Rodolfo Nicolás Capaccio

Escritor nacido en Posadas, provincia de Misiones

Libros publicados:

* Pobres, ausentes y recienvenidos. (Cuentos y relatos. Editorial Universitaria de Misiones, 1995)
* Sumido en verde temblor. (Novela. Editorial Universitaria de Misiones. 1998) (Finalista del premio de literatura erótica La Sonrisa Vertical, Editorial Tusquets, Barcelona, España, 1996)
* Aquí fue. Guía de los lugares mencionados por Horacio Quiroga en su obra. (Textos y fotografías. Editorial Universitaria de Misiones, 1998)

Crecimiento perpetuo

La pinza de depilar es una prolongación de mi mano. Armada con ella exploro cada mañana mi rostro y es suficiente que descubra un atisbo de pelo nacido o por nacer para que la memoria salga disparada hacia mi infancia, al instante en que todo comenzó.
La alarma sonó en un recreo de la escuela durante una discusión de momento cuando Felipe Alzuaga, el más lindo del curso me dijo: -¡Cállate escobillón! -No entendí qué significaba, pero no pude sacarme aquella palabra de la cabeza hasta volver a casa y contárselo a mi madre. Ella dio unas cuantas vueltas de ablande hasta que por fin confesó que “escobillón” se les decía a quienes se le juntan las cejas en el entrecejo. Y era innegable que ahí, donde no debe haber pelo, mis cejas se unían en un fraterno apretón de manos. Integraba pues la categoría escobillón, pero no estaba dispuesta a resignar mi amor por Felipe, de modo que esos pelos fuera de la ley pasaron a ser mis primeros enemigos. Era muy niña entonces e ignoraba lo que estaba por llegar...
En vano mi tío Ernesto, el biólogo, me explicó que en la naturaleza el tema del pelo es una cuestión inabarcable. Me habló de cilias, vellosidades y prolongaciones capilares modificadas, y de que no solo hay gatos lanudos y perros rulientos sino que es suficiente asomarse al microscopio para ver como cualquier mosca, pulga o bicho que se arrastre o vuele dispone de unas prolongaciones pilosas con las cuales si es que no se comunica, absorbe, percibe vibraciones o simplemente las lleva de adorno. A él mismo le asomaban por la nariz y las orejas unas cerdas negras en las que no había reparado hasta que me diera aquella explicación, y fue entonces cuando empecé a evitar que me besara al llegar y al despedirse. Lo que saqué en conclusión fue que los pelos, por más que abunden en la naturaleza, no tienen derecho a crecer donde quieren.
E hice mi primera declaración de guerra a los del entrecejo una siesta en el baño con la maquinilla de afeitar de papá ganando la primera batalla, más sin salir indemne, ya que no pude ocultar los cortes ni los retos.
Al día siguiente de este combate, Felipe Alzuaga me dijo en la escuela:
-¡Te afeitaste escobillón…! Ahora estás más linda…
Fue suficiente para que diera comienzo a esta lucha tenaz que todavía sostengo contra esos enemigos silenciosos, pertinaces e incansables.
Pero no sabía lo que me esperaba hasta que llegó la pubertad y las hormonas me dispararon pelos por todo el cuerpo. El área del entrecejo pasó ser minúscula comparada con las superficies sobre las que ahora debía combatir. Bastaba con bajarme las medias al llegar de la escuela para ver aquellos canutos negros en las pantorrillas, y levantar los brazos para espantarme con aquel asomo de bigotes en las axilas. Sin contar la fronda que ahora cubría el monte de Venus, si bien ese sector, al igual que el cuero cabelludo, estaba entre los cotos de crecimiento autorizado.
-Sales hirsuta a tu abuelo -decía mi madre-. Mi abuelo era su padre y yo maldecía aquella herencia.
El baño pasó a ser el teatro de operaciones. Con las piernas jabonadas pasaba la maquinilla y rasuraba el césped, lo mismo en las axilas mirándome al espejo. Pero la siega parecía renovarles el vigor y debía volver a la carga cada vez más seguido. Por fin papá se hartó de que le desafilara las hojillas y se las empastara de jabón con pelos. Fue cuando otras amigas, víctimas del mismo acoso, me revelaron las virtudes de la cera.
¡Qué es ese olor de mierda! -gritaba papá- mientras sobre el hornillo se calentaba el recipiente con aquel matete verdoso. Y venía la ceremonia de expandir el emplasto sobre los muslos y las pantorrillas para luego, a contrapelo, dar el tirón correspondiente junto a un ¡ay! quejumbroso.
En tanto la lucha en el rostro era individual, rastreando al enemigo para atacarlo a pinza, cuerpo a cuerpo, el resto de la anatomía quedaba expuesta a la extinción masiva de la cera caliente. No había tregua, llegaba el verano, menudeaban las invitaciones para ir a piletas y la ciencia trajo, por fortuna, las cremas depilatorias. Fue un alivio, pero no la solución definitiva.
El tiempo pasó y las artes contra la voluntad del pelo de crecer donde no se lo invita se modificaron y perfeccionaron. También las modas y la liberalidad de las costumbres ampliaron las zonas en conflicto. Las mallas de baño se redujeron y obligaron al cavado, y luego más y más cavado hasta no dejar debajo del ombligo sino un bosquecillo minúsculo, casi un recordatorio simbólico de ofrenda a la diosa, y en muchos casos ni eso.
Ya vivía en mi departamento de soltera cuando escuché la palabra láser. Fue providencial, porque entonces cargaba con Felipe Alzuaga un romance de tan alto voltaje que cuando me dijo: “quiero explorarte toda”, comprendí que mis técnicas no solo era artesanales sino insuficientes. Es más, ni siquiera el enemigo estaba a la vista ni podía sobrevolar la zona donde ahora debía depilar, de modo que precisaba aliados de confianza que me dieran una mano, o dos.
Y concurrí a un instituto donde vencieron con total rapidez mis inhibiciones porque uno tras otro atendían casos similares. La profesional era una mujer experta que me dijo, una vez hube colgado la tanga en el perchero: “apunte al cielorraso y mire que bueno el piso que hemos colocado”. Obedecí, pero no pude dejar de preguntar: ¿Dolerá? “Hay cosas que pueden dolerle más” -comentó enigmática- y prosiguió con su trabajo.
Felipe pasó a ser recuerdo. También las técnicas primitivas de depilación en cada una de las cuales fui dejando, con los años, tiras de piel y manchas imborrables. Me hice experta en fototermólisis selectiva, estado anágeno de los folículos, ciclo del vello y estado de involución del pelo. Recorrí la depilación eléctrica y la termoquímica, y al fin pasé a considerar, sino como amigos, al menos como enemigos perseverantes aquellos pelos que crecen en el mismo poro desde hace años y a quienes les tengo algún reconocimiento de admiración antes de arrancarlos. Son viejos conocidos que he visto encanecer.
Tal vez toda esta historia no hubiese tenido lugar si no me hubiesen dicho “escobillón”. Pero aquella calificación de Felipe en edad tan tierna disparó mi manía persecutoria contra lo que asome donde no corresponde. El pelo tiene derechos limitados, como los tenemos nosotros, y al respecto me respaldan y amparan la costumbre, la moda, la farmacopea, los tratamientos y los profesionales que han hecho una ciencia de cómo combatirlos. Depilarme fue el objeto de mi vida y no me detendré hasta que muera.
Es más, acerca de la creencia de que muerta la persona sus pelos no paran de crecer, ya he dejado instrucciones: antes de cerrar el cajón me deben dar una buena rasurada, y, por lo que pudiera ocurrir, quiero tener aferrada en mi mano, junto al crucifijo, una maquinilla descartable.-

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Archivo del blog

Gracias por leernos

Visit http://www.ipligence.com

Seguidores