Claudio A. Rojo Cesca

Escritor nacido en Santiago del Estero, en 1984.
Aprendió a escribir ficciones en la hora de lengua del colegio primario San Jorge, pero recién a los 18 años descubrió que estaba enamorado de las letras.
Desde entonces no ha dejado de multiplicar cuentos, algunos de ellos publicados en un diario local.
Actualmente está finalizando su primer libro de cuentos.

Micro relatos

Promesa

Al caer la tarde, Zebedeo volvió a su casa aterrorizado. Había perdido los pedazos de pan que su esposa le había encargado. Ante los severos reproches de su mujer, confesó que se había distraído mirando al hombre llamado Judas que agonizaba pendiendo de una higuera. Dijo que una soga le apretaba el cuello púrpura y que en sus ojos blanquecinos rezumaban los rostros de todos los hombres y mujeres que el futuro prometía.

Un acto piadoso

Finalmente, el Líder accedió a darle cobijo al montón de animales que, huyendo de los vapores tóxicos, se habían agolpado en el muro de la ciudad. Las máquinas que fabrican la Historia dicen que pretendía que su sistema operativo percibiera un antiguo sentimiento de los humanos, similar a la piedad o a la empatía.

El terror de los hombres

Cansados de la monotonía, los hombres del imperio practicaron el canibalismo hasta que solo hubo un pequeño grupo de ellos. Incapaces de decidir cómo continuar sus vidas, se arrojaron de la cima de un enorme rascacielos. En medio del vértigo, algunos vieron sus rostros duplicarse en la pared vidriada del edificio; otros, histéricos, simplemente cantaban en un lenguaje desconocido.
Quizás un aterrado sobreviviente observó la escena desde su escondrijo y nos relató esta historia.

El anuncio de un derrumbe

Un grupo de Fariseos temía en silencio el anuncio que un lunático había pronunciado durante las horas de cambio, cuando los Shekels y la moneda de César pactaban una conveniente y turbia viñeta espiritual. El hombre, arrebatado de humana cordura por esa antigua pasión que es la Ira, habló para los escribas, los maestros de la ley y los recolectores de impuestos: “Derribaré el templo y en tres días volveré a levantarlo”. Los Fariseos, entre la duda y la vergüenza, se apostaron en la plaza que, como alertada por la insinuación de magníficas sombras, respiraba en su piel de arena la última bocanada de la vieja Alianza.
El templo jamás se movió. Ni la más tímida grieta vino a confirmar lo que un oráculo Esenio había ventilado con tanto desprecio. Pasaron no pocos siglos para que un dilema político que floreció en Nicea decidiera que el templo era el hombre, el único hijo de Dios, y su reconstrucción, el ascenso a los Cielos del hijo de Dios. Fue en un lugar muy parecido a aquella antigua plaza en la que el nazareno vio como los shekels y la moneda de la República jugaban con los destinos de la muchedumbre mal informada.

Las sombras que se volvieron insignificantes

Por aquellos días, los miembros de una sociedad secreta se reunían en un edificio en ruinas, lejos de la zona mejor iluminada de la ciudad. Le rendían culto a un dios que no tenía nombre y bebían una libación que preparaban con vino tinto y la sangre de un ave exótica.
Cada año ofrecían una ceremonia orgiástica en la que se sacrificaba a un recién nacido. Así fue durante décadas hasta que, hace algún tiempo y en virtud de algún conjuro, los recién nacidos dejaron de morir por el filo de la daga.
Uno de sus sacerdotes dijo: “terribles cosas sucederán, porque las entidades no pueden ni deben renunciar a la muerte”.
Los días pasan, la sociedad secreta se ha disuelto y el edificio en donde se reunían continúa en ruinas; pero las sombras que alberga son ahora insignificantes y desconocidas.

Señor L.

Se oye de la gente del Barrio que el pequeño Maximiliano comete los más atroces crímenes desde comodidad de su cama, postrado a fuerza de voluntad y confinado a un venturoso letargo dentro de una habitación apenas coloreada. Su adusto semblante, cincelado en una piel fina y rosada, le confiere la maldad más entrañable; sus movimientos torpes y espasmódicos revelan que algo de ese cuerpo continúa desfasado con la identidad que le fue soñada.
Eso lo tiene sin cuidado.
De sus maldades más famosas no conviene mencionar ni la más leve, pues se rumorea que atrae sus huestes como a un montón de abejas furiosas. Un viejo vecino intentó frenar sus atrocidades sembrando hierbas venenosas en el jardín junto a su ventana, con la ilusión de que los densos vapores inundaran con violencia los pequeños pulmones del niño; pero sus planes fueron oportunamente frustrados por un grupo de madres que, arrebatadas de indignación, abogaban en favor del incesto más pintoresco.
Maximiliano guarda bajo su almohada un reloj sin agujas y sin tiempo, de cuyo hechizo, se creé en el Barrio, nunca quiso escapar. Eternamente fresco, sus ojos todavía conservan la inexorable sensualidad de sus primeros días, cuando su cuerpo discurría melodioso entre las ramas de un árbol y su corazón empezaba a amar lo menos divino de ese hombre y esa mujer llamados Adán y Eva.

El mundo después del amor

Ella hundió la boca en la carne tibia de su amante; el sonido de sus labios sobre la piel vibraba en el aire y sacudía la secreta voz de las mariposas. Él devoró su encierro y la colmó de la luz que brota del agua. Se durmieron.
Al día siguiente, la sábana, las paredes de la habitación y el mundo que los rodeaba se habían convertido en un puñado de arena que se repartía bajo sus cuerpos.

Una consecuencia del silencio

El hombre se había dedicado a coleccionar prosa de su autoría; escribía ficciones por las noches y nunca le había hablado a nadie de su pasión literaria: le avergonzaba ser alguien con placeres tan infantiles y rituales tan mínimos como la creación disfrazada de mentira. Cuando pasaron los años, leyó a los rusos y se volvió a enamorar de Homero; descubrió que el Quijote era una suerte de revelación. Por algún motivo, juzgó que sería oportuno darse a conocer a los demás como un escritor o un poeta. Se durmió, extasiado, imaginando la portada de su primer texto.
Al despertar de un sueño intranquilo, se encontró sobre su cama convertido en un monstruoso insecto.

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