Patricia Severín
Nació en Rafaela, provincia de Santa Fe.
Libros publicados:
La Loca de Ausencia - poesía- Faja de Honor de la SADE (Sociedad Argentina de Escritores-1992)
Amor en mano y cien hombres volando-poesía-coautoría con Graciela Geller y Adriana Díaz Crosta
Las líneas de la mano-cuentos-Faja de Honor de la SADE (Sociedad Argentina de Escritores) 1998
Solo de Amor-cuentos-Primer Premio Publicación ASDE (Asociación Santafesina de Escritores ) e Imprenta Lux 1999
Poemas con bichos-poesía, Premio Fondo Nacional de las Artes, 2001
La voz bajo la falda-poesía erótica
Corazón de erizo.
Los limpiatubos me hicieron acordar a mi prima. Estaban espléndidos con esas florcitas rojas tupidas, finas, hebras, sobre su cabo verde. Era primavera y me pregunté si esa vez, la última vez en que vi a mi prima, sería también octubre, o tal vez no, a lo mejor era verano y, sin embargo, recordaba muy bien los limpiatubos florecidos, todos, en el parque de la estancia, un camino de ellos, rojos, como guardianes en el largo sendero de la entrada, plátanos añosos por detrás, que llegaban hasta el casco.
Mi prima, a lo lejos, bajaba al parque por la amplia escalinata de mármol, delgada y nerviosa, su larga solera se abría en campana con cada saltito, al descender los escalones, una mano en alto saludando aquí y allá, se movía segura entre los grupos desparramados por el parque, parecía distendida, que nada le era extraño. Extraño era todo para mí, envidié en mi prima su soltura, ese andar sin anclas entre la gente, su levedad y roce que la hacía levantar el mentón un tanto hacia arriba al reír con esas bromas insípidas, cuando encontraba de qué hablar con cada uno.
¿Por qué había concurrido a esa reunión? Nada me unía a esa gente, nada excepto mi prima, ¡ah! y quizá algo, también, en algún lugar, mi acompañante, que insistió hasta la aceptación, mi aceptación, para ir a la estancia.
En la reunión se presentaba un nuevo producto del agro. No recuerdo bien qué, seguramente un pesticida, un agroquímico o quizá un desparasitante animal. No lo se, tan incómoda estaba dando vueltas de aquí para allá sintiendo el vestido que traslucía demasiado. Mi acompañante caminaba entre los grupos tratando de insertarse, pipa en mano, desplegaba estudiada simpatía y sonrisa congelada, quería ganarle en mundano al tío que convidaba habanos desde una caja de madera de ébano.
Mi prima me levantó los brazos, allí donde estaba, lejos, junto a un grupo de hombres impecables con sacos del color de moda, remeras de marca, bronceados, seguros y delgados. No como mi acompañante de pancita enhiesta y corona de pelo oscuro flanqueando las orejas, dejando por encima una calvicie poderosa. Nunca me importó la calvicie pero la de mi acompañante me molestaba. Sería por los chistes que hacia para disimularla, aromando el humo de su pipa, como alguien importante. En realidad todo me molestaba de él, lo supe después, inmediatamente después de que murió mi prima.
Ella ahora levantaba la mano, y sus brazos se desplegaban como banderas claras delante de los limpiatubos que estallaban en rojo sobre el fondo de los plátanos. Yo quería disimular mi soledad ese atardecer, cuando el sol se ponía tenso y naranja entre los árboles del inmenso y cuidado parque de la estancia, buscando cualquier cosa, un pretexto en la pequeña cartera y diciéndome mil veces para qué viniste, para qué te pusiste el vestido de falda transparente que molestaba, o yo pensaba que traslucía y molestaba tanto. Trataba de colocarme de costado y alejarme de los grupos para que mis piernas no se vieran cuando la luz daba sobre la falda; me protegía en la penumbra haciendo como si buscara algo en la pequeña cartera, o me corría a observar detenidamente la flor del limpiatubos, alargadas como una boquilla gruesa o un cepillo tupido y cilíndrico de esos que se usan en los bares para limpiar los vasos de tragos largos. ¿Por qué se llamaría así y no rosa ígnea o carmesí de flecha o dedos de fuego? Ese arbusto me estaba poniendo poeta y eso era malo. Siempre que me ponía poeta algo incontrolable sucedía, como si al abrirse los poros del corazón se derramase por esos ínfimos agujeros, toda la sangre.
Mi prima me vio, levantó los brazos y corrió hacía mí, su solera manteca se movía entre los limpiatubos, salía y entraba por la hilera roja, un brillo apenas que relucía atenuado contra los árboles, el canesú de piedras opacas formando un semicírclo ámbar alrededor del cuello largo. Mi prima llegó y en ese abrazo supe nuevamente, otra vez, cuanto nos queríamos, quizá había ido a la estancia solo para verla, para agradecerle una vez más su casa, la hospitalidad, sus cuidados durante el tratamiento, para abrazarla. A ella solamente, no a mis otras primas que desplegaban su dinero como si fuese muralla, ásperas, distantes, ocupadas en cosas de importancia que yo no lograba descifrar. Me apretó fuerte y preguntó ¿estás bien? Un resplandor recorrió sus ojos y creí o me pareció, que se desprendía un hilo de agua casi invisible por el costado de su ojo; enseguida una brisa se coló del este y comenzó a mover las flores rojas que oscilaron como suspiros. Entonces, aturdida, pregunté a mi vez, ¿estás bien?, mi prima sonrió, o trató de sonreír, tomó entre sus manos un cabo lleno de hebras delgadas, ¿no son hermosas? dijo, parece que el aire se desangra, las llamo corazón de erizo, duran un tris fuera del árbol, como la vida, ¿viste?, sin dejarme responder explicó, a esa reunión la organizaba ella, su nuevo trabajo, dijo el nombre en inglés, un oficio inescrutable, no lo retuve, algo así como coordinadora de eventos. Mentalmente enumeré el decálogo de trabajos que había realizado mi prima en los últimos muchos años. Como si viera lo que pensaba retrucó, no es lo que me gusta hacer vos te das cuenta, lo sabés, pero me lo ofrecieron.
¿Qué era lo que yo sabía? Que mendigaba a su padre para sostener con sus brazos delgados esa enorme olla familiar, que se había quedado sin hombre y sus hijos famélicos sólo sabían pedir y devorar. Esa enorme olla sin fondo, en la cual todo se perdía sin miramientos, cayera lo que cayese. Quise preguntarle por eso, si lo hacía por la olla, de algún modo prudente, claro, como por ejemplo, tu esfuerzo debe darte un buen pasar, o mejor no, mejor decirle, se te ve espléndida con esa solera color manteca, contenta con tu trabajo nuevo, pero antes de que pudiera desplegar la frase adecuada que estaba tratando de armar, ella dijo, ¿sabés? quisiera un kiosco, sólo un kiosco, pero mío, y se marchó, la gerente vino a preguntarle algo que no escuché. Me dejó con la frase sin armar, por suerte, preocupada como estaba por la falda.
Así habían sido criadas mis primas y los hijos de mis primas, y así vivían juntando del suelo las suculentas migajas que caían de los bolsillos del padre. Su padre, el tío. El que se quedó con la herencia de mamá. El hombre que ahora vivía en la Capital y al cuál todos consultaban como oráculo. La genuflexión llegaba también de los políticos de turno. Los de ahora ni siquiera disimulaban prudencia, se exhibían copa en mano con el tío jugando al tenis o festejando su llegada al gobierno en la estancia de los limpiatubos.
Escuche las risas que venían del grupo que comandaba el tío, vi los apretones de manos, las palmas que golpeteaban su espalda, su nueva adquisición, una bóveda en el cementerio de la Recoleta, una de esas que algún heredero lejano, de nobleza incierta, vendía como último recurso. Ya nadie podría dudar de que el linaje del tío se arraigaba definitivamente en el puerto de Buenos Aires, de que legitimaba su fortuna. Adonde trasladase sus muertos quedarían atados los vivos.
Quise esconderme detrás de la fronda roja que estaba a mi espalda pero la tía me había descubierto, me tomaba por los hombros y me sacudía. La tía era una mujer elegante que hablaba sin parar y agarraba de rehén a cuanto pariente encontraba para narrarle las interminables desventuras con su marido. ¡Ahí está! ¿lo ves? Se indignó después del breve saludo, y señalando con el dedo, es la de turno, esa de minifalda, casi desnuda, qué descaro, pero qué descaro tienen las mujeres hoy en día. Después, al darse cuenta de que sólo era impaciencia por señalar al tío, preguntó por mi madre, que cómo estaba, y hasta pareció interesarse en mi respuesta. Dio una excusa que no recuerdo, exclamó ¡¿viste que hermoso esta el parque?! lástima estas flores sin aroma, y señalando los cilindros rojísimos que parecían desprenderse de sus tallos, se fue detrás de un grupo de mujeres a seguir con sus quejas y espiar de lejos las actitudes del tío que exhalaba un denso humo del cigarro entre los pelos de la muchacha de minifalda autoadhesiva.
La noche se iba colando entre el ramaje y subía un aroma intenso de pasto fresco y prolijado, y jazmín del país que no acertaba a ver por ninguna parte. Una empleada de cofia y delantal se acercó con bandeja de plata, repleta de bocaditos tibios, seguida por un hombre de moñito que repartía bebida. Dije si a ambos y luego no supe cómo sostener tantas cosas entre las manos, la cartera pequeña, la servilleta. Mi acompañante había desaparecido entre la multitud como pez en el agua, imaginé su placentero bienestar entre tantos importantes. Seguro podría colar alguno de sus negocios. Me volví a preguntar por qué había cedido a su insistencia por venir a la reunión, por qué seguía al lado de ese hombre calvo, allí, en la estancia, o fuera de la estancia, en mi provincia, si cada vez que lo miraba me resultaba un penoso desconocido y un leve ahogo me recorría, desagradable, la garganta.
Terminé el bocadito pero la salsa tártara se pegó a mis uñas. En el toilette podría reacomodarme. Pero el toilette estaba lleno de mujeres que trataban de hablar en voz baja haciendo comentarios de lo que tenían puesto las otras, las que no estaban allí, una se sacaba de apuro la media corrida y extraía una nueva de la cartera, otra con saliva en la punta del dedo recomponía la máscara. Salí a respirar el aire suave y dulzón que se abría en el contorno de la estancia y pregunte a la mujer de cofia y delantal si podía ir a otro baño, al del casco, que yo era la prima de mi prima, la sobrina de mis tíos, ninguna de aquellas otras. La mujer de la cofia dudó un momento pero me acompaño y subimos las escalinatas de mármol. Abrí la puerta sin preguntar y allí estaba mi prima, inclinada sobre el lavabo, tratando de sujetarse el vientre que se movía sin brújula en sucesivos espasmos. No supe qué hacer. Sólo le sostuve la cabeza y le alcancé una toalla. Me miró y sus ojos estaban tan lejos que no pude encontrarlos. Después pidió una silla y se la traje del hall. Tengo que ponerme bien, dijo, hacer un buen papel, de eso depende todo. La sonrisa que trató de dibujar le salió tan mal que comenzó a sollozar despacito. Tomé el peine que llevaba en la pequeña cartera y le acomodé el pelo, con la punta de la toalla trate de remediar su maquillaje. Se levantó ajustando el escote de piedras opacas color ámbar, son falsas dijo, y agregó, todo es cuestión de plata, prendió un cigarrillo y exhaló con fuerza el humo hacia el espejo.
No quiso que la acompañara. Cuando salí al parque la encontré riéndose con un grupo de mujeres jóvenes y bellas que sostenían vasos finos y largos. Al rato estaba dirigiendo los platos calientes que se servían sobre pequeñas barras alrededor de la piscina, luego revisaba el orden de los anunciantes y los oradores. El tío reía a carcajadas, whisky en mano, y pasaba el antebrazo por debajo de la cintura de la chica de minifalda. El grupo de hombres que estaba con él festejaba sus bromas. Mi acompañante también reía y hacía señas para que me acercara. Yo me distraía mirando las hebras de los limpiatubos adheridas a su cabo. Pinché mis dedos con su punta finita para investigar cómo se sentía. Recordé cuando mi prima preparó una habitación, sólo para mí, en su casa, para que estuviese tranquila mientras duraba el tratamiento. Fueron meses largos, ella venía cada tarde con masas y se sentaba a charlar, preparaba café, te, capuchino, menos el mate que aborrecía. Una de esas tardes le conté detalle por detalle lo que había pasado entre mamá y el tío con la herencia de los abuelos. Mi prima abrió grande los ojos, quedo quieta, callada, y después dijo, ahora me explico. Me arrepentí, lo estaba diciendo y me arrepentía, pero ya estaba dicho. Así fueron las cosas, rematé, no fue culpa de nadie, se levantó y me desparramó con la mano el pelo hacia la frente.
Todo siguió igual, me curé, volví a mi casa de provincia, compadecí en silencio a mi prima por los hijos que había concebido; antes de marcharme le deje una carta sobre la cama y un inmenso ramo de fresias sobre la mesa de luz. Al mes llamó, quería saber por mi salud y preguntaba si deseaba acompañarla al mar. Dije que no, en realidad quería, pero no podía seguir el ritmo de sus gastos en esa playa exclusiva. Era su invitada, recalcó, y eso significaba in-vi-ta-da ¿sabía yo lo que quería decir? Igual no fui. Después supe que el mayor de sus hijos perdió una enorme suma en el casino, tan enorme, que ella tuvo que vender la casa y empezar de nuevo, es decir, otro trabajo, otra pelea con el tío que la echaba de su vista cada vez que pasaba algo por el estilo, con su madre que la declaraba la peor de todas porque tenía casa sin hombre, con sus hermanas que la miraban desde arriba cuchicheando, burlándose.
Ahora estaba cerca de mí, nos separaba solamente la hilera de limpiatubos. Podía oler desde mi lugar su perfume francés y escuchaba el tono arrastrado de las vocales que ni siquiera los años de la Capital pudieron arrebatarle.
Mi acompañante contaba sus proezas económicas. Se sorprendió al descubrirme a su lado y exigirle la vuelta a casa. Rió, si estaba en lo mejor de la fiesta. Entonces hice algo que jamás hubiera hecho, caminé entre medio de las hileras casi bordó, en la semioscuridad, de esas florcitas rojas tupidas, hasta la entrada de la estancia y pedí al primer auto que regresaba que me acercase a la ciudad.
No me despedí de mi prima.
No me despedí.
Un mediodía llamó mi madre, mi prima había tenido un accidente, grave, dijo, muy grave, aún no se sabía casi nada…. murió …. afirmé balbuceando, mi madre hizo silencio, se escuchó un sollozo hipado largo muy largo, después click.
Había mucha gente en el velorio, demasiada. Charlaban, comentaban, interpretaban qué había sucedido, cómo, volvía de la estancia, dijo una amiga, su auto parecía un living, dijo otra, tenía todo a mano en el asiento del acompañante, la agenda, el celular, los cigarrillos, los anteojos, el agua, los chocolates. Mi prima comía poco pero siempre tenía chocolates a mano. Me coloqué los anteojos oscuros y trate de pasar desapercibida. La tía lloraba abrazada a alguien, mis otras primas lejos, al tío no lo vi. Escuchaba restos, hilachas de conversación, fui a la última que llamó estoy segura, el padre no quiso cambiarle los cheques, ¿a vos te parece que el mayor le haga eso?, ¿y la madre?, inauguran la bóveda, ¿llevaba el cinturón?, jamás lo hacía, se reía, siempre se reía, le dieron vuelta la espalda, ¿no?
Me acerqué despacio hasta el cajón cerrado, acaricie el cofre, la madera oscura, acomodé las flores desparramadas sobre él, leí al pasar algunas tarjetas e imaginé entre las manos de mi prima un inmenso ramo de esas florcitas rojas tupidas, corazón de erizo había dicho, sentí que el aire caía lentamente sobre la sala y se disolvía desangrándose.
Este cuento pertenece al libro inédito “Helada negra”
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