Jorge Taverna Irigoyen

Poeta, ensayista, crítico de arte nacido en Santa Fe.
Ha publicado una decena de libros de poesía, crítica e historia del arte, mereciendo numerosos premios por su labor. Sus narraciones breves, bajo el título Historias verosímiles, fueron publicadas por la revista Letras de Buenos Aires, el suplemento cultural de El Litoral de Santa Fe y la Editorial de la Universidad Nacional del Litoral. Fue Director Provincial de Cultura, director y fundador del Centro Trandisciplinario de Investigaciones de Estética de Santa Fe y presidente de la Asociación Santafesina de Escritores. Es miembro de la Asociación Internacional de Críticos de Arte y Presidente de la Academia Nacional de Bellas Artes.

Historias mínimas

Crónicas

I
Demócrito vuelve después de estar cinco años en Egipto, al lado de los geómetras. Es uno más de sus largos viajes, que merecen las reprobaciones de Leucipo. Hipócrates de Cos no dice nada, porque lo admira. Y sabe que esos viajes tendrán pronto fin. Cuando Demócrito se arranca los ojos para meditar mejor, Leucipo se horroriza y arrepiente. Hipócrates, en silencio, comprende que ha ganado el optimismo de Demócrito sobre el pesimismo de Heráclito, que llora por todo.( La historia es piadosa y los absuelve por igual)

II
Es la hora en que las piedras vuelan y nadie sale de sus casas por temor. Un anciano se rebela. La lluvia de piedras lo cerca. Pero él, con rápidos golpes de karateca, las va cortando en el aire. Cuando todo es un manto de pedregullos, llama a las puertas para que comiencen a salir sin temor…Hasta mañana.

III
Fuimos al circo y la función me defraudó. No había leones, por aquello de la protectora de animales, y los perros malabaristas estaban llenos de sarna y se rascaban y las pelotas caían al piso. Unos chicos se metieron en la pista, tras los payasos, y les sacaron las narizotas. Todo salió mal, y para festejarlo fuimos a un festival de rock.. Allí me quitaron la pollera y las zapatillas y hasta me cortaron las trenzas con una cizalla. Al entrar a casa, mamá lanzó dos gritos. Es que los circos han cambiado mucho, la tranquilicé.

IV
En las cuevas de Covadonga dicen las crónicas que está guardado un tesoro. Allí derrotó Pelayo al ejército moro de Alçama. Los duques de Montpensier, que por ahí anduvieron, también escucharon eso dos siglos después. Y hasta Carlos III se interesó por las versiones, aunque no envió súbditos. Alfonso I y el tal Pelayo están sepultados a la entrada, en la misma roca horadada, como guardianes. Los turistas que llegan a Oviedo y las visitan, nunca han hallado nada. Aunque hoy, al salir, nos revisaron bolsillos y mochilas y los datos personales de cada uno…Por las dudas.

V
La crónica del robo no sirvió ni para los diarios. Todo figuraba calculadamente mal. El insistió en que lo que más le dolía era la propia conciencia. Pero nadie lo tomó en cuenta. Entonces, buscó a su cómplice, le dijo que iba a confesar todo y fue derecho a la comisaría. Allí, su hijo mayor estaba declarando. Volvió a salir. Un año después, al retornar a casa, el hijo aclaró que las rejas no le dolieron.

VI
Es en Pisa. Galileo Galilei pone su ojo en el telescopio, aunque certeramente no sabe lo que va a ver. Piensa que –a más del Cosmos- pueda ver más cerquita a la torre inclinada Pero como todavía no la han construido, se contenta en contemplar los anillos de Saturno.


Musicalis

I
Cuando Haydn conoció al joven Beethoven, pensó que podía encauzar su talento. Las pullas de Mozart no le importaron. Y le dedicó tiempo Ya anciano y en la gloria, Haydn está sentado en uno de los bancos en la capilla de la corte de los príncipes de Esterhazy, sus protectores. Piensa que la vida es buena. Un órgano toca fragmentos de su Stabat Mater. Lo reconoce. La inmortalidad no existe. Sus años más felices fueron aquéllos de niño coreuta en San Esteban, en Viena. Alguien se sienta a su lado, le toma una mano y la besa. Es Beethoven.

II
Toca el laúd, después de haber pasado por las cuerdas de la mandolina, la bandurria y la cítara. Abraza la caja y pasa sus pulpejos por el nácar y las maderas taraceadas de su superficie. Ama el laúd. Con él cantó a la vida y despidió al padrastro. Ama el laúd que cada día le da la paz de acceder al Paraíso. Ama el instrumento que, en un movimiento de la góndola, se desliza de sus brazos y cae a las profundidades de un canal veneciano.
(Es el mismo laúd que tocara Ginevra dei Benzi, mientras la pintaba Leonardo Da Vinci)

III
En clave bizantina, los músicos de smoking comienzan a tocar. Virtuosos. La platea silenciosa. La luz focalizada. La cámara sonora en grises plúmbeos. La rectora batuta por los aires. Y el teléfono celular que despunta junto a otro más allá y otro en la primera fila y en el fondo. La coralis vulgaris desconcierta al concertino, quien violín en mano azota el instrumento sobre el palco avant scene, donde el régisseur acaba de desmayarse.

IV
Nunca aceptó lo de niño prodigio. Y menos, con el poder de su batuta frente a los cuarenta osos que debe dirigir, que lo miran con sorna. Hoy lo ha decidido: al subir el telón, les marcará tiempos equívocos para que la orquesta suene mal y la silbatina los baje a los cuarenta de su pedestal de cartón.

V
La música le entra por los ojos, en vez de los oídos. Y dicen, le diagnosticaron, que es una patología de competencia sensorial. No entiende: cuando va a los museos de arte, jamás escuchó cantar a las pinturas.


De contrastes claroscuristas

I
Tiziano ha olvidado los años que tiene encima de sus hombros. Pinta y repinta un nuevo retrato de gentilhombre. Las sombras del lienzo se conjugan con las de las cataratas de sus ojos. Mira hacia el gran ventanal. El emplomado de los vidrios desdibuja la luz. De pronto, el de la tela se levanta de su trono y le tiende una mano. Tiziano, con naturalidad, deja la paleta y se la estrecha.
II
En el atardecer las sombras crecen. Son fantásticas por su tamaño y no logra individualizar una pequeña, revoltosa, casi irreverente. Tiene forma de ardilla. La toma entre sus manos y se deshace. Seguramente se la ha enviado Merlín, que no cede en hacerle pullas desde que le ganó en una chanza literaria…

III
Negro de humo para los fondos tenebristas. Y una vela encendida que focalice el rostro de la doncella. Es ahí donde Vermeer no logra controlar los vínculos. La vela titila. La doncella gira la mirada aunque él trate de contenerla. Los fondos se encienden y pierden su gravidez. Justo, justo cuando la llama toma el cortinado de la derecha, que Vermeer acaba de terminar, e incendia el caballete.


Los miedos

I
María Eugenia los siente agazapados, prontos a saltar. Son los miedos que la rodean, la tironean, le hacen muecas. Los miedos que ha vivido desde siempre. Ya ha recurrido a médicos y manosantas. Todos le dicen lo mismo: rece mucho. ¿Por qué rezar? ¿Acaso es el demonio quien me persigue? María Eugenia siente que sólo el fuego acabará con esos miedos. El mismo fuego de Juana de Arco. Y viaja a Rouan, a preguntarle cómo se hace.

II
Se casa con miedo. Es un matrimonio que quizá podría funcionar, pero no funciona. Ella es hipocondríaca y todo lo ve al revés. El es esquizofrénico, y si bien potente amador, su cerebro está partido en varios hemisferios más. Quien primero se interna es ella. El la sigue a la clínica. El psiquiatra le quita el miedo y se adueña de algo más. Una enfermera se ajusta a las propiedades amatorias de él. Obviamente, salen curados.

III
Tengo miedo de cerrar la puerta y que esta noche no entre nadie. Las noches de insomnio son interminables. Hasta hablar con un amigo de lo ajeno me corta la angustia.


Abismos

I
Sorteó todos los abismos con habilidad. Algunos lo ven como un duende. Otros, simplemente como un saltimbanqui. Pero no es ni lo uno ni lo otro. Mutante sin nombre, es sólo un juguete a cuerda.

II
Profundo el abismo de tu mirada. En ella me hundo con la pasividad amorosa más intensa. Dentro de tus ojos he hallado todas las polifonías imaginables. (Ninguna me estaba destinada…)

III
Entre el Aconcagua y la cima más alta del Himalaya, no duda. No son las alturas las que lo convocan. Es en los abismos donde desea introducirse, caer, alcanzar la mayor profundidad. Incapaz de resolver las cosas, hoy asume para sí la pobreza de un pozo ciego…

IV
Un frío intenso lo despierta. Le han robado la casa.

V
Al escapar, entra a una gruta oscura. Sin salida. Se acuesta sobre la piedra, exhausto. Ya no importa nada. Oye que afuera tiembla el rocío. Su corazón golpea sin ritmo. Entonces, la mirada del cíclope lo tranquiliza.

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