Germán Parmetler

Nació en Resistencia, capital de la provincia del Chaco, en el año 1981.
Profesor en Letras por la UNNE.

Libros publicados:
* Cuatro perras noches (cuentos en coautoría)
* Lagunas (cuentos)


El cerrajero

Hugo Pellegrini estacionó frente a la casa de su madre. Junto al cordón, había una pila de hojas secas. Hugo recordó que su padre solía quemarlas en la parrilla del fondo (recordó la escoba de alambre). Bajó del auto, cerró la puerta y activó la alarma. En el asiento de atrás había quedado un tarro de veneno.
Ya había caído el sol, y el frío y la humedad oscurecían el aire.
Abrió la puertita del cerco y miró el moho del tejado. Entró y dejó abierta la puertita. Fue por el camino de ladrillo, entre pinos enanos, hasta la puerta principal.
En la semana, la madre de Hugo lo había llamado para contarle que había podado un poco los pinos. También había pasado la máquina de cortar pasto en el fondo, pero no había terminado. “Me empezó a doler la columna de nuevo”. Hugo le había dicho que no hiciera más fuerza, que él iría cuando tuviese una tarde libre, o mandaría a alguien. “Ah, no sabés, el patio está todo lleno de hormigas”. Hugo había dicho que le llevaría un veneno.
De la puerta de entrada aún colgaba, desde la Navidad anterior, una corona de imitación de muérdago, con cintas rojas y una imagen de María, la Virgen, en el centro de la corona.
Hugo volvía de supervisar un casamiento. Toda la fiesta había estado pendiente –yendo y viniendo– para que el servicio gustara. Al final, se había presentado a muchos invitados (especialmente a los políticos, o a sus esposas; la esposa del Doctor G. le había sostenido la sonrisa). A todos había dejado su tarjeta:


Hugo Franco Pellegrini
“La renovada tradición de festejar”
Cumpleaños. Casamientos. Agasajos.
Servicio de catering. Almuerzos y cenas empresariales.
Organización integral de fiestas y eventos.


Sacó las llaves del bolsillo interno del gabán. Parado sobre el umbral, abrió las dos cerraduras –costó abrir la de arriba– y movió el picaporte. Pero no pudo abrir la puerta. Probó otra vez. Volvió a girar las llaves, torció el picaporte y empujó hacia dentro. Tampoco abrió –¿estaría puesto el pasador? Tocó dos timbrazos y esperó. Escuchó a su madre:
-¿Quién es?
-Yo, Ma, Hugo.
-¿Te olvidaste la llave?
-¿No está puesto el pasador?
-No, si me dijiste que venías.
Hablaban en voz baja, como si estuvieran confesándose. Nada más les faltaba arrodillarse.
-No se puede abrir.
-Sabés qué: tirá para fuera y después bien fuerte para dentro.
Hugo hizo lo que dijo su madre, y empujó con un hombro. Por el golpe, la corona cayó al suelo. Pero abrió la puerta. Hugo levantó la corona y la colgó como estaba.
-Dejá, no importa.
-Ya está- dijo Hugo, y enderezó la corona. Luego cruzó el umbral y cerró la puerta. Besó a su madre en la frente.
-Guarda que me puse crema- dijo la madre, y prendió una luz. Tenía puesto un batón verde.
-¿Cómo andás?- preguntó Hugo.
-Bien, haciendo un flan. Mañana voy a almorzar a lo de tu hermana.
-¿Qué pasa con la puerta?
-No sé. Llamé a la cerrajería y dijeron que iban a venir esta tarde, pero no vino nadie todavía. Para mí igual son las raíces del mango de al lado. Levantan el piso y trancan la puerta.
Hugo chasqueó la lengua.
-Ese árbol está como a cincuenta metros.
-¿Vos viste el piso de la cocina?
-Pero no, ese piso fue siempre así. Eso es por el terreno, esto antes era todo laguna –Hugo señaló el suelo–. Pero esto –señaló la puerta– es algo de las cerraduras, alguna de las dos.
-Ahora voy a llamar de nuevo- dijo la madre, y miró al techo. Contó que había estado sacando telarañas.

El tiempo parecía no pasar seguido por el living-comedor. A un costado estaba el largo sofá blanco y, frente al sofá, sobre la mesita de mármol, el jarrón de porcelana y los portarretratos con fotos de la familia. Junto al sofá, sobre el revistero de roble, el viejo teléfono rojo, de disco, todavía esperaba llamadas. Del otro lado, en el comedor, estaban la mesa larga de cedro y sus ocho sillas sobre la alfombra. La araña de caireles colgaba sobre la mesa. Y al fondo, contra la pared, el bargueño con vitrina exhibía copas, platos y una botella de jerez. Había polvillo sobre los muebles.
Hugo y su madre atravesaron el comedor. Las puertas de las piezas estaban cerradas, y la puerta del baño, abierta.
En la cocina, Hugo se sacó el gabán y lo dejó sobre una silla.
-¿Flan vas a hacer, dijiste?
-Sí, les gusta a las nenas. ¿Vos no querés tomar algo, un café?
-No. O bueno, sí, un café con leche.- La madre sonrió-. Pero dejá, me lo hago yo.
-Pero no, quedate, así mientras me contás del casamiento, ¿qué tal salió?
Hugo se sentó y contó que el servicio había estado bien. Nombró algunos invitados, pero no dijo mucho más –sabía que su madre escucharía con gusto cualquier detalle de la fiesta (que el Juez P. se había esguinsado el tobillo bailando, por ejemplo, o que recordaba a la esposa del Doctor G. del secundario).
Se puso a hojear el diario que estaba sobre la mesa.
-Ese diario es viejo- dijo la madre.
Hugo dijo sí con la cabeza. Miró el suplemento Agro (“El boom de la soja”; “Lombrices fertilizantes”), y leyó una carta de lectores (“¿Es cultura esta escultura?”).
La madre batía el café.
-¿Vas a llevar las camisas del papi?- preguntó.
-Sí, ahora después las llevo.
Hugo siguió hojeando hasta que su madre le sirvió un café con mucha espuma.
-Gracias- dijo Hugo.
-En la lata roja hay bay biscuits- dijo la madre-. Voy a buscar las camisas.
Hugo se arrimó la lata y sacó un puñado de bay biscuits. Los mojaba, los sacaba casi deshechos y mordía. Se limpiaba con un repasador el café que le chorreaba.
La madre volvió con las camisas. Las había puesto en una bolsa de cartón. En la otra mano tenía una copa con jerez.
-Acá están- dijo. Dejó la bolsa sobre la mesa y tomó un trago. Le preguntó a Hugo:
-¿No querés ir a comer mañana a lo de la Nati? Recién llamé y dijo que te avisara si querías.
Hugo esperó que pasara un bay biscuit.
-No puedo- dijo-. Mañana voy a almorzar con Lautaro, y vamos a pasar el día también.
-Y llevalo- dijo la madre-. Van a estar las nenas, hace mucho no lo veo. Ricardo me pregunta siempre por vos.
-¿Y te sigue contando lo que hago los fines de semana?
-No seas rencoroso, che. Le podés decir a Silvia también.
-Decirle qué.
-Invitarla a lo de Natalia.
-¿Para qué?
-¿No me dijiste que andaban bien?
-Sí, ¿y?
-Como me habías dicho que la veías.
-Tenemos un hijo, a veces tengo que verla.
-Bueno, no te enojes.
-No, no me enojo, pero te conozco.
La madre cerró la puerta del horno y la trabó con un palo. Tomó de un trago lo que quedaba de jerez.
Hugo recordó que se había olvidado el veneno en el auto.
Le preguntó a su madre si todavía lo necesitaba.
-Sí, claro- dijo ella, y contó que le habían dicho que cada vez iba a haber más hormigas, por lo del calentamiento global-. Acá ya se comieron casi todo el rosal- siguió diciendo.
-Termino de leer esto y voy- dijo Hugo.

Hugo volvió con el veneno.
-La linterna no tiene pilas- dijo la madre-. Lleva de las grandes.
-Y hacelo mañana de día.
-No, así aprovecho que estás vos. Yo no puedo agacharme mucho, por la columna. Hay que poner desde la palmera, por entre las plantas.
-Bueno, lo pongo ahora.
-Pero está oscuro.
-Algo se ve todavía.
-Vas a tirar en cualquier parte. Quedate y lo hacés mañana a la mañana.
-No, no puedo.
-¿Y si compramos pilas?
-Es poner el veneno nomás, qué vas a comprar pilas.
Hugo salió, veneno en mano, y caminó hacia el fondo. Había oscurecido mucho.
-No sabés ni dónde es- gritó débilmente su madre y salió, ciñéndose el batón.
-Dijiste que desde la palmera- dijo Hugo, de espalda.
-Sí, pero también en otros lados.
-¡¿En dónde?!- preguntó Hugo. Pero su madre no contestó-. ¡¿En dónde?!- volvió a preguntar, y se dio vuelta.
Su madre ya había entrado a la casa.
Un rayo de luz que salía de la cocina iluminaba unos pimpollos. Pero más atrás, las plantas y los árboles eran sólo bordes negros. La palmera se alzaba como un viejo tótem. El tronco estaba cubierto de hojas secas que caían como una barba larga. Un tobogán viejo se oxidaba contra la medianera. También se oxidaba un farol negro, colgado de cables. Había una manguera nueva enrollada bajo el tobogán.
Hugo llegó hasta la palmera. La barba de hojas secas casi le tocaba los hombros. Miró al suelo y dio unos pasos sobre la tierra blanda. Pasó tras un arbusto y buscó las hormigas. Pero no encontró nada.
Estaba echando veneno al azar, cerca de la palmera, cuando vio la bola de fuego que se acercaba desde la casa. La noche se cerraba y había algo extraño en las imágenes: una lámina de agua frente a la luna, pocas estrellas, y la madre atravesando la oscuridad del jardín con una antorcha: el palo para trabar la puerta del horno más una tela envuelta en fuego.
-¿Qué hiciste?- dijo Hugo.
-Y si no se ve nada- dijo la madre.
Hugo dejó el tarro al pie de la palmera y fue hacia su madre.
-A ver, dame.- La madre le pasó la antorcha.
-Vení te muestro dónde es; ¿y el veneno?
-Allá- dijo Hugo.
Fueron juntos hasta la palmera con el brillo del fuego en sus caras. En un momento se miraron a los ojos. La madre sonrió, y dijo:
-Metete por ahí, alumbrá abajo.
-No veo nada- dijo Hugo.
-Más para el lado del muro, van por ahí, para atrás.
Y ahí estaban. Hugo vio la fila de hormigas cargando pedacitos de ramas y hojas, en procesión hacia el fondo. Más atrás, a pocos pasos de hombre, vio el hormiguero.
-¡Acá están!- dijo Hugo-. Pasame el veneno.
-¿Dónde está?
-Ahí al lado de la palmera.
-Dame te alumbro.
La madre agarró la antorcha. Hugo, agachado entre las plantas, echó ponzoña sobre el camino de las hormigas. Fantaseó con que el veneno era nieve. Al llegar al hormiguero, echó más.
-¿Ves bien?- preguntó la madre.
-Sí- dijo Hugo.
De vuelta, con la luz de frente, veía mejor en dónde no había suficiente polvo, y volvía a echar.
Hugo levantó la cabeza. Su madre sostenía la antorcha. Un segundo antes, el fuego había rozado la barba de hojas secas. Y ya subía como poseído por el árbol.
-¿Listo?- preguntó la madre.
Hugo no dijo nada. Tiró el tarro de veneno y fue hacia ella. Le sacó la antorcha y la llevó de un brazo.
En pocos segundos, la palmera se prendió hasta la copa. El ramaje seco crujía. Por un momento, Hugo y su madre miraron el fuego en silencio, como salvajes. Cayeron unas ramas encendidas, y Hugo fue y las pisó.
-Voy a llamar a los bomberos, antes que agarre más- dijo Hugo.
-Y yo que iba a llamar a la municipalidad para que la cortaran- dijo la madre-. Ya estaba muerta. Llamala a Nati- pidió.
En la cocina, Hugo abrió la canilla de la pileta y puso la antorcha bajo el chorro. Dejó el palo tirado en el piso, y siguió. Cerró la puerta del baño. Abrió la puerta de la pieza de sus padres. Adentro estaba oscuro, pero por la luz que entraba Hugo pudo ver –hecho una bola– el cubrecama blanco del lado de su madre. Cerró también esa puerta, y fue hacia el living. Allí la tranquilidad, como ajena a lo que pasaba en el fondo, lo perdió. Chocó una rodilla contra la mesita de mármol y, al atajar el jarrón, tiró un portarretrato. Volvió a ponerlo como estaba. Vio la foto de su madre en la Estatua de la Libertad.
Se sentó al teléfono y levantó el tubo. Cuando estaba por discar, sonó el timbre.
Una vez más, le costó abrir la puerta de entrada. Casi sobre el umbral, había un hombre de bigotes, campera de jean, y con una caja de herramientas en la mano.
-Qué tal, de la cerrajería- dijo el hombre.
-Ah, pase.
-Permiso.
-El problema es justo con esta puerta- dijo Hugo. Le mostró la puerta, la abrió y la volvió a cerrar-. Hay que forzarla para abrir- siguió diciendo-. Es algo de la cerradura, pienso yo. No sé cuál de las dos.
-Ahora vemos.
-La de abajo es bastante vieja, pero el problema creo que es la otra cerradura.
-El cerrojo.
-¿Cómo?
-La cerradura de arriba.- El cerrajero la señaló-. Se llama cerrojo.
-Ah, no sabía.
-No, yo tampoco, hasta que comencé en esto.
El cerrajero y Hugo se sonrieron.
-¿Necesita algo?- preguntó Hugo.
-No, gracias, acá tengo todo- dijo el cerrajero, y le dio una palmada a la caja de herramientas.
-Cualquier cosa, voy a andar por acá.
-Bueno, gracias.
Hugo se sentó en el sofá. Levantó el tubo del teléfono y miró al techo. Después cerró los ojos, como si intentara recordar algo. Discó el número de su oficina. Del otro lado no atendía nadie, pero Hugo igual saludó, se presentó y dijo desde dónde llamaba. Con voz segura, sobre el ruido de los timbrazos, contó lo que había pasado. Repitió la dirección, y miró una foto de su padre en uno de los portarretratos. Recordó que él la había sacado. Su padre estaba apoyado en el cerco del frente y saludaba a la cámara.
Hugo, al teléfono, pidió por favor que se apuraran.
Mientras sacaba las herramientas, el cerrajero había oído el relato de Hugo. No sabía qué pensar. Hugo colgó y se fue caminando rápido.
Sobre la mesa de la cocina, la manga de una de las camisas colgaba fuera de la bolsa. La puerta del horno estaba abierta y el flan, dentro del horno. Hugo comprobó –por las perillas de las hornallas– que el horno estuviese apagado. Metió la manga de la camisa en la bolsa, y salió otra vez al patio.

Su madre había conectado la manguera nueva. Ahora apuntaba con el hilo de agua hacia las llamas. A Hugo le pareció que estaba regando el fuego.
Se acercó. Su madre lloraba.
-¿Llamaste?- preguntó, con un sollozo.
-Sí- dijo Hugo.
La madre se dio vuelta. Anduvo unos pasos, soltó la manguera y se volvió. Hugo la abrazó y la sintió caer; temblaba.
Cayeron de rodillas sobre el pasto. El pasto que la madre había cortado y que ya crecía de nuevo. El pasto frío y cada vez más húmedo por el rocío de la noche.
Detrás de Hugo y su madre, el agua que salía de la manguera formaba un charco.
El cerrajero, para creer en lo que había oído, se asomó a ver. Todo era verdad.
El incendio de la palmera iluminaba.

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