Enrique M. Butti

Escritor y periodista nacido en la ciudad de Santa Fe, en 1949
Su libro La daga latente-9 cuentos casi policiales obtuvo el Primer Premio Fomento a la Producción Literaria del Fondo Nacional de las Artes.

Libros publicados:
El fantasma del Teatro Municipal (novela)
No me digan que no (novela)
Aiaiay (novela)

A precio sin competencia

Las sesiones de ascendentalismo tenían lugar en un galpón que al principio había sido un degolladero de gallinas y después el depósito de unas telas que en poco tiempo de estacionamiento y equivocado apresto se habían cargado de un aura tan maligna que se quebraban como papel y que hubieran terminado irremediablemente destruidas por inservibles si no hubiese llegado el que sería el Pastor Jonás y por casi monedas comprara esa partida de toneladas y toneladas de lienzo blanco sin querer revelar qué uso podía darles, negándose incluso después de concretar la operación a pesar de la insistencia intrigada de los vendedores, sobre todo cuando apareció poco después con el suficiente dinero como para ofrecer la compra del terreno y el galpón a los empresarios en bancarrota, y colgar el cartel que resplandecía: "Escuela Pastoral Ascendentalista", aún antes de que en el interior del local se perdiera el olor a almidón y algodón atacado por los hongos, debajo del que rondaba todavía el tufo acre del alimento y excremento de los pollos que durante años habían marchado en filas interminables al matadero.¬
De los compinches del barrio, el primero que quedó enganchado con el Pastor Jonás fue Delmiro, que era albañil y que trabajó en las refacciones del galpón y ayudó a clavar e iluminar el cartel, y que un día al atardecer quedó solo en el interior vacío y ya limpio, y el Pastor le dijo que con las obras y las construcciones sucedía lo mismo que con el cuerpo del hombre, que no bastaba asear y perfumar la carne, y entonces le pidió que le ayudara a exorcizar los malos espíritus y el sufrimiento que habían quedado impregnados entre esas maderas y ladrillos y chapas de cinc, y comenzó con sus rezos, salpicando el local con el líquido morado que se coagulaba en un balde que sostenía Delmiro y en el cual el Pastor embebía su aspersorio, hasta que sucedió lo que Delmiro no se cansaba de contarnos, más con un fin proselitista que para explicarnos su conversión fulgurante y definitiva, más que para contestar a nuestras burlas para convencernos de que cada cual arrastra sin saberlo una procesión de desperdicios y de cadáveres.¬
En verdad, cadáveres, de carne y hueso, no escaseaban en la zona, acribillados. No el de Delmiro que murió de enfermedad natural pero sí el del Negro, a quien el peso del plomo ya no lo dejó levantarse, sin que pudiera acusarse a Delmiro, que había fallecido varios días antes, a menos que quiera considerarse que el amigo muerto bajara a castigarlo por no haber querido entrar al templo siquiera para despedirlo en su velorio. Acribillado, el Negro, sin que acabara nunca por saberse quién fue el asesino ni nadie se interesara por indagar ni hacer otra cosa que no fuera rezar por él en el galpón, ya que a pesar de que se trataba de un descarriado incorregible el Pastor le dedicó una sesión para que con plomo y todo su espíritu pudiese despegarse y volar libre.¬
Pero antes de eso el Negro había intentado hablar con quien era como un hermano, criados y crecidos juntos peleando contra la hostilidad del mundo, y había ido y le había dicho algo así como "Delmiro, ¿en que andás metido? Hay quien dice que no sos ajeno a las barbaridades que están sucediendo acá alrededor", y Delmiro, con demasiada reticencia como para atribuirle simple y llana locura, le había expuesto al Negro la doctrina ascendentalista del Pastorcito Jonás acerca de la guía inequívoca que pueden procurarnos los muertos si somos capaces de convocarlos y obedecerlos. Y sobre cómo obedecer esas órdenes bajo la guía de los espíritus puede llevarnos sin peligro ni culpa más allá de la justicia y de las leyes humanas, entrando en particulares acerca de la forma con que se ejecutaban las condenas decididas por los Justos Ascendidos, sembrando rastros de droga alrededor de la víctima para que la policía o quien fuera, suponiendo que a alguien se le ocurriera investigar, pudiese despachar la interpretación de que esa muerte era una más en las rencillas entre traficantes traicionados y traicioneros.¬
Al principio Delmiro y su familia habían sido los únicos en concurrir al templo los jueves y los domingos a la hora de los servicios que anunciaba el papel pegado en el portón, pero poco a poco el Pastor Jonás ganó adeptos en el barrio y en el bajo repartiendo bolsones de ropa y comida entre los más indigentes, y cuando nos quisimos dar cuenta los únicos que terminábamos burlándonos de la servil santulonería de Delmiro éramos el Negro y yo, yo sintiendo cómo me aumentaba el desprecio por esa manada de pobre gente impelida a creer que los muertos estaban esperando que los vivos los liberaran de la inmunda materia y a soportar horas de invocaciones, todo con el único fin de llevarse a su casa una bolsa con fideos y harina de maíz y pañales, a lo que Delmiro volvía a reprochar mi ceguera y volvía a contar el episodio de su conversión, cuando había quedado solo con el Pastorcito y después del largo rito de limpieza del galpón salpicando sangre a los cuatro costados había oído cómo de golpe, en un huracán ensordecedor, se alzaban los chillidos de los miles, de los millones de pollos y gallinas que años atrás habían sido degollados en el lugar.¬
Pío pío, quiquiriquí, cantaba el Negro cuando lo veía aparecer, y yo: "¿Qué reparten hoy, leche en polvo vencida, zapatos usados?", y Delmiro, sonriente, beato, o alguna vez también airado, con los ojos relampagueantes, nos respondía con esas oscuras maldiciones de los profetas, tipo "Y verás a tus aliados engañarte porque vives engañado", con un furor malsano que no sólo era de la locura que le atribuíamos sino de la enfermedad que a ojos vistas lo consumía y que terminó por dejarlo casi sin nada que ofrecer a los gusanos debajo de la mortaja en la que lo envolvieron para velarlo en el templo, el día en que discutí con el Negro acerca de que no era cuestión de negarse a entrar a despedir por última vez a un amigo.¬
Pero cuando Delmiro aún andaba ahí, esclavo del Pastor, y yo más enfervorizado lo contradecía con los argumentos que me procuraba mi iniciación en la conciencia política, un día el Negro viene y me cuenta que había ido a verlo, decidido a hablarle como hermanos que se han criado juntos, y Delmiro le había revelado cómo los muertos guían el brazo de los Justicieros Ascendentalistas, salvándolos al mismo tiempo de la inepta justicia humana, y se había preciado de que su amo ya no fuera sólo un pastor religioso sino también el caudillo del barrio, con ascendencia por toda la ciudad y en las esferas de gobierno, y había terminado por insinuarle me advirtiese que mis opiniones no le gustaban a nadie y que me cuidara porque no era tiempo de andar jugando con fuego, y yo me reí, y el Negro dijo que la cosa no estaba para bromas, que debían ser ciertos nomás los rumores de que Delmiro era el brazo ejecutor de las desgracias que le ocurrían a quien osara oponerse al poder del Pastor Jonás, como había sucedido con el incendio de la casa Evangélica que regenteaban unos yanquis imberbes en el bajo, o el ataque que había alejado a los intelectuales del centro que venían a enseñarnos doctrina política en la biblioteca de la vecinal, o los incontables ajustes de cuentas que habían cundido últimamente entre traficantes.¬
Y después terminó de consumirse, Delmiro, y yo pensé que no era cuestión de andarse con pamplinas y entré por primera vez en el templo tras discutir con el Negro, que se demostró empecinado hasta el límite de negarse a despedir a su casi hermano, y ahí estaba Delmiro expuesto sobre unas tablas, fajado como una momia ya reducida, y llegué justo cuando el pastor liberaba su espíritu, que se elevó candente como una llamarada, pero que antes de irse bajó a revolotear a mi alrededor y quitarme la ceguera y conducirme firme de la mano durante días hasta encontrar la mejor oportunidad para procurar la salvación eterna del Negro y, a la vez, conquistar la confianza del Pastorcito gracias al cuidado con que sembré rastros de droga en los bolsillos del irredento por si a alguien se le ocurría investigar, procurando de paso mi propia salvación, no sólo de mi espíritu liberado finalmente de lastres sino también de mi materia al encontrar por fin una ocupación laboral cierta y efectiva en una de las empresas del Pastorcito Jonás, la que se ocupa en confeccionar y ofrecer mortajas de fina tela blanca almidonada a un precio sin competencia en toda Sudamérica.

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