Marcela Mercado Luna

Nacida en La Rioja en el año 1959, es Licenciada en Letras Modernas (UNC) y Profesora de Lengua y Literatura y Latín (IES).
Dedicada a la crítica literaria y al periodismo cultural, es columnista de El Independiente Digital, y colabora también en otros medios gráficos y digitales de alcance provincial y nacional.
Vinculada desde muy joven al quehacer editorial como correctora, prologó y presentó numerosos libros de autores riojanos, y actualmente dirige la Colección “La Ciudad de los Naranjos” de la BMM.
Parte de su producción literaria (cuentos y poemas), apareció publicada en el Diario El Independiente, en la Antología nacional “Sol y Letras 2007” de Ediciones Baobab y en la antología “El amor de los riojanos” recopilada por Fernando Montero.

Bufanda de angora

Me gusta quedarme en casa de la abuela. Ella teje junto al ventanal del comedor, y yo me acomodo a su lado con mis cuadernos, a dibujar. Cuando estamos las dos solas conversamos un poco: yo pregunto cosas y ella me contesta. A veces ríe de mis ocurrencias. Nos gusta eso, y también nos gusta callarnos, con esos silencios leves que apenas quiebra el susurro de las agujas de metal de la abuela –que van y vienen, van y vienen– y de mi cuaderno, al dar vuelta la hoja. Cuando un silencio así nos envuelve, la abuela dice que pasó la Virgen... sonríe y regresa a su tejido. A veces dejamos que la Virgen se pasee un rato por el comedor y retomamos el diálogo.
Amo esos momentos, las dos solas, porque a su lado me siento especial e importante. Los amo además, porque son escasos.
Es que la casa de la abuela suele aturdirse de voces, conversaciones y sonidos diversos, especialmente a la hora del cafecito, como llama la abuela a la sobremesa, cuando las tías y las primas más grandes vienen a tejer también y a hojear las revistas de modas que traen consigo. Suelen tomar café mientras tejen y comentan las últimas tendencias de la temporada o se consultan sobre la conveniencia de hacerse tal o cual modelo nuevo. Yo me voy replegando, con mi cuaderno, a un espacio cada vez más estrecho, a medida que la mesa del comedor se llena de revistas, pocillos, copitas de licor... y de ovillos de lana que alguna mano acomoda, unos al lado de otros, para apreciar la combinación de los colores que irán a convertirse en, por ejemplo, ese pulóver que luce Teté Coustarot en la tapa de Para Ti...
Mis primas mayores son muchas y hermosas. Yo las miro de reojo sin dejar de dibujar y las escucho hablar: de sus novios, de sus pelos –brillantes, lacios, perfumados– y también de los novios y los pelos de las chicas de las revistas. Aunque sin intervenir en sus diálogos, asisto en silencio a ese mundo glamoroso que siento lejano, inalcanzable. Cuando hay una fiesta de 15, los comentarios duran casi toda la semana, y son bastante interesantes: Mónica, que sabe encontrar el lado chistoso de las cosas, hace reír a todas con sus ocurrencias. Yo me río con ellas, y sueño también: sueño con hacerme grande, aunque creo que no seré así de linda porque mi pelo es una mata de rulos desparejos; y mi cintura, algo rolliza y sin forma.
Una vez Josefina me preguntó cuál de todas las primas me parecía más linda, y yo le dije “Son iguales de lindas”; pero le mentí porque para mí la mejor es Estela.
Estela es la mayor de todas. Es alta, delgada, un rostro que parece escapado de las revistas de la mesa. Sin embargo a su lado no me siento tan fea, quizá por ser ella la única a quien la belleza parece no importarle demasiado. A veces me cuenta cuentos que yo luego ilustro en mi cuaderno; también, a pedido mío, completa mis dibujos con un par de trazos hábiles y rápidos. Rara vez se queda tejiendo con las otras porque siempre anda muy ocupada: es maestra y, además, estudia en la universidad. Suele venir, eso sí, a tomar el café de la sobremesa con la abuela; conversa un ratito y pronto se despide porque –dice– tiene que preparar sus clases.
Pero, esta siesta de invierno, Estela se ha quedado sin prisas a compartir la rueda con las demás: mira divertida las revistas que le alcanzan, y ríe comparando su flamante bufanda de angora blanca con los muchos modelos similares que lucen las mannequins de las páginas que se abren y cierran entre sus manos. Acaba de recibir por encomienda esa bufanda –que arranca exclamaciones y muestras de admiración en la rueda–; la ha enviado de regalo Eduardo, su novio, que estudia y trabaja en Buenos Aires.
–Mañana cumplimos tres años –nos cuenta Estela–. Es un regalo de aniversario.
Las tías y las primas, mamá y la abuela, todas, hacen comentarios y se pasan una a otra la larguísima bufanda blanca. Se la miden, se envuelven con ella, qué divina, qué fina, que sabés lo que cuesta una de éstas... que te la ponés con cualquier cosa y quedás elegantísima, pero dejen de tocarla tanto que le ensucian la bufanda a Estelita.
Y Josefina, que es la vanguardia en los temas de la moda, comienza a hablar sobre las numerosas posibilidades de la prenda y hasta improvisa una pasarela en el comedor para hacer demostraciones. La bufanda es realmente de sueños, y a Josefina –alta, como Estela– le cuelga hasta las pantorrillas.
Pero, ¿y eso que hay en el estuche? Alguien se apura a sacar lo que queda aún de la encomienda.
–¡Miren! Un gorro y unos guantes que completan el juego.
–Ah, no –Estela protesta –; yo no pienso salir con ese gorro.
Josefina retoma la palabra, dice que debe usar el conjunto, que en Buenos Aires todas las chicas salen así. Y mientras le acomoda a su dueña uno por uno los accesorios en cuestión, sigue hablando y dando consejos: que es modernísimo, que mirá, así, qué finura; y , además, todo esto va con botas de media caña, sólo con botas: no es cuestión de ponérselo con cualquier cosa y entorpecer la armonía del atuendo. Estela la deja hacer, sonriendo obediente, y gira sobre sí para mostrarse con el conjunto de angora completo. Josefina se entusiasma con su disertación sobre accesorios de lana, abre una y otra revista, apoya sus dichos en las fotos del figurín, elogia, compara, crea, diseña su propia bufanda... pero Estela ya no la escucha: ha salido al patio porque en el zaguán hay una niña que golpea las manos.
Yo detengo mi lápiz y miro a través de la mampara. La voz de Josefina sigue sonando como una música de acordes monótonos. Afuera, Estela parece hablar con la niña que ahora avanza y se detiene frente a ella en la mitad del patio. Es menuda y sucia: su cabecita despeinada no tiene ningún brillo, lleva un vestido ligero que no se compadece con la fría estación del año. Veo sus pies –oh, Dios– mal cubiertos por unas sandalias que le que quedan grandes y dejan a la intemperie unos dedos diminutos y morenos.
Josefina ha dejado ya de hablar. Todas miran hacia el patio. La abuela, siempre práctica, va hasta la cocina y saca de la alacena lo que queda del pastel de carne del almuerzo. Sale con el pastel, pero se detiene mirando a Estela, que ahora se quita el gorro y se lo mide a la niña... se saca los guantes, se los hace calzar a la niña... Ésta sonríe y se lleva las manos a las mejillas, como probando la suavidad de los guantes. Luego, gira la cabeza hacia el zaguán: ahí un muchachito, más menudo y peor abrigado que la chiquita, se asoma y avanza con los ojos fijos en el trozo de pastel que la abuela –petrificada junto a una maceta de geranios– sostiene aún sin decidirse a alcanzárselo a la niña porque teme (estoy segura de ello) que se manchen los guantes de Estela, que la niña acaba de ponerse. Al ver al chico, la abuela sale de su turbación y le ofrece el pastel a él. Sin dudas andan juntos; los dos sonríen y salen (¡ella con el gorro y los guantes!) repartiéndose en porciones el trofeo comestible. Estela sigue en el patio. Ahora los dos niños se detienen en la mitad del zaguán. Parece que mi prima les ha dicho que esperen y va hacia ellos. Aunque bajo los efectos de la consternación que la locura de Estela les produce, no deja de causar gracia a las otras el aspecto de la pequeña mendiga, con guantes y gorro de impecable angora. Nuevamente frente a los niños, Estela se despoja de la bufanda y envuelve con ella al muchacho: le da tantas vueltas al cuerpito que casi lo inmoviliza.
–¡Qué hace!
Aquí en el comedor cunde la alarma.
–¡Se ha vuelto loca!
–Siempre lo estuvo.
–Ay, esta chica –protesta la abuela entrando desde el patio con la nariz roja de frío–, como si les sirviera de algo a estos pobres infelices un conjunto de angora blanco.

Estela vuelve al comedor medio tiritando y acerca sus manos a la salamandra encendida. Algunas voces intentan recriminarle su falta de cordura, pero se apagan ante la impavidez de la prima mayor con las manos aún extendidas hacia la estufa.
La Virgen, extrañamente, logra pasar en medio de tantas mujeres parlanchinas, y el silencio puede ser infinito si yo no intervengo para decir por la abuela:
–Pasó la Virgen.
Pero a nadie parece importarle. Me dirijo a la abuela:
–Abuela, pasó la Virgen.
Ella se vuelve a mí y asiente con la cabeza como dándome la razón, y nada dice. Sigue siendo Estela el centro de todas las miradas, y entonces Mónica hace una pregunta puntual:
–Y ahora, ¿qué le vas a decir a Eduardo?
Ella instala una sonrisa en su cara de tapa de revista y se encoge de hombros por toda respuesta. Luego se levanta, besa a la abuela y agrega con voz quebrada pero sin dejar de sonreír:
–Que era una bufanda muy hermosa, ¿verdad abuela? Ahora, chau, me voy a preparar mi clase de mañana.
Apenas sale, las chicas reanudan por lo bajo sus manifestaciones de repudio a los sucesos del patio. Hablan entre ellas: sus voces, sus manos, sus gestos se alían para proclamar la insensatez de la prima. Pero la abuela cambia de tema abruptamente. Y no se habla más del asunto. Ni se hablará –creo– en los días sucesivos.
La Virgen pasa a cada rato y yo hundo la cabeza en mi cuadernito pero no logro concentrarme en el dibujo: los rostros me salen sin ninguna simetría, y los cuerpos tiesos y sin gracia, como si no los dibujara yo, como si los hiciera un chico de primer grado... Y es que en realidad no estoy aquí, porque mi alma de nueve años deambula acorralada entre estas cuatro paredes, y al fin se escapa del comedor al patio, cruza el zaguán, sale al frío de la ciudad... Y se va detrás de dos niños vagabundos, más o menos de mi edad, que atraviesan las calles desiertas, con un blanco conjunto de angora para dos, mal combinado con zapatos precarios, y a total contrapelo de los sabios consejos de Josefina.

1 comentario:

  1. Marcela,necesito consultarla a la brevedad sobre "Divinidades Diaguitas". En caso de permitirlo, le agradezco me acerque su mail.
    Atentamente
    Mario Quinteros - Amaicha del Valle, Tucuman
    e-mail: nunawayta@gmail.com

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