Humberto Hauff

Nació en El Colorado, Formosa, en 1960.
Es Profesor en Letras, Licenciado en Gestión Educativa y Magíster en la Enseñanza de la Lengua y la Literatura
Ejerce la docencia en la Universidad Nacional de Formosa.

Libros publicados:
* Los fogosos discursos de octubre (Poesías, 1988),
* Las raíces buscan el sur (Poesías, 1993),
* Los milagros del rocío (Cuentos, 1995),
* El militante (Novela, 2004),
* El cielo retrovisor (Poesía épica, 2005),
* La esfera sin ejes (Poesías, 2005) y
* Poemas de Anselmo (Poesías, 2005).

Los sueños se concretan mañana

Ángel Zapata tragó saliva como en los momentos más trascendentes de la vida cuando extrajo el primer voto y lo desdobló a la vista del pequeño grupo de personas que estaba delante de él. Intentaba, al mismo tiempo que procuraba superar la ansiedad, apreciar mentalmente cuánto trabajo y cuántas ilusiones habían sido puestos en el resultado de ese escrutinio. Un resultado que, para que fuera promisorio, el desenlace ansiosamente esperado por él y sus compañeros de causa, debía haber comenzado con un voto para su partido, no con uno para la oposición como acababa de ocurrir.
Depositó sobre la mesa el sencillo papel de prensa lo más alisado posible, en un lugar de la tabla donde todos pudieran verlo y a la vez quedara lugar para poner los sufragios restantes, aquellos que él iría sacando de los sobres que había contenido la urna recientemente abierta. El voto para los candidatos de la Unión Cívica Radical mostró en impecables imprentas mayúsculas los nombres de varias personas conocidas en el ambiente político de la provincia, en tamaños considerables o reducidos que se correspondían con los cargos a los que aspiraban, y hubo un suspiro de alivio en algún integrante de la concurrencia. Ángel Zapata no vio quien había exhalado el aire de sus pulmones con tamaña efusión, pero sintió que una gota de sudor vencía el obstáculo de la ceja y caía sobre uno de sus párpados, obligando al dorso de su mano derecha a una incursión sobre la frente, la primera de una larga serie de irrupciones en la hora siguiente, para secarse la angustia.
Ángel Zapata era un maestro que se había radicado a Siete Árboles unos años antes por razones de trabajo y había terminado, como todo aquel que desempeña con cierto grado de compromiso la profesión docente en ámbitos rurales, involucrándose con los problemas comunitarios. Se había casado con una pobladora del lugar y había tenido hijos, se había hecho una casa y había adquirido un pequeño automóvil que le servía para moverse con independencia y salir de vacaciones con la familia una vez al año. Un corazón sinceramente peronista y una pizca de ambición política le hicieron pensar, muy pronto durante los sucesos renovadores de la política argentina posteriores al 83, que él podría ayudar a Siete Árboles a convertirse en un pueblo pujante y atractivo. Para eso se puso a disposición de las máximas autoridades de su partido en la zona y entró a trabajar con ahínco, como se vio a pocos militantes justicialistas en toda la historia formoseña.
Siete Árboles era un pueblo de frontera que no tenía más de dos mil quinientos habitantes y una ubicación geográfica inmejorable. Rodeada de estancias, surgió en la década del 50 como un caserío de peones rurales alrededor de una escuela primaria construida en el marco de uno de los planes quinquenales de Perón y junto a un estratégico cruce de rutas. La República del Paraguay, muy cercana, proveyó en los 60 y en los 70 de la mano de obra necesaria y barata para las cosechas de algodón y la tala de montes. La dictadura estronista había facilitado la radicación de muchas familias que, por razones políticas, escaparon de la persecución cruzando el río homónimo en una sola noche, allá por diciembre del 69, poco después del primer secuestro de Agustín Goiburú, el conocido fundador del Movimiento Popular Colorado.
Ahora, a fines de octubre del 95, en Siete Árboles, esos paraguayos exiliados estaban afincados definitivamente y Alfredo Stroessner en sus memorias era sólo una historia fea que no valía la pena mencionar. Con el correr de los años, y en la mayoría de los casos gracias a las interesadas gestiones de políticos endémicos, habían adquirido la ciudadanía argentina y bajo esa condición podían elegir a sus gobernantes como cualquier otro formoseño. Ellos y sus hijos argentinos profesaban un radicalismo místico muy difícil de revertir en las campañas políticas del peronismo local, una religiosidad que tal vez era la mejor expresión de fidelidad al Partido Liberal Radical Auténtico que había cobijado muy bien a sus antepasados, aquellos escasos sobrevivientes de la Guerra del Chaco. Engrosaron las filas de la Unión Cívica Radical en la Argentina porque ellos y sus ancestros habían sido radicales liberales en el Paraguay, sin sospechar siquiera que apenas había una palabra ampulosa en común entre las dos corrientes políticas. Ésa es una explicación racional, diría alguien con mucho tino, de la férrea oposición de los habitantes de Siete Árboles al partido creado por Juan Domingo Perón. Ángel Zapata siempre tuvo dificultades para entender esa posición, quizás porque creía, y a lo mejor con acierto, que la gente idolatraba sinceramente a sus patrones, esos dueños de estancias formoseñas que fueron siempre caudillos radicales y que les dieron trabajo y vivienda en tiempos difíciles. Es cierto también que en los acuosos ojos de los viejos sentados junto a sus humildes casas de palmas y ladrillos sin revocar permanecía intacta la imagen de Perón charlando animadamente con Stroessner, difundida por los diarios más importantes de Sudamérica en el 54. Una conversación distendida que no podía significar otra cosa más que simpatía y consonancia.
Ahora, en la primavera del 95, Ángel Zapata rasgaba sobres y extraía de ellos los votos que los ciudadanos habían emitido en elecciones libres doce años después del regreso de la democracia, esperando que el destino le deparara, aunque fuera por una sola vez, un resultado favorable. Que su partido ganara en el pueblo dependía la suerte de una buena porción de sus sueños, y de las ilusiones de muchas otras personas que, como él, pensaban que la política era el medio adecuado para acceder al progreso comunitario. Iba apilando sobre la mesa los papeles impresos sin hablar ni mirar hacia delante, como un autómata, viendo cómo la cantidad de votos de sus adversarios superaban inexorablemente a los suyos, sintiendo la boca pastosa y los ojos secos, y pensando en que ya no tenía maneras de explicar a la gente que votar contra el oficialismo significaba, y significaría siempre, estancamiento, empantano, paralización.
El Gobernador de la provincia, en una entrevista ocasional, le había dicho a Zapata que si él conseguía que el peronismo ganara en Siete Árboles su gestión se encargaría de crear la Comisión de Fomento para el pueblo y de postularlo como primer Presidente de esa institución. La promesa significaba, para él y sus seguidores, la oportunidad de convertir al esforzado proselitismo que llevaban a cabo cada dos años en una actividad útil y en el ingreso definitivo de la comunidad en el presupuesto general de la Jurisdicción. Los recursos financieros provenientes de recaudaciones impositivas propias y de fondos que vinieran de las coparticipaciones vigentes significarían, sin dudas, el agua potable que no tenían, la extensión de la red eléctrica que querían, los puestos de trabajo que los desocupados necesitaban, las nuevas calles que la extensión urbana exigía y la limpieza de veredas y plazas asegurada para siempre como todo pueblo decente merecía.
Durante siete años seguidos Ángel Zapata caminó las calles y visitó las casas de sus vecinos para hablarles de las bondades del pacto. Les dijo que no era necesario afiliarse al Partido Justicialista, que sólo hacía falta que ellos votaran en las siguientes elecciones por el partido del Gobernador, aunque sólo fuera una sola vez, para conseguir la Comisión de Fomento. Que había que hacerle ganar en Siete Árboles a ese hombre para que cumpliera su promesa, y que después hicieran lo que quisieran, que volvieran a votarle al partido de Alem e Irigoyen si eso, llegado el momento, les pareciera correcto o conveniente. Pidió, rogó que les dieran, a él y al Gobernador, una sola oportunidad.
Cuando terminó de desdoblar todos los votos que habían sido extraídos de la urna, Ángel Zapata tomó el mazo que correspondía al Frente para Avanzar y se dispuso a contar los sufragios en voz alta para todos los presentes. Vio, para su desgracia, que las manos le temblaban, y sintió que su voz era una letanía fúnebre que nadie en esa aula, que durante todo el día había funcionado como cuarto oscuro, debió ignorar, un sonido hueco que parecía venir de las profundidades turbulentas de su espíritu. Escuchó, para su desdicha, que alguien en el lugar sonreía y después susurraba. Imaginó a sus adversarios gozando con anticipación la victoria, y los comentarios futuros sobre su ingenuidad, las burlas inefables de los mediocres del pueblo.
Los hombres de confianza del Gobernador que venían de la capital de la provincia y que visitaban a Zapata en campañas electorales, le habían aclarado muchas veces que si no se ganaba en Siete Árboles no iba a haber Comisión de Fomento, porque de ninguna manera se iba a cometer el infantilismo de regalarle a la oposición una herramienta política como ésa. Que había que ganar y ganar bien, para que cuando el pueblo eligiera por primera vez sus autoridades el Gobernador no se viera en la encrucijada de poner al frente de la Comuna creada por él a un radical, porque honrar a un radical con ese cargo sería como premiar a un haragán con un Mercedes Benz, algo totalmente inmerecido.
La contabilización de los sufragios de la votación arrojó resultados desoladores para Ángel Zapata. En la mesa donde había oficiado de Presidente, la Unión Cívica Radical se llevó el 42 % de los votos y el Frente para Avanzar, un cóctel de partidos políticos pequeños asociados ad hoc al Partido Justicialista, apenas el 34 %. En otras mesas habilitadas en la misma escuela los resultados fueron parecidos, repitiéndose así el desenlace de otras elecciones realizadas en Siete Árboles en años anteriores. Para Ángel Zapata significaba empezar de nuevo, un reinicio que no sabía si estaría dispuesto a encabezar, la repetición por años de una intolerable rutina de desatenciones e ignorancias por parte de las máximas autoridades políticas de la provincia. Tuvo la confirmación de la derrota en todas las mesas ahora, mientras completaba actas y planillas. Por eso, cuando se despidió de los fiscales ucerreístas con un apretón de manos, los felicitó, pero lo hizo por compromiso, no porque realmente supiera perder, y cuando se abrazó con sus compañeros de lucha la voz sólo le salió para pedir una explicación de los hechos que nadie supo dar, y terminó rompiéndose emocionalmente. Con la voz quebrada por la impotencia, sentenció:
―No me agarran más para esto.
Ahora, mientras Ángel Zapata escucha los estruendos de los petardos en la calle, mientras percibe los festejos de sus adversarios a través de gritos, vítores y bocinazos, piensa que la vida ha sido injusta una vez más con él y con sus compañeros de lucha. Horas antes, mientras se desarrollaban las actividades propias de un día electoral dentro de la escuela, lugar donde por carga pública había sido confinado a presidir una mesa de sufragios, había recibido muchos reportes de sus compañeros de lucha sobre los acontecimientos externos. Así se había enterado, por ejemplo, que hubo personas que pagaron sumas importantes de dinero por cada voto opositor y que hubo quienes se pararon en las esquinas para vociferar consignas contra el Gobierno a pesar de las expresas prohibiciones de la Ley Electoral Nacional. Cuando alguien le preguntó por qué no procedía deteniendo a los infractores, como bien facultaba la misma norma a los Presidentes de Mesa, él había respondido que no tenía intenciones de quejarse por actitudes y acciones estúpidas, que la lucha se ganaba en las urnas y no en las grescas callejeras. Después de todo, pensó entonces, nosotros hicimos cosas parecidas para sumar algunos votos. Era cierto: en la víspera había repartido entre los votantes bolsas con mercaderías, chapas de cartón y pensiones sociales, y había pagado con dinero de su bolsillo los remedios para una docena de enfermos.
A las cinco de la tarde de ese domingo aciago, una hora antes del cierre del comicio, Ángel Zapata había tenido el presagio de la derrota. Lo había sentido en cierta dificultad para respirar, como si hubiera corrido mucho o estuviera en las puertas de una descompensación cardiaca. No lo comentó con nadie, pero advirtió el desenlace en el suspenso que se impuso sin motivo aparente en la gente que estaba presente en ese momento en el largo pasillo de la escuela, en las demás autoridades de mesas y en los fiscales que tildaban padrones, en los activistas de los distintos partidos que hacían tiempo comentando los sucesos electorales en otros pueblos y en las grandes ciudades, dadas a conocer por la televisión y la radio en los hogares vecinos. Vio en los rostros sombríos de los gendarmes encargados de garantizar el orden la fatalidad que persigue a los perdedores. Vio en el aburrimiento de los uniformados, sin entender por qué, la resignación que impone el deber, la sumisión al destino, el abandono más desagradable. Y se identificó con ellos, con aquellos hombres que dejaban sus casas y sus familias para cumplir con un trabajo, quizá porque él también había desatendido su casa y su familia muchos días y muchas noches para triunfar en aquel desafío, sin conseguirlo. Pensó también en que había maltratado su automóvil hasta lo indecible transitando las calles llenas de baches y los caminos polvorientos de las colonias vecinas durante la campaña política que había durado casi tres meses, y que esas actividades realizadas con el propósito de promover o desalentar expresamente la captación del sufragio a favor, o en contra, de candidatos oficializados a cargos públicos electivos, como reza la Ley, no habrían de servir para nada cuando llegara el momento de pagar los daños.
Ya era noche cuando salió de la escuela para enfrentarse con la realidad, con la alegría de quienes habían terminado victoriosos y por quienes él había peleado dura y encarnizadamente, sin que en apariencia se hubieran dado cuenta.
En la vereda, sentada en un muro bajo, estaba su mujer. Ignorando el alboroto público de una caravana de vehículos que pasaba por el lugar festejando como si se hubiera ganado una final de la Copa del Mundo, había recostado la cabeza contra una pared y había cruzado los brazos sobre el pecho, y estaba lánguida como una de esas esculturas sagradas que se ven en las iglesias, una verdadera epifanía de la belleza. Lo esperaba con una expresión piadosa en los ojos que decía mucho, pero mucho menos de lo que Ángel Zapata creyó que ella le decía.

6 comentarios:

  1. A usted...
    Cuando miro tus ojos, pareceria conocerte de otras vidas, de otros sueños...cuando te escucho hablar, tu voz me ilumina, encendiendo un fuego interno que consume mi cuerpo deseando el tuyo... recitame, otra vez, poesia con tus ojos, con tu labios, con tu voz, que yo entre sueños, en esta u otra vida, me consumire con vos...

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  2. de mas locoo por ahii el chicoo de arribaa!!!!!! no sabe nadaa.:!!!!! matateee anonimooo.! humbertooooo es un GRANDE KIERAS O NO!

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  3. que grande profe. me gustaria algun dia escribir asi..

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  4. A vos querido amigo.
    Das sentido a la vida con tus relatos.Ni en otra vida serías mejor...Leerte me hace estar cerca aunque estes muuuy lejos.

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  5. este señor se va a ir a la feria de lengua mañana viernes 28/9 al colegio comercio a leernos uno de sus libros lo voy a conocer en persona

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  6. Buenísimo, me encanta. Me parece ideal para trabajarlo en la escuela secundaria.

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