Escritor y periodista nacido en la ciudad de Santa Fe en 1942
Libros publicados:
* Territorio posible (Editorial Amate, Xalapa, México, 1980)
* Noticias desde el sur (Editorial de la Universidad Veracruzana, Xalapa, México, 1986)
* Noticias de Sergio Oberti (Puntosur Editores, Buenos Aires, Argentina, 1990)
* Antologías Octopus I y Octopus II (Ed. UNL)
* Ella cuenta sobre el mar (Ediciones Al Margen, La Plata, 2006)
La aceptación
Ya es abril, las hojas amarronadas cubren el Bosque como una densa alfombra mientras que en la Rambla, el recuerdo nítido de la locura de Piria, los obreros, muy arriba, dan las puntadas finales al gran edificio de departamentos, presencia de lo nuevo y gigantesco que le sigue cambiando la cara, irremediablemente, a esta ciudad en la que me limito a permanecer.
Me he quedado más allá de la temporada, de lo previsto en mi plan inicial de sol, playa, baile, fichas perdidas en el Casino, alguna mujer relativamente fácil y fácilmente olvidable. No ha sido una actitud premeditada sino, y al principio, la consecuencia de una inesperada racha favorable en el Casino y, agrego y acepto, por Luisa, que me invitó a su casa para festejar el fin de año y que hasta me hizo brindar en su zapato con champaña a la hora de los cohetes.
Aunque la verdad es que no me he quedado por el Casino ni por la mujer. Llamé a mi ciudad el 3 de febrero y Jorge -que es de fiar- me habló de los cheques. “Quedate un tiempo más –agregó-, ya te avisaré cuando despeje”. Prometió girarme plata, lo que por suerte hizo y entonces pude dejar el hotelito e instalarme en la casita del Bosque, a siete cuadras de la playa y frente a la Provisión de la mujer que me inquieta porque me recibe con un caluroso “adiós” cada vez que entro a comprarle.
Y de pronto con Luisa no ocurrió nada más pese a que la busqué. Me pasó con ella lo mismo que con el Casino, con mi demorada vuelta a casa: perdí la mano, resultó el final de la racha favorable, el final del brillante espectáculo.
Cuando se fue el tropel de turistas y no quedaron ni las migas de los pobres (acá no tan pobres) jubilados, me mudé al Bosque y en tanto Jorge, con una constancia que me llegó a asombrar, que -admito- yo no hubiera tenido con él, me gira dinero al banco Pan de Azúcar, deuda que se acumula y que trataré de cancelar cuando la situación se arregle.
Si es que se arregla.
Por el momento estoy decidido a quedarme aquí y dejar que el tiempo pase sin ningún tipo de compromiso, sin arriesgarme en nada. La casa es estrecha, de tanto en tanto la limpio sacando por arriba la acumulación de arena, tierra y hojitas y los papeles y los plásticos que voy tirando casi sin darme cuenta. Por lo demás, mate, cigarrillos, bife o asado, o queso y fiambre, diarios comprados en la Rambla que leo sin demasiado interés, todo muy previsible. Y ninguna mujer. Por el momento no me interesa, aunque es cierto que a veces la soledad se hace sentir como una tijera que corta el aire alrededor de uno.
Voy poco por la Rambla y como debo economizar me he prohibido las vueltas al Casino, pero muchas veces debo pelearle a la tentación.
La soledad parece aumentar en la noche y demora el sueño. Es de noche cuando escucho ruidos diversos que hacen sentir más delgadas a las paredes y eso permite que las voces ajenas lleguen hasta mí, como si me buscaran, como si me provocaran, aunque en sustancia nada me terminan diciendo.
He tenido un sueño pesado. En él aparecieron parientes muertos y yo me sentía muy intranquilo, en falta. En el sueño tenía mi actual edad. En cambio y ante los ojos ajenos era un chico que creaba muchos problemas. Desperté cuando discutía con el tío, bajito e irritable, que a gritos me llamaba por un nombre distinto al mío.
Esta noche ha golpeado la puerta de calle un tipo confundido. “¡Gutiérrez!”, me dijo enojado cuando abrí, como si estuviera representando una obrita barata. “Perdone, se ha equivocado”. “¿Con qué me viene, Gutiérrez?”. Éste es un loco. “Aquí alquilo señor, no sé quién es Gutiérrez”. Le cerré la puerta en la cara.
Pero antes de irse alcanzó a decirme, muy enojado: “Usted no puede actuar así, mire que Natalia...”, y la voz se le cortó, como si no hubiera podido seguir hablando. Lo vi marcharse espiándolo por la ventana, flaco, ligeramente rengo, muy abrigado. Subió a un escarabajo Volskwagen que le dio trabajo al arrancar. Felizmente se perdió camino a la Rambla.
Hago asado con leña porque aquí, me dijo la mujer de la Provisión, es muy malo el carbón. Tan cercano esto y tan lejos de todo lo conocido, en las pequeñas cosas se ven las diferencias. De a poco, leyendo los diarios, escuchando la radio, voy entendiendo lo que pasa en el paisito y en cambio las noticias de enfrente van desdibujándose. A mi modo estoy repitiendo la vida de los exiliados, que sin dejar de sentirse condicionados por lo que han vivido deben por fuerza cobrar nueva identidad e incorporar usos y costumbres ajenos.
El tipo no ha vuelto. No conozco a ningún Gutiérrez y mi apellido no es español sino italiano, entiendo que viene de Irlanda. ¿Qué me estoy diciendo? Parezco buscar argumentos para convencer al loco.
Nada de lo que ocurre aquí tiene que ver conmigo. Vivo mi soledad, aprendo a comer pescado de mar y mantengo mis rarezas particulares porque es difícil cambiar a mi edad. ¿Gutiérrez? El flaquito, con sus canas y sus bigotes, me obliga a pensar en él y no me permite dormir tranquilo.
Como lo sospechaba, el tipo volvió: “Gutiérrez, usted debe escucharme”. Esta vez le cerré la puerta con cierta violencia y pese a que golpeó en forma insistente y a que permaneció largo tiempo parado frente a la casita (lo espié por la ventana), llamando la atención de la dueña de la Provisión, no lo atendí. Por fin abandonó el intento y subió al escarabajo sin dejar de mirar a la casa, como si aguardara algún cambio en mí, pero nada hice.
¿Por qué me asedia, a qué se debe su error, qué busca de ese Gutiérrez con quien, evidentemente, me confunde? No tengo respuesta. Pongo a todo volumen la radio del Sodre, después me corro a la Clarín donde -infaltable- me espera Gardel. El botija me trae El País. Leo a medias el suplemento cultural, me trae noticias de un antiguo fervor que, como tantas otras cosas, hace tiempo perdí.
He ido aprendiendo nuevas maneras de nombrar a las cosas. Digo grifo por canilla, caldera por pava, churrasco por bife, palillos por broches. La yerba llega de Brasil refinada y sin palos como a mí no me gusta. Los libros y los diarios son más caros que en la otra orilla. Pocos parecen saber quienes fueron Quiroga o Felisberto, lo único que se lee por aquí es a Benedetti y su poesía de poster.
Hay un cine, voy de tanto en tanto y ninguna película nueva me llega a interesar. Leo y en general me aburro. Nada importante pasa y esta espera me empieza a cansar.
Otra vez llueve, el mar debe estar enfurecido.
Serían las cinco, o un poco menos de las seis, todavía estaba oscuro, cuando me despabiló el motor de un auto que se detuvo frente a la casita. Demasiado temprano para ser un proveedor o un vecino. Por acá ya casi no quedan turistas y los montevideanos vienen sólo los fines de semana. Con tanta bambolla que hizo no sería un ladrón, lamenté no tener conmigo un arma (pese a no ser un experto). Espié por la ventana: clavado, el viejo.
Quedó parado ante la puerta sin decidirse a llamar, como si temiera encontrarse conmigo, verme enojado, como si no supiera que decirme. Nadie golpea en casas ajenas en plena madrugada si no es por razones urgentes, salvo que se trate de un asunto siniestro. De cualquier manera no me preocupé porque el tipo no parecía estar armado y además con su físico no asustaba a nadie. Daba lástima, parecía enfermo.
Hasta que en un momento dado se decidió. Sacó papel y lápiz y escribió iluminándose con el farol de la esquina. Deslizó el papel bajo la puerta y casi corriendo volvió al coche. Otra vez el autito le dio trabajo pero finalmente se marchó por la calle que lleva a la Rambla.
Esperé un rato por si regresaba. Como eso no ocurrió prendí las luces y levanté el papelito. “Gutiérrez -decía- llámela a Natalia”. Añadía un número de Montevideo y remataba la misiva con un “urgente” escrito con mayúsculas y subrayado.
Era probable que esa Natalia (¿Natalia había dicho la primera vez?) y él mismo vivieran en Montevideo. Eso me explicaba por qué el tipo se aparecía sólo de tanto en tanto o por qué, siendo pocos los que estamos aquí, no lo vi en la Rambla o comprando en algún supermercado. Lo concreto es que el tipo se llegaba de Montevideo para buscar a Gutiérrez. Supuse que ese Gutiérrez habría vivido en la casita.
Cuando abrió la Provisión crucé para consultar a la dueña sobre el probable Gutiérrez. La mujer no pareció entender bien el sentido de mi pregunta, “vienen tantos turistas”, contestó ambiguamente mirándome con fijeza. Y esa fue toda su respuesta.
Busqué al taxista dueño de la casa alquilada para preguntarle en igual sentido (yo pagaba el alquiler a una inmobiliaria), pero no lo encontré en la parada. “Se fue a trabajar a Punta porque aquí no pasa nada”, me dijo un colega que tomaba una Pilsen.
Concluí que sólo contaba con mis deducciones, sin embargo me cuidé bien de llamar al teléfono montevideano.
Suena el timbre de la casa. Sin ánimo, consciente de que del otro lado está el viejo, me resisto a atender. ¿Qué puedo decirle para convencerlo de su equivocación? Pese a todo, abro la puerta. Ahí está: cabello canoso, bigotes, manchas en los pequeños dientes.
"Gutiérrez -me dice- no vengo por mí, usted lo sabe bien, Natalia lo necesita, están las cuentas, está Tapia". Casi solloza al hablar. No sé qué responderle.
Ahora, mientras me acompaño con el mate, repaso lo ocurrido por la tarde. “No soy Gutiérrez, convénzase”, intenté explicarle al viejo, “no soy el Gutiérrez que busca”. Le hablaba como si fuera una criatura a la que se le deben repetir las cosas. Sin darme cuenta elevé la voz. “No tiene necesidad de gritarme, Gutiérrez. Lo importante es que vaya a la pensión de la 18 de Julio, aclare las cosas con Tapia y pague, pague esas deudas que la tienen enferma”.
Sin duda era un loco únicamente atento a sus obsesiones. El tipo temblaba. Este saca un fierro y me deja frito. Debí haberlo denunciado a la policía. No lo hice, no me llevo bien con los tiras, desconfío de ellos y ellos suelen desconfiar de mí. Por eso y en cambio me obligué a soportar su cháchara.
Me llamaba Gutiérrez todo el tiempo, siempre por el apellido. Hablaba de esa Natalia, de las cuentas, de la niña, de Tapia, otra vez de la pensión de la 18 de Julio, como si se hubiera subido a la calesita y no pudiera bajar, obligado a girar y girar en ella. Al parecer Gutiérrez abandonó a la mujer, a la hija, al empleo en teléfonos (“en la Antel”).
“Se fue de repente -me dijo el viejo con tono de reproche- tirándolo todo. Eso no es de hombre”. El cuerpo le tembló todavía más. Tosió. Unas lágrimas le surcaron la cara pero no llegó a llorar.
“Gutiérrez, estoy viejo para estas cosas, no me obligue a volver”. Pensé en hablarle con todo cuidado, aclarándole, si podía, su confusión. Pensé también en volverme a mi país para alejarme del loco y de sus historias, pero fue un pensamiento que no duró porque sabía que era imposible hacerlo dado que la cuestión por los cheques continuaba, me seguían buscando, como me contó Jorge al llamarlo esa tarde. El futuro para mí era una incógnita, no soy hombre de grandes planes y simplemente voy tomando lo que se me da.
“No, me escuché decir, no tendrá que volver. Solucionaré todo. La llamaré a Nativida... Natalia esta misma noche”.
“Gutiérrez, no me falle”, dijo el viejo emocionado y sin agregar palabra subió a su imposible Volkswagen.
Miré por largo rato el número escrito en el papel. Fui a la oficina de Antel, a una cuadra de la Rambla. Sin turistas la oficina era un verdadero bostezo, la cara misma del desierto. Pensaba en llamar a la tal Natalia y explicarme, hablarle del viejo, pedirle que le obligara a no volver más. Me veía diciéndole deberá cuidar a su padre, como entendí que lo era, está viejo, está muy confundido. Yo, que no sé qué hacer ni con mis cosas ni conmigo, iba a intentar darle consejos...
El teléfono de Montevideo sonó largo rato pero nadie atendió. A mí me tocan todas, me dije al salir de la cabina.
El viejo hasta hoy no ha vuelto. Debe ser porque se cansó o porque confía en que cumpla con mi palabra y llame. O vuelva a Montevideo. O podría deberse a la persistente lluvia que ha empezado a caer, con viento, con frío, que pone, si cabe, más triste y abandonada a esta ciudad que sólo brilla en el verano (y no todos los días). El viejo hotel que da sobre la Rambla me resulta un castillo en el que sólo pueden vivir los muertos. Y peor me impresiona la construcción aún no terminada que enfrenta al mar (al gran río, que por costumbre todos aquí llaman, llamamos, mar).
Esta vez se ha presentado la misma Natalia.
Golpeó con insistencia la puerta de calle (no hay timbre). “Gutiérrez -dijo en voz alta- abrime, soy Natalia”. La espié por la ventana del dormitorio: alta, pelo largo, morocha, ropa de abrigo casi masculina. La lluvia la mojaba y la hacía parecer enojada.
Natalia al fin y después de todo. Bien, era la concreta posibilidad de aclarar las cosas y que desaparecieran los malentendidos.
Le abrí.
“Gutiérrez -me dijo después de darme con familiaridad un rápido beso cerca de la boca, olía bien- como sabés no lo estoy haciendo tanto por mí, está la niña, están las cuentas, está Tapia”. Se sacó el tapado (tiene buen cuerpo, me sentí atraído por esa mujer), pasó a la cocina, con naturalidad, como si conociera la casa, buscó los fósforos, prendió un cigarrillo y después la cocina. “Me voy a hacer un té”, dijo. Me lo comentó, no estaba pidiéndome permiso.
El equívoco duraba mucho y toda la historia terminaba siendo excesiva. Si se trataba de una trampa no lo estaban haciendo bien pero, en todo caso, ¿qué podían sacarme? Recordé una película en la que a un tipo le pasan muchas cosas extrañas, llegaba a volverse casi loco, hasta pensar en el suicidio. Un segundo antes de hacerlo le aclaran el misterio: había sido elegido protagonista de un programa de televisión, cámara sorpresa. En una de esas me habían preparado algo semejante.
Quizás el viejo fuera de verdad un loco pero yo a Natalia, a la que se hacía llamar Natalia, observándola (esperaba sus reacciones antes que nada), la veía actuar de manera normal, cómoda en la casa, una mujer del común haciendo sus cosas sin complicaciones y sin incoherencias.
Por supuesto que le desconfiaba y aguardaba a que hiciera su movimiento porque en algún lugar empezaría a equivocarse, a revelar su juego y a mí, pensaba, me bastaría el menor detalle para darme cuenta.
La mujer, ahora, me llama Jaime (yo, Gutiérrez, me llamo Jaime, me dije, y eso me produjo una cierta tranquilidad, como si las cosas se hubieran colocado en su justo lugar) “Jaime, la niña está mal de nuevo, debí vender la pulsera, Tapia me ofreció más, no le llevé el apunte. No te enojes ¿tá?”. Asiento como quien concede. Me he colocado cerca de ella, deliberadamente. Si saca un arma (pienso que esta mujer puede llegar a hacer cualquier cosa, da la sensación de ser impredecible), acaso pueda impedir que dispare. A mi lado puse una silla para defenderme.
Nada ocurre.
Ella ha continuado hablando de Yolanda, la niña, que la escuela, que la enfermedad, que los remedios. Y sigue llamándome Jaime. Se muestra cómoda, confiada. Se ha servido el té (buscó el pocillo en el aparador, encontró la cucharita en el cajón, el té y el azúcar en la alacena, nada me ha pedido). La miro y en verdad la admiro y la deseo, confieso que la casa tiene un cambio, un aire distinto que Natalia le ha dado. La casa parece acomodarse a su cuerpo.
“Tapia sigue molestando, tú sabés como es”. Me lo cuenta sin énfasis, como quien se limita a informar. De pronto me siento fastidiado. Interrumpo sus palabras: “No sé qué quieren, qué buscan. No soy de acá”. Le muestro mis documentos que ella mira por arriba, sin alterarse.
“Siempre supe que no eras uruguayo, ¿qué me querés decir?”. Se levanta, va sacándose la blusa, la pollera. “Tengo frío”, me dice al quedarse en corpiño y bombacha. “Mejor me voy a la cama”. Y endereza para el dormitorio.
Quedo aquí hecho un nudo, una pura traspiración.
He fumado mucho más de lo acostumbrado. No son las cuatro, la luz que prendí es la mínima. No quiero despertarla y tampoco hacer fácil el blanco si alguien intenta atacar desde afuera. “Acostate rápido que tengo frío”, me dijo, más bien me ordenó. A los segundos ya la abrazaba, ya gemía, ya se debatía en una lucha en la que reclamaba más y más de mí. Jadeaba, casi gritaba, me lastimaba la espalda, me insultaba: “Gutiérrez, hijo de puta”. Se agitó, apretó y gimió entre estertores, como si la hubiera matado.
Al rato dormía. En cambio yo me sentía despierto como nunca, agotado, perplejo, como si de mí hubiera fluido para siempre toda la savia. Natalia nada dijo como para aclarar las cosas y a mi vez continuaba sin saber de qué se trataba, qué papel debía jugar. Lo único que comentó antes de dormir, como quien habla del tiempo, era que si no pagaba Tapia vendría a buscarme. No a mí, a Gutiérrez .
Yo en tanto continuaba como un ciego.
Pero en otro lugar, donde mandan la piel, los sudores, las emociones, estoy sabiendo que no puedo ya desprenderme de Natalia, que ella es lo que en verdad he buscado. Que Natalia es mi mujer. Lo descubrí en el instante culminante del coito, lo sé con más claridad ahora que no puedo dejar de fumar. Hasta mí llega, me da la sensación de que llega, la fuerza del mar. Cuando despierte supongo que vendrán las aclaraciones. Y deseo que Tapia sea sólo un mal recuerdo.
Tapia, ese desconocido que odia a Gutiérrez. Que me odia a mí. “Gutiérrez, la niña”, “Gutiérrez, las cuentas”, “Gutiérrez, lo de Tapia”. Hermetismos, icebergs de historias que desconozco, que no me dicen nada.
Sé en cambio que debo retenerla a mi lado, impedirle que se vaya.
Hablo con exceso de sentimentalismo y sólo cuento con una certeza: para ella soy Gutiérrez, soy un hijo de puta pero soy su hombre. Y por eso sólo estoy dispuesto a aceptar cualquier cosa, cualquier riesgo.
Escucho un ruido ligero, como producido por alguien que ha pisado una rama u otra cosa quebradiza provocando un rozamiento muy débil y que me hace poner alerta. De inmediato vuelve el silencio y sólo sigo oyendo el sonido de los insectos.
No ha pasado ni un minuto y un nuevo ruido me sobresalta y no sólo a mí sino también a los bichos que dejo de escuchar. Otra vez lamento no tener conmigo un arma. Son pasos, me digo, de alguien que no quiere ser sorprendido. ¿Será Tapia, será ese tipo imaginado que viene a cobrarse las viejas cuentas que nunca contraje?
Con extremo cuidado abro la puerta trasera. Noche y frío. Nadie. Natalia, supongo, duerme. Avanzo, la casa no tiene paredes linderas, tampoco plantas, da sencillamente a la calle. Camino entre yuyales crecidos y árboles oscuros que todo lo confunden. A unos metros, siempre sin ver a nadie, escucho pasos. Me detengo.
Debí haber salido con la cuchilla, al menos, o la tijera de podar pero ya es tarde. Si Tapia me está buscando (si busca a Gutiérrez) tengo que intentar que me encuentre lo más lejos posible de Natalia porque ella le tiene mucho miedo.
Me decido: dejo de buscarlo y en cambio haciendo fuertes ruidos a propósito intento que me siga. Hay que alejarlo de la casa. Camino hacia la Rambla que Piria bautizó “de los argentinos” para atraer a los ricachones de Buenos Aires. No es mi caso, no soy rico, no soy nadie, no tengo nada salvo a esa mujer desconocida a la que estoy tratando de salvar, aunque no sepa si lo que siento son en verdad pasos o si los estoy imaginando.
Corro, porque si es Tapia supongo que habrá venido armado. Corro hasta el alto edificio que construyen sobre la Rambla. Han levantado catorce pisos y el viento hace oscilar la gran grúa suspendida en lo más alto. Siento a Tapia cada vez más cerca.
Me convenzo de que está armado y de que a mí, Gutiérrez, no me perdonará. Que ha venido a matarme. Entro a la construcción en la que no parece haber nadie. Subo las escaleras sintiendo la cercanía del desconocido, la cercanía de Tapia.
Llego a la terraza agitado, cansado, el viento se hace sentir con mucha fuerza. Una situación se me aclara: a Tapia no le interesan las deudas y tampoco nada de mí, de Gutiérrez. Quiere liquidarme para quedarse con Natalia, pero no lo logrará , no se lo permitiré.
Entre penumbras me parece ver en la terraza una figura difusa, en el sector que da al mar. La oscuridad me impide asegurar mi visión, no puedo reconocerlo pero igual sé que es Tapia. Tapia en la pensión de la 18 de Julio abrazando a Natalia, yo mismo obligado a pedirle dinero. Yo mismo vuelto un esclavo de Tapia que se ha ido apoderando de mi vida. Ruge el mar. Me anima, me hace ir hacia mi presunto enemigo.
“¡Tapia, soy yo, Gutiérrez!”, grito al aire, a la noche, a la sombra que veo o imagino ver y entre el fuerte viento y la tempestad del mar me abalanzo sobre ella.
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