José Gabriel Ceballos

Abogado y escritor nacido en Alvear, provincia de Corrientes, lugar donde reside, en 1955.

Algunos de sus libros:
* El color del humo (poesía-1978)
* Otras reincidencias (poesía-1978)
* El Oidor (narrativa-1985)
* Allá siempre baila la muerte (narrativa-1989)
* Las condesas también sueñan (narrativa-1991)
* Interior de los Pájaros (narrativa-1993)
* Ángel de la guarda (narrativa-1996)
* El Patrón del Chamamé (narrativa-1998)
* Complicaciones intelectuales (narrativa-2000)
* Entre Eros y Tanatos (narrativa)
* Confesiones de un extraño demiurgo (narrativa)
* Los hijos de Rivas (narrativa)
* En la resaca (narrativa)

Caballero español

En la luz atardecida del vasto patio de baldosas, bajo una magnolia, conversan las dos nonagenarias primas segundas. En la casa sólo están ellas y un bisnieto adolescente de Tutula.
Heraclia llega todas las veces en el mismo antiguo taxi y se pone a distribuir saludos y regalos. Obsequios traídos de su estancia cercana al gusto de cada miembro de la familia de su prima segunda. Caramelos de miel y huevos de perdiz para los niños, dulces criollos, quesillos, el cuerito pedido para alfombra, prendas tejidas por la misma Heraclia con lana cruda, etcétera. Sopla y resopla la rechoncha Heraclia apoyada en su bastón, mientras controla que bajen todos los frascos, atados y paquetes. Después y jadeante encabeza la marcha por el largo zaguán, entregando obsequios, esto es para ustedes pillos, esto para vos querida, no olvidé tu encargo señorita... Parece una reina dadivosa, lenta, oscilando a izquierda y a derecha al andar, como si a su bastón y a sus cortas piernas les costase demasiado sostener su gruesa pequeñez encorvada por los noventa y pico. Cuando ve a Tutula, quien aguarda en un sillón de mimbre en la galería abierta al patio, el gozo le entorna los ojos y le llena la cara sanguínea. ¡Tutuuuuula...!, saluda Heraclia aflautando la voz. ¡Mi queriiiida! Y tras otras exclamaciones, llega por fin hasta la otra anciana, que le tiende los brazos. Tan diferente, Tutula, tan delgada. Como si en cualquier momento, por una brusquedad cualquiera, pudiera desvanecerse en el aire hasta el último huesito, hasta el último de aquellos ralos cabellos blanquísimos, quedando nada más que las gafas y el perfume de lavanda. Sus ojitos claros también sonríen tras los cristales, pero la sonrisa está sólo en ellos y apenas en una crispación de los labios exangües, no en toda la cara. Se diría que la alegría también resulta peligrosa para tanta fragilidad. Después Heraclia mancha con rouge el semblante descarnado y sin maquillaje de Tutula. Después ambas deciden dónde van a permanecer sentadas durante las próximas horas. Si hace calor Heraclia suele preferir sentarse bajo la magnolia. Las hijas y las nueras de Tutula sugieren entonces otro sitio, por la angina de pecho de ésta y las corrientes de aire. Pero por algo Heraclia es la visita, y una manteleta puesta sobre los hombros de Tutula basta para solucionar el problema. A Tutula la llevan hasta el lugar elegido sosteniéndola por los brazos. Heraclia, invariablemente, se queja de sus articulaciones mientras se acomoda en su sillón ya ubicado en la posición exacta respecto al de Tutula, y en cuanto se sienta, con dificultad, entre gemidos y suspiros, verifica que estén bien su rodete, su collar, sus botones. Nueras e hijas, y a veces algún hombre de la familia, hacen los cumplidos por un breve rato. Preguntan por el campo y Heraclia responde que allá está, siempre causándole disgustos. Preguntan por las dos lejanas hijas de Heraclia, por sus nietos y bisnietos, y Heraclia contesta según las últimas noticias llegadas en cartas infrecuentes. Preguntan por los Moreira, el mayordomo y la mayordoma que hace medio siglo conviven con Heraclia en la estancia, y la visitante gasta un chiste sobre aquellos dos viejos chochos, como si ella no excediese a sus mayordomos en veinte años por lo menos. Y por fin los terceros se retiran y las dos ancianas quedan a solas.
Se miran Heraclia y Tutula, se sonríen, todavía con las manos tomadas, y empiezan a contarse sus cosas.
A la hora o poco más, alguien les trae, en una reluciente bandeja, dos copitas de vino Oporto y un plato con bizcochos dulces, y trae también una mesita donde depositarlo todo. Cuando las ancianas vacíen las copas, la charla ya se habrá vuelto un hirviente cotorreo.
¿Sobre qué hablan Heraclia y Tutula? Sobre cosas vivas y cosas muertas, ya mezcladas. El pasado remoto en el presente. Realidad e irrealidad sin contornos. Por ejemplo, Tutula cuenta que ayer la visitó Leonor. Leonor, ¿te acordás?, la costurera. Me contó que le está haciendo el vestido de novia a la Eduviges, la menor de las Silvero. Ay sí, un primor el vestido, bordado con perlas legítimas. Heraclia no recuerda a Leonor, pero calla que Eduviges Silvero murió soltera por lo menos cinco décadas atrás. Se casa con ese militar, Indarte. Duarte, Duarte, qué cabeza la mía, confundirlo con Indarte, aquel bancario que casi fue mi yerno. Con estas confusiones se desarrolla la charla, poco a poco alimentadas -charla y confusiones- por el vino Oporto, cuya gustación las primas tienen autorizada hasta dos copitas y nada más. También hay rezos, y quizás algunas lágrimas. Tutula suele mojar su pañuelo festoneado de organdí cuando nombra como muertos a sus hijos muertos. Heraclia es más dura para el llanto. Tal vez porque las penas me secaron los ojos, dice, y se sabe que está refiriéndose a lo mucho que la hizo sufrir su difunto marido don Francisco, por mujeriego sin remedio. En materia religiosa van parejas. Ninguna se separa demasiado de su rosario y de ciertas estampitas, las dos siempre tienen una plegaria a flor de labios, a veces se regalan oraciones. Contra la enfermedad, contra el dolor, contra el miedo a la muerte, contra los olvidos, contra la tristeza, contra las pesadillas, contra el insomnio, cada una para el santo correspondiente, algunas en versos rimados, oraciones que en general a Tutula provee el cura párroco del pueblo, lo que garantizaría la eficacia en mayor grado, y a Heraclia, la gente campesina. Se entregan aquellos papelitos escritos con prolijidad (los de Tutula, por mano ajena, pues ella ya no escribe por el reumatismo) como verdaderos tesoros. Rezan juntas por los finados. Una evoca como al pasar a alguien respecto de cuya muerte no hay dudas (la duda puede causar una discusión que sólo cederá ante un arbitraje) y ya la una o la otra propone un padrenuestro o un avemaría por dicha alma. Al rápido bisbiseo sucede un silencio pronto cerrado con un suspiro. La fe religiosa de Heraclia se desborda hacia la superstición. Ni aparición de santo ni castigo divino ni nada que pueda significar milagro en la comarca escapa a su conocimiento. Las discusiones surgen generalmente en torno a los parentescos. Fulana, la cuñada de mengana. Cómo la cuñada, si eran hermanas. Pero no querida, si mengana sólo tuvo hermanos varones. A ver, cuántos eran. Y aquí los nombres, un litigio sólo superable por ellas dos, pues en la casa y posiblemente en el mundo no hay un tercero que recuerde lo que el tiempo ha convertido en cenizas ya mil veces. Reír, ríen por el menor motivo, sobre todo cuando el vino ya produjo sus primeros efectos. Ríen de viejas tragedias que de pronto descubren ridículas. Ríen de muertos y se arrepienten y se santiguan. Ríen de confidencias que recién ahora se atreven a hacerse. Ríen de cuanto resulta risible, casi todo en esta vida, lo comprenden ahora. Ríen procurando ocultar sus risas a los otros, como niñas cómplices. Pero la causa infalible de sus risas la constituyen los vientos de Tutula. Vientitos los llama Tutula, y no te digo perfumados, pero no jieden para nada, dice Tutula. Asquerosa asquerosa, replica la prima, con la papada estremecida por la risa. ¿Vos acaso no te largás?, se defiende Tutula. No como vos, asquerosa, delante de gente. Vos sos de la familia, y esto es una enfermedad, ríe Tutula, y despide luego otro vientito que multiplica las risas hasta la sofocación de una. Este rostro de Tutula, encendido por esta risa, no parece el rostro rígido y ausente que dos horas antes esperaba a Heraclia en la galería. Se diría que la marca de la calavera ha retrocedido bajo la piel translúcida y rugosa, dejando libre a la expresión. Las risas decrecen como en quejidos y mueren en un nuevo sorbo de vino o en un vaso de agua que alguien les alcanza y ellas comparten. Pero posiblemente recomienza segundos más tarde. Imaginate, el cura me confesaba muy serio, y yo qué iba a aguantar el vientito, recuerda Tutula ya entre risas, y la risa vuelve a estallar y a sacudirlas hasta las lágrimas.
De tanto en tanto permanecen calladas por unos cuantos minutos. Una preguntó cualquier cosa y la otra no contestó, o ésta cortó de repente un relato y puso un gesto distante. La primera piensa: la arteriosclerosis, y trata de rescatar a su prima nombrándola con ternura y luego recordándole el tema o simplemente aguarda, paciente, en el piar de los canarios de las pajareras de la galería y el aroma de las flores. La arteriosclerosis las aterra. Tutula le teme más que a su angina, que en todo caso pasa con el Peritrate por mucho que el ataque duela y oprima. Siempre que se refieren a la arteriosclerosis Heraclia menciona a una parienta uruguaya que por dicho mal se murió en un asilo sin reconocer a nadie ni recordar siquiera el propio nombre y haciéndose sus necesidades encima. Cada una promete no permitir que la otra vaya a parar a un asilo si la arteriosclerosis destruye la lucidez necesaria para oponerse por sí misma, promesas que se reclaman y renuevan bajo juramentos diversos.
Raramente beben las dos copitas autorizadas. Pero hoy se sienten tan bien bajo la magnolia, la tarde se va tan quieta y perfumada... Además, se sienten libres; el bisnieto adolescente, la única persona que quedó en la casa para atenderlas, no las vigila, sólo viene muy cada tanto y pregunta si necesitan algo. Reclaman la segunda copita, ya bajo las primeras estrellas que asoman todavía en la claridad. Cuando llega el vino, Tutula pide a su bisnieto que encienda las luces de la galería pero no las farolas del patio.
Media hora después el vino resucita al caballero español.
Don Jacinto Alfonso Pérez Albújar, noble o por lo menos dicho noble desde que pisó el continente americano, supuesto descendiente directo de un marqués o algo así, según amarillentas escrituras llenas de firuletes que Tutula debe guardar aún por ahí, esposo de Tutula, muerto por una trombosis cerebral hace cincuenta y siete años. No importa cómo lo vean las primas nonagenarias. Si joven y gallardo, con aquel traje de hilo blanco que realzaba su color tostado del Mediterráneo; si ya ganado por la madurez pero todavía recio, sin vejez a la vista, como lo agarró la parca, en pleno ejercicio de las potestades que le conferían las tierras heredadas por su cónyuge. Don Jacinto Alfonso Pérez Albújar, aparezca como aparezca en la conversación, es un fantasma perturbador, por obra del vino Oporto y de ciertas esquelas anónimas recibidas por Tutula poco antes de morir su esposo y viuda ya su prima Heraclia.
—¿Pero en serio recibiste esas cartas? —pregunta Heraclia, la mirada hundida en el fragante anochecer.
—En serio.
—¿Y nunca desconfiaste de nadie?
—De Maruja —contesta Tutula tras una vacilación.— ¿Te acordás que no me quería desde el colegio, que me armaba líos con las monjas? Y de la tal Petena, aquélla que lo perseguía a Jacinto, una rubia muy puta, ¿te acordás?, que vivía en el barrio ferroviario. Y de Catalina Orseti. Y de las hermanas Velárdez.
Hay un silencio. Heraclia recordó que la sospechada Maruja dejó el pueblo siendo niña, mucho antes de que llegara el caballero Pérez Albújar, y nunca más regresó.
—¿Creés que pudo haber sido otra persona? —pregunta Tutula.
—No sé —dice Heraclia, y suspira. —Tal vez si hubiese leído esas cartas...
—Decían que te acostabas con Jacinto en Santo Tomé, en casa de una alcahueta que tenían allá.
—En mi estancia. La vez pasada dijiste en mi estancia.
La arteriosclerosis, piensa Tutula.
Callan las primas. Las miradas errantes en la penumbra; desde un gorrión, que hace su última estación vespertina sobre el aljibe, a la blancura de las calas, fantasmal en las sombras veloces; desde el rumor de una pajarera a las estrellas ya nítidas.
El caballero Jacinto Alfonso Pérez Albújar, con su rostro largo y trigueño reconcentrado, observa el recorrido de sus manos bajo el camisón. Manos expertas, firmes, dueñas absolutas de la languidez que se les entrega. Un fino sudor le brota en la frente. Su torso desnudo sólo tiene un vello corto en el pecho, como una salpicadura de oro. Y hasta huele intensamente a agua de Colonia. Antes de la cópula, el caballero sabía fricarse con abundante agua de Colonia, seguramente por la renuencia al baño que caracteriza a los caballeros españoles.
—¿Con vos también dejaba la luz? —pregunta Tutula.
—¿Cómo? —se sorprende Heraclia.
—Si Jacinto con vos también dejaba prendida la luz.
Heraclia chasquea la lengua y se muestra ofendida.
—Ay, Tutula, mirá que sos loca.
Y luego agrega:
—Y estás borracha.
—No estoy borracha.
—Estás borracha.
Entonces Tutula empieza a reír. Una risa finita y entrecortada que crece y decrece hasta tornarse como un hipo apenas audible y callar.
Hay otro largo silencio, durante el cual algo cae en el patio, algo más leve que una cagadita de pájaro pero más pesado que un ángel, tal vez una pequeña flor, pero que las sombras no permiten ver.
El caballero español ahora permanece de pie y de perfil. Una contraluz lechosa (¿la luna en el mármol del aljibe?, ¿ya tanta luna?) recorta su silueta: la amplia frente, la recta nariz, la sólida y erguida barbilla, los brazos pegados al cuerpo, las combas de pecho y vientre, la verga en reposo, las piernas flacas. Brilla su desnudez, como brillaba por el sudor después que él se sacaba las ganas en el lecho.
—Y no era así nomás que se sacaba las ganas —dice Tutula, con la evocación en el gesto.
Heraclia, gacha la cabeza, se queda callada, tocándose los botones del vestido, el collar.
—Sabrás eso tanto como yo —dice Tutula.
Y se produce un nuevo silencio, con Heraclia acariciando uno por uno sus botones.
Hasta que Tutula vuelve a reír. Quedamente, desde aquellos como hipos ahogados. Y va creciendo y creciendo esa risa, en intensidad más que en sonido, hasta causar la risa de Heraclia. Una risa, la de ambas, mucho más grande que la que pueden desatar sólo dos pequeñas copas de vino Oporto. Una risa en la que caben los cincuenta y siete años que el caballero Jacinto Alfonso Pérez Albújar lleva en el polvo, todos los adulterios posibles, todas las cartas anónimas, todas las dudas y todos los rencores, todos los títulos nobiliarios verdaderos y falsos, la arteriosclerosis, el mundo entero, la mismísima noche.

2 comentarios:

  1. Un lujo encontrar aquí a José Gabriel Ceballos -admirado comprovinciano- con su sorprendente destreza narrativa (a mí siempre me sorprende), su habilidad para dar encarnadura a los personajes, su lenguaje, que en con una sencillez en la que caben lo audaz, lo auténtico, lo original, es otra muestra de gran calidad literaria.
    Y en este cuento, además, una historia entrañable contada desde la desmemoria, de esas que toman al lector y lo sientan entre los personajes, a quienes cree escuchar, no leer.
    Felicitaciones a Norma Segades Manias por la elección. Y por todo lo que hace por la difusión de la obra de los escritores.
    Saludo

    ResponderEliminar
  2. Me gusta la obra de Ceballos, es un escritor original porque mezcla la tradición latinoamericana con otras que se perciben en esa ironía un tanto borgeana, en el humor y en el lugar del narrador. Además y por si fuera poco en su mundo narrativo aparecen profundos perfiles de la condición humana. Irma Verolín

    ResponderEliminar

Archivo del blog

Gracias por leernos

Visit http://www.ipligence.com

Seguidores