certamen Internacional de Relato “Meliano Peraile” / Comisiones Obreras de Madrid 2004.
Certamen de Relatos Cortos Meliano Peraile (2000-2008), Fundación Ateneo Cultural 1o de Mayo, DL: M-52305-2008, Madrid nov. 2008.
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