Sergio Gaut vel Hartman

Escritor y editor argentino de ciencia ficción nacido en Buenos Aires en 1947

Algunos libros:
* Cuerpos descartables (1985)
* Otro camino (2004)
* Masa crítica (2004)
* El juego del tiempo (2005)
* Triángulos de colores (2005)
* Espejos en fuga (2009)
* Ensayos:
* Las Cruzadas, Editorial Círculo Latino - España - 2006.
* El universo de la ciencia ficción, Editorial Círculo Latino. España - 2006.
* La escena continental, Revista Isaac Asimov Nº 20. España - 2006.
* Grandes batallas de la historia, Ediciones Andrómeda. Argentina - 2008.

Un viaje al ayer

Que el ayer es un territorio inhóspito no lo discute nadie, ni siquiera los nuevos poetas de cibercafé, esos que elucubran sus versos utilizando mecanismos electrónicos implantados en la glotis, mientras avanzan a los tropezones entre toneladas de basura tecnológica. Pero antes de eso lo habían explicado los conductores mediáticos desde las pantallas de plasma de los televisores. Y también lo escribieron en los muros suburbanos los adictos perdidos, rociando las ruinas con ácidos y gel y lo cantaron los viejos programas piratas, carcomidos por la herrumbre. Nada de eso importa, o es otra historia.
Aquí, ahora, el ayer es tema preferido de unos mesiánicos patéticos, unos tipos de dos por cuatro, muy viejos, viejísimos, aturdidos por el café, la nicotina y otras hierbas en el famoso bar de la calle Corrientes, donde sobreviven de puro guapos.
—Recuerdo —dijo Fermín, borracho de fármacos genéricos comprados en puestos callejeros— cuando lloraron las orquestas por última vez. Yo tendría... déjenme ver... menos de veinte. Las nubes de ácido gris todavía no se habían descolgado por las paredes descascaradas de los edificios y en las terrazas podían divisarse las noches suaves, alejándose como ruidos de estática, arañándote la mente por dentro, reacias, eso lo digo yo, reacias a morir por completo.
—Eso digo yo también —apoyó Laureano mirándose con asco los implantes que le habían encajado en el Argerich; implantes de segunda, como siempre, conseguidos clandestinamente—. Mis días de romántico terminaron, carcomidos sin querer por la electrónica y los nuevos saberes, ¿entienden? No sé qué día maldito la bohemia se disolvió entre las imágenes de cristal de fósforo que nos herían las retinas y esos residuos de plástico negro, pero les aseguro que algo se rompió para siempre. La puta que lo parió.
Morían matando, esos viejos. Nada quedaba de la frágil juventud que habían ostentado en la época anterior al software y las redes, pero no estaban dispuestos a entregarse. Mientras apuraban copas de ginebra reciclada con gusto a resina o sorbían lentamente el líquido oscuro destilado de escoria de alubias negras, imaginaban cómo fugarse a un universo alternativo.
—Nos queda la fantasía —dijo Bruno. Bruno creía que toda la realidad estaba aprisionada en el espacio comprendido entre sus labios y los de Mimí, un encanto de mujer. Pero Mimí había entrado en el pasado y le resultaría muy difícil sacarla de donde estaba.
—Con la fantasía no se viaja —objetó Wilson. Era, de lejos el más refractario a las búsquedas, el más escéptico. Le decían Wilson porque había vivido en el Gran País del Norte o porque había trabajado en el frigorífico homónimo, no estaba del todo claro. Su verdadero nombre le daba vergüenza y los demás eran muy respetuosos de esas cosas.
—Lo que quebró los sueños —dijo Laureano, más para ayudar a Bruno que para refutar a Wilson— es que dejamos de creer en ellos. Pensamos que las imágenes electrónicas eran un buen sustituto, el método que venía a reemplazar a los sueños, que tantas veces son pesadillas, y nos cansamos de luchar. Ahora somos demasiado viejos para tomar las armas de nuevo.
—En el bar del barrio sur, ya saben, el de Boedo y San Juan —dijo Fermín, como si no los hubiera escuchado—, Morovic y sus amigos están quemando la ilusión con sueños sintéticos. Se conectan a la red de psicóticos del Borda con terminales térmicas que sacaron de la Quema y alucinan coágulos de oscuridad, herramientas fractales, buzones rojos y taitas muriendo su canción.
—¡Qué poético, che! —dijo Laureano.
Alentado por las palabras de Laureano, Bruno cantó:
—"Mujer de mi poema mejor... Mujer, yo nunca tuve un amor... Perdón, si eres mi gloria ideal... Perdón, serás mi verso inicial..."
La voz de Fermín, reptando en la atmósfera viciada por las drogas sintéticas que el gallego Mouriño mezclaba en la trastienda bar para agregar a los restos de coñac que exprimía de las botellas casi vacías, sonó para siempre, pegó la vuelta en el codo de Dorrego y se metió de cabeza en una madrugada de agosto, fría como la nariz de un esquimal, sesenta años atrás.
—¿Funcionó? —Wilson estaba perplejo. La calle Corrientes lucía como en la época de Illia, cuando el brillo de las películas de Fellini apagó por un rato la rabia de la derecha demente.
—¡Claro que funcionó! —dijo Bruno—. Aquí tienen el motivo por el cual nunca perdí las esperanzas.
Para corroborar la afirmación, Mimí entró al bar, con su manera sin par de mover las caderas. El cabello rubio le caía sobre los hombros y una sonrisa pícara le bailaba en la boca.
—¿Fuimos nosotros o vino ella? —Laureano tocó las protuberancias que sobresalían de los implantes en dos o tres lugares; no tenía eso sesenta años atrás.
—¿No les dije que al amor hay que darle alas de fantasía? ¿Les dije o no les dije? —Bruno estaba eufórico; fue al encuentro de la mujer y la abrazó y la besó en la boca y los ojos.
—¿Dijiste eso? No me acuerdo. —Wilson le hizo una seña a Mouriño para que le trajera un vaso de agua; tenía que tragar algunas gotas de hiadizina para estar seguro de que no se había metido en una nueva alucinación polimórfica.
—Ocurrió cuando él cantó —dijo Laureano señalando a Bruno—. Rubia y dulce Mimí, ¿adónde te habías metido?
La mujer se separó de Bruno sin dejar de sonreír y dijo con toda seriedad: —Estuve muerta, todo el tiempo.
—¡Al carajo! —gritó Wilson. Barrió los pocillos y las copas con el brazo y los arrojó al piso, lo que obligó a levantar la vista a otros parroquianos, inmersos en sus propios asuntos. La zona liberada crecía como una mancha de polietileno derretido y espirales de hilo negro se elevaban hacia el techo formando una intrincada red de reflejos por efectos del neón de la vidriera.
—¡Pará, loco! —dijo Fermín. No se podía levantar de la silla, pero le resultaba perfectamente claro que lo que estaba sucediendo ya lo había soñando en París, en la época que era un refugiado político.
—Tranquilos —dijo Mimí—. Les puedo explicar todo.
Si la bruma ácida era capaz de recrear sin errores el cuerpo y el alma de los muertos y la nueva pesadilla artificial los tenía agarrados del cogote; una sensación de agobio los cubrió por completo.
Wilson se serenó, levantó la silla e hizo una seña para detener el universo.
—Si te llevara afuera de este lugar —dijo Bruno con los ojos llenos de lágrimas—, ¿seguirías existiendo?
Mimí no contestó de inmediato. Se acercó a la mesa, retiró una silla y se sentó, anticipándose al gesto galante de Laureano. En sus pasos se adivinaba cierto cansancio, como si hubiera caminado años y años sin parar. Los otros también se sentaron.
—Si les digo que la gloria del pasado es un fármaco sintético, urdido por un virus creado de apuro, por aquellos muchachos del viejo café...
—¡Ni digas esas cosas, Mimí! —gimió Bruno—. No puedo pensar que tu existencia depende de la ingeniería química, o de un simulacro creado por los diseñadores de sueños... y menos por los caprichos de esos... de esos...
—¿Por qué no? ¿Sería mejor si les dijera que funcionó como un conjuro, a la vieja usanza?
Hasta Mouriño alzó las cejas al oír la palabra que vinculaba el mundo de los sentidos, el mundo que podía manipularse con sustancias de síntesis y el software adecuado, con el impredecible y ambiguo mundo mágico.
—¡No estás hablando en serio! —Fermín buscó con la mirada y halló lo único que cabía en el escenario que habían creado: un elemento disruptor, un factor aleatorio e inesperado que abortara el avance incontenible de una falsa realidad. Recortadas en la puerta del bar, las odiadas figuras de Morovic y sus amigos proyectaban sombras sobre la tenue fosforescencia. Llevaban, como siempre, los cascos de conexión a la red de psicóticos del Borda, aunque a Bruno le parecieron los fantasmas de los drugos de Burgess, con bastos de madera en las manos, listos para hacer un desastre.
Bruno fue el primero que advirtió lo que ocurría. Extendió el brazo para retener a Mimí, pero la mano atravesó el cuerpo de la mujer, quien sin dejar de sonreír empezaba a despedirse.
—Fue hermoso, muchachos —alcanzó a decir. Antes de que Morovic y sus amigos llegaran a la mesa se había desvanecido en el aire; una formación de reflejos de neón cromático y chisporroteos azules se entrelazaron, ocupando el espacio que un instante antes pertenecía a su cuerpo.
Laureano, con los ojos fuera de las órbitas, advirtió de inmediato que el arabesco de fluidos acuosos que quedó grabado en la bruma era el nombre de la mujer: un nombre escrito por la mano del pasado.
—En la vieja mesa del café del barrio sur, en Boedo —dijo Morovic sin pestañear— hemos grabado los nombres de todas las mujeres que conocimos, ¿se dan cuenta de lo que significa?
Bruno dejó colgar los brazos, vencido. ¿La había perdido? ¿Acaso alguna vez la había recuperado? No tenía fuerzas para pelear con Morovic, como había hecho tantas veces. Combate dialéctico. ¿Para qué? Ambos estaban demasiado viejos para seguir esa guerra.
—Váyanse —dijo Wilson—, déjenlo en paz.
Morovic y sus amigos giraron al unísono, como maniquíes montados sobre ejes de cromo, y se perdieron entre las sombras de Corrientes.
—Se van por donde vinieron —dijo Fermín.
—Anoche —dijo Bruno apesadumbrado—, el mismo demonio, en otro lugar. Es una sombra que me persigue.
—Hay que correr algunos riesgos —dijo Laureano—, si uno se empeña en recuperar el pasado.
—Mouriño —dijo Fermín—: traiga algo fuerte, que nos reviente el coco, por favor, gallego. —Mouriño se encogió de hombros. Eran buenos clientes los viejos; siempre pagaban, y ni siquiera discutían el precio. Mezcló un poco de Pernod, que siempre guardaba para las ocasiones especiales, con el contenido de un sobre de novizone. ¿Querían volarse el coco? Les daría con qué. Cubrió la distancia que lo separaba de la mesa y sirvió la mezcla en los mismos vasos sucios de mil sustancias. Por lo que podía importar...
—Al volver... al volver al lugar en el que estaba... —Bruno se atragantó con el Pernod; todavía faltaba mucho para que el novizone le hiciera efecto.
—No estaba en ninguna parte —dijo Laureano—. Tendrás que acostumbrarte a vivir con el recuerdo, como hasta ahora.
—¿Se dieron cuenta de su apariencia frágil, de su tersa juventud, incorrupta? —Bruno estaba a punto de caer al abismo. Fermín lo instó a que bebiera el Pernod con novizone hasta el final y tuvo éxito. La voluntad debilitada por la nueva realidad que empezaba a construirse puertas afuera del bar, evocaba los perfumes y las formas del pasado. Fermín le guiñó el ojo a Laureano y una mueca, lo más parecido a una sonrisa que cabía en los labios del viejo, se dibujó durante un instante.
—De un olvido pueden sacarse varios recuerdos —dijo Wilson, ni más ni menos áspero que otras veces.
—De una mujer que se durmió sin querer pueden sacarse varias vidas vírgenes, sin usar —dijo Bruno, como si estuviera de regreso, victorioso. El novizone estaba haciendo un buen trabajo, aunque casi con seguridad no le permitiría ver la luz del día siguiente.
En el espacio vacío, sobre listones de metal opaco, entre cables retorcidos y programas de estímulo sintético múltiple, los mesiánicos barbudos cantan sus últimos poemas. Están casi ciegos y casi no se dan cuenta cuando el café de ayer naufraga miserablemente en el mañana. Pero doy fe de que naufraga. Puntualmente. Todos los días. A la misma hora.

1 comentario:

  1. ¡Clap! ¡Clap! ¡Clap!... maestro, un cuento donde se mezclan Phillip K. Dick y Discepolín en partes difíciles de mensurar. Por otra parte... ¿Wilson no sería uruguayo?

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