Gloria Lenardón

Es santafesina, vive en Rosario, publica notas de opinión en distintos medios, dirige la colección de narradoras “Semillas de Eva” en editorial Fundación Ross

Libros publicados:
* La reina mora (Novela, Premio Emecé, 1987)
* A corta distancia (Novela, Sudamericana, 1994)
* Eva maravillosa (Novela, Alción, 2006)

El destierro

Y dijo que sobrevolaban Buenos Aires con encarnizamiento poco común a esa altura en la que no se podía descontar la aparición repentina de un obstáculo, de algo imprevisto, con los ojos fijos en las terrazas de allá abajo, precisas, casi geométricas, como un damero abigarrado, sufriendo la luz que ese momento del día pegaba a las ventanillas, imaginando con terror que muchos ojos miraban el avión, como si de él se suspendiera una virgen esculpida, una enorme virgen blanca, con los brazos extendidos para bendecir toda la ciudad.
Que no se veía dulce la vida a ras de la ciudad, sobre las terrazas, entre los tendederos raídos, los trastos abandonados, las escaleras que desembocaban en recovecos oscuros, las piezas cercadas por plantas fantasmales y patios estrechos. Pero eso ahora no importaba, lo que importaba era la acumulación de ojos, la mirada única que se habría formado si hubieran sabido.
Porque la virgen no se hamacaba en una de las alas del avión, como una presencia celestial que ha condescendido bajar porque quiere hacer una travesura, ni llevaba las manos húmedas de agua bendita para bendecir desde las alturas a aquello minúsculo, borroso, que se veía allá abajo y que constantemente pasaba y desaparecía.

Dijo que el hada buena argentina, la bella imagen de prácticas religiosas caseras, esa pegada con chinches en los altarcitos improvisados, que dominaba la mística familiar desatando un fervor jamás dado en la intimidad de las iglesias (por eso tantas flores, tantas velas ), estaba adentro, en un cajón, a dos pasos de distancia del que se cortaba las uñas con un alicate de acero.
Que eran pocos y estaban desparramados por distintos lugares, controlando, disimulando los nervios de punta, no hacia falta controlar porque al avión ya lo habían sometido a infinitos controles, pero no podían quitarse de encima el miedo, miedo a fallar sobre todo, a no descubrir una bomba, eso hubiera sido un terrible desastre, no por ellos, conocían tanto los riesgos que no tendrían sorpresas , pero si por ese cadáver en particular, ese cadáver que les quitaba el sueño - no se puede destruir una muerta con ese predicamento-

Que les hubiera gustado sobrevolar otro sector de la ciudad donde los jardines florecen en diseños programados para frentes con arcadas, balcones, salientes, en concordancia con lo que resguardan, con lo que se construye por detrás, amplios espacios con muebles que se adaptan a la perfección y donde nada se deja al azar . Acaso no hubieran descubierto el avión, por los viejos árboles propios que ocultaban el cielo para mirar, por los ocres y violetas de sus patios en la tarde a punto de terminarse, por el sigilo al que estaban tan acostumbrados de otros aviones y otras rutas en el aire que nunca se turbaba con demasiados ruidos.

Sin embargo acercarse hubiera tenido su razón de ser, en aquellos sitios el avión hubiera hecho sonreír con enorme satisfacción a los que reclinaban la cabeza en sus sillones favoritos, sobresaltados de golpe, miren el cielo, qué fantástica sorpresa, después de tanto esperarlo, alcanzados por la luz de los veladores recién prendidos se pegarían a sus teléfonos ¿el ruido de ese motor allá arriba no es histórico?
Ya no volverían a sentarse igual; tropezándose con las patas, levantándose una y otra vez, buscarían confirmación ¿Es posible?
Dijo que hubieran necesitado un megáfono de proporciones mucho mayores a las ordinarias para revelarles el nombre, no les hubiera entrado en la cabeza, el nombre que se ocultaba en ese cajón, ese cuyo brillo se había deteriorado tanto.
Por los traslados, por los roces y cierta desidia en el manejo tan diferente de los primeros momentos, el recelo, la reverencia, se habían perdido pronto. La muerte en depósito, decía, no tiene la solemnidad de los lugares especialmente preparados para recibirla. A cierta altura ya nadie imaginaba que aquello en algún otro lugar se hubiera rodeado de flores.

Que el portavoz hubiera tenido que ser gigante para poder atronar el aire y enterarlos a todos qué diablos, que la soledad allá arriba había que sufrirla , que quién la aguantaba, siempre parecía hacer demasiado frío, mientras abajo los pies descalzos siseaban sobre las alfombras y se encendían sahumerios para perfumar las salas, el perfume de los sahumerios más el perfume de los vinos, había que estar arriba imaginando las copas hasta el borde, el vino blanco helando los dedos y las gargantas.
Si hubieran de verdad atronado, si la voz hubiese saltado del avión y llegado al debido sitio - que desafiara esa poca disposición para recibir sobresaltos- la soledad hubiera pesado menos.

Había que abrir los ojos, mantenerse despierto, no amodorrarse, entre el vacío de afuera y el de adentro tan iguales que no se distinguían uno del otro los minutos eran interminables, no había en qué ocuparse, en la cabeza el pensamiento pesaba más que una piedra, era una linda masa lisa de piedra , también pesaba la angustia, decía, y el temor al fracaso.
Que trataba de ocuparse, eso sí, en cosas menores, no es difícil si hay una voluntad mínima, pero a él le fallaba, a veces apenas podía mover las piernas cuando aparecía algo , lo olvidaba al segundo, olvidaba lo que se había propuesto hacer. Con los brazos colgando se arrastraba hasta cualquier asiento, fumaba un cigarrillo tras otro.
Que se habían alejado muy rápido de la ciudad, los edificios, las zonas de árboles, la bruma sucia dejaron de verse muy pronto, sí estaban las nubes amontonándose debajo del avión, muy grandes, molestas, tenían mucho que ver con la atmósfera de adentro, con la intromisión del avión, con la muerta.

La negrura había llegado demasiado rápido, con una velocidad inusual, quizá por los ojos embrutecidos por el cansancio y la rara incomodidad que les pegaba la ropa.
Lo más llamativo era el resplandor, en el centro de aquellas nubes irradiaba, en esa mezcla de luz y oscuridad había algo tenebroso, se avivaba a medida que el tiempo pasaba, atravesaba los vidrios y golpeaba la madera del cajón arrancándole un brillo que obligaba a apartar los ojos.
Dijo que el del alicate de acero daba vueltas con él, molestando, éste qué va a hacer se preguntaba, lo ocultaba y de golpe lo sacaba a relucir, dudaba de que fuera un alicate, nunca se decidía a guardarlo del todo en el bolsillo.
En un momento se puso a recoger restos, los de uña caídos en el piso, con un cuidado exagerado. Trataba de no olvidar nada. Era ridículo. En cuatro patas se ocupaba de eso, había olvidado sus cigarrillos para mirarlo, nadie le había llamado la atención pero él se ocupaba como si de verdad lo hubieran hecho.

Dijo que uno comentó, qué nalgas. Las nalgas flacas apuntaban al del asiento de la derecha, evitaban mirarle la cara inflamada por el esfuerzo, tenía una hinchazón repentina en la nariz y en la vena que le cruzaba la frente.
Pero aún así, desde esa incómoda posición, sin dejar de recoger los pedacitos de uña y colocarlos en un papel abierto sobre el piso, lanzaba rápidas miradas al cajón, como si en esos breves intervalos pudiera pasar algo, algo que tarde o temprano le reprocharían, dijo que todos estaban ahí precisamente para que les palmearan el hombro: Lo han hecho muy bien.

Dijo que había que ocupar el tiempo. Y el tipo del alicate lo ocupaba, aunque más no sea andando en cuatro patas buscando restos por el piso , sin prestar atención a esa luz cambiante, oscura, que le daba en la cara y se la transformaba.
Al cabo de un rato los pocos que eran - en realidad eran muy pocos - se juntaron frente a una de las ventanillas y se desperezaron como si hubieran estado durmiendo. Un sueño pesado y completo que los obligaba a estirar los brazos.
Hicieron ejercicios, arriba, abajo, arriba, abajo, marcaba uno.
Se mantenían continuamente de espaldas al cajón, a propósito, no mirar ayudaba.
Hacían ejercicios y se agitaban, las hebillas del uniforme recibían la presión de sus movimientos, eran de bronce, brillaban, los ojos de todos también brillaban.

Dijo que mantenían la unión del grupo a toda costa, ninguno se apartaba de la ventanilla y por un buen tiempo nada salvo la luz rara y monótona del exterior y el zumbido que la acompañaba consiguió interesarlos. Perdidos en sus propios pensamientos estaban más cerca del amodorramiento que de la concentración.
Alguien dijo un chiste y se rió, se rió con ganas. Faltaban los chistes, dijo otro, y los demás también se empezaron a reír. No los sorprendía reírse así, sin ningún remordimiento.
El del alicate dijo que habían programado hasta el más mínimo detalle y que hasta ese momento todo había salido bien. De golpe le dio otro ataque de risa. Le saltaban las lágrimas.
Sacó de nuevo su alicate y señalaba algo. Los demás ya estaban de nuevo en silencio.

Dijo que uno de ellos sacó un pañuelo y se acercó a la ventanilla, se puso a limpiar el vidrio, esto está sucio, decía que ese color de luz se debía a la mugre de los vidrios. Era imposible. Sabían cómo habían estado preparando el avión. No hubieran pasado por alto ese detalle, más aún si consideraban la limpieza de todo lo demás.
Pero se dejaron convencer, es mugre. Un poco por hacer algo y otro poco porque esa luz era de verdad irritante, sacaron sus pañuelos y se pusieron a limpiar, frotaron sin mirarse, se ignoraron unos a otros hasta que se escuchó un golpe. Seco. Mínimo. Inmediatamente se volvieron y miraron el cajón. Es el alicate, dijo el tipo riéndose, recogiéndolo del piso.

Guardaron los pañuelos, con el mismo irreflexivo ademán con que los habían sacado La limpieza había durado poco. Ningún cambio en el color de la luz, los vidrios seguían tan limpios y turbiamente iluminados como siempre

Dijo que sin saber quién había hecho punta, sin mirarse, olvidando las ventanillas, se encontraron rodeando la muerta. La tapa del cajón no estaba sellada, se desplazaba un poco hacia un costado, un empujoncito para correrla del todo bastaba, el del alicate dijo que la madera tenia demasiados raspones, que se acercaba más a un cajón con mercadería que a un continente ilustre. Faltaba una manija. Había orificios.

Trajeron papel. Empezaron a amasar bolitas, bolitas muy chicas, las amasaban mucho, hasta que se les acalambraban los dedos. Después las metían en los agujeros a presión, no con el afán de restaurar, de disimularlos, quedaban muy feos, sino por no aburrirse, por huir de la soledad que sentían aunque estuvieran en grupo Dijo que hacer algo útil con los dedos, tocar materia, los distraía. Que el espíritu necesitaba de estímulos concretos y que las ventanillas o los brazos cruzados estaban muy lejos de dárselos. Penosamente se movían en esa actividad de restaurar, pero algo era algo.
Que empezaron a hablar de la muerte. Tan juntos cerca del cajón los obligó. Primero de circunstancias generales, ningún hecho preciso, hasta que uno recordó. Recordaba con los ojos bajos como si todavía estuviera avergonzado. No pude, no pude, decía. La muerte del padre lo había pasmado. Era muy joven. No había podido encararla. Daba detalles de la habitación donde había ocurrido, yo tan pibe, admirándolo tanto.
El del alicate hizo un ruido para interrumpirlo, el otro siguió. Cuando lo supo muerto, tendido en la cama, quiso verlo, por la puerta entornada, imaginaba lo que seguía en su sitio, todo lo que él usaba, adentro de la habitación que se había trastornado. Entendió cuánto se había trastornado con sólo verle las manos quietas sobre el pecho.
Por la emoción se sonrojó, metió la cara ardiendo en el pañuelo, se sonó, era el mismo pañuelo con el que había limpiado los vidrios.
Dobló el pañuelo, varias veces, disimulaba, se escondía detrás de los párpados bajos. Dijo que la muerte era otra pero que no importaba que siempre las muertes se relacionan y que él casi sin darse cuenta se había puesto a hablar de su padre, de aquella muerte repentina que no había querido mirar.

Dijo que alguien había ido a hacer café al fondo y que mientras tanto el del alicate cortaba papel, como había hecho con las uñas primero dejaba caer pedacitos y después los recogía. Que lo miraron un rato hasta que ocurrió. Que fue precisamente el de la evocación el que descorrió la tapa.

Y la mujer apareció. Apareció ante la vista de todos. Rubia, con la delicadeza de su muerte envuelta en la luz que se apagaba en la ventanilla. La miraron. Por un rato la miraron. El cuerpo no parecía sufrir, aprovechaba bien esa palidez que sólo es capaz de dar la muerte .Entre lo que habían imaginado y esos rasgos había mucha distancia.
Está embalsamada, dijo el del alicate.
Miraban el mentón, la curva de la nariz y de la frente, las mejillas apenas deprimidas, debajo de los párpados y las pestañas los ojos parecían intactos. Hasta la voz que no habían querido escuchar jamás y que debieron hacerlo por obligación en tantas concentraciones parecía estar también ahí y que en algún momento los sorprendería. Dijo que el que había corrido la tapa estaba tan inclinado sobre ella que por un instante tuvieron miedo de que la tomara en brazos. Acercó su mano al cadáver como para acariciarlo. Veían su mano contraída.
Dijo que se hizo un cerco en torno del cajón. No decían palabra.
Pese al movimiento de protección de los cuerpos la mano avanzó. No respiraban. Ese suspenso lo incitaba. Le rozó la cara. Algo les atraía irresistiblemente. Convenía no intervenir, sólo se oía el ruido del motor, la luz casi se había ido por completo, inundaba el olor del café.

Hasta que se oyó el estallido.
El del alicate había manoteado su taza, estaba por la mitad, la había puesto hacía un rato en esa bandeja, la taza voló por el aire y se estrelló contra el vidrio de un foco, lo astilló. Sin saber cómo el del alicate se encontró de rodillas. Sus labios parecían amoratados de furia.

Dijo que alguien prendió todas las luces. Que tirados por el piso, entre los vidrios, estaban los pedazos de masa que el del alicate había puesto a sopar en el café.
Limpio, dijo.
Recogió los vidrios, la masa molida, pidió papel y envolvió todo, después sacó el pañuelo para absorber el café.
Apagaron las luces; dejaron una sola encendida en el fondo.

Dijo que el deseo de huir de aquel avión crecía cuanto más se apartaban, cuanto más se mantenían de espaldas con el cigarrillo en la boca y los ojos fijos en la ventanilla. ¿Pero cuál era la verdad? Tendrían que haberse sentido tranquilos, no tenían nada que hacer salvo esperar, dormitar un poco buscando la luz escasa y el zumbido del avión para entrar rápidamente en el sueño.
Insensiblemente se habían ido juntando cerca de la ventanilla última, se escuchaban respirar, en apariencia no se prestaban atención
Dijo que uno había sacado un pañuelo - impecable, no se había ocupado de limpiar las ventanillas- y se lo pasaba por la cara, no lo habían visto sudar pero se lo pasaba igual. Sobre la frente lo dejaba un poco más, sus nudillos estaban blancos .Lo había desdoblado, extendido, del pañuelo emanaba un fuerte olor a colonia, parecido a flores marchitas. Absorbían el olor. El pañuelo era de una blancura mortecina. Decía que el viento hacía mover demasiado las alas y que como cuando era chico le escuchaba decir que se caigan .

Dijo que por momentos creía que había pasado el tiempo en que todo era normal y se sentaba a la mesa con su familia, que estaba convencido de que el viaje entre esas nubes rarísimas duraría indefinidamente hasta que llegó un momento en que pudieron sentarse y estirar las piernas.
Y dijo que se pusieron a comer caramelos. El ruido del papel los distrajo, parecía el de chicharras, eso y el olor a frutilla los distrajo, dijeron que a lo mejor abajo estaba el verano. Pasaban revista a las acciones. El baile empezaría ni bien el avión carreteara en la pista. Los papeles que se exhibirían, la ambulancia conducida por fulano de tal, la cadena de hombres, los sitios ineludibles, las contraseñas. Las palabras se disolvían en el azúcar, en el almíbar espeso del caramelo chorreando en la lengua. Rebuscaban en la caja buscando gustos. Ninguna muerta, aunque estuviera a dos pasos, y aunque se tratara nada menos que de ésa, se los prohibiría. Dijo que las ocupaciones más fútiles son las adecuadas para esos momentos. Hasta lamerse los dedos después de tirar el papel les gustaba. Nadie miraba el reloj ni calculaba la cantidad de kilómetros que faltaban. Nadie mencionaba nada que no se relacionara estrictamente con el pequeño círculo que comía caramelos frente a la ventanilla.
Dijo que uno se quitó las botas y se quedó en medias, que al rato todos estaban en medias, que milagrosamente aparecieron una mesita y un mazo de cartas, el avión zumbaba. Palpando, reconociendo con los pies lo muelle del piso, la suave vibración que transmitía el fuselaje, metían la cabeza en las apuestas. No había sido mala ocurrencia librarse de las botas. Después también se quitaron la chaqueta.

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