Fernando Belottini

Nació en San Jorge (Santa Fe - Argentina - 1962).
Desde 2000 reside en Concordia (Entre Ríos - Argentina).

Libros publicados:
* Astucias que por sutiles se aniquilan a sí mismas (Relatos - Ed. No Muerden Rosario -1990)

Libros en imprenta:
* Textos sin destino (Cuentos-Editorial de la Provincia de Entre Ríos)

El color y la forma

Cuando cerró el frigorífico yo sabía que me dedicaría a fabricar pelucas. Fueron muchos años de acariciar animales los que me decidieron. El pelo es un material noble, que ni siquiera la muerte puede derrotar en lo inmediato. Corrimos con mi señora los muebles del living, pusimos cortinas, arreglé con varios peluqueros (sobre todo aquellos que atendían señoras), compré unas cuantas cabezas blancas de telgopor y yo mismo, a veces, conseguí proveedores directos: mujeres cansadas de su apariencia o jóvenes varones que abandonaron la rebeldía. Todo material natural. También nos hicimos de revistas de peinados robadas por mi esposa de algunas peluquerías que la hacían esperar demasiado. No importaba que en aquel momento (como hoy) yo fuera calvo: conocí nutricionistas gordas, psiquiatras locos, médicos fumadores, abogados fuera de ley, contadores desordenados. Lo mío era solo un proyecto para ganarme la vida, pero de a poco fue convirtiéndose en una obsesión. Juro que en algunas ocasiones, al ver en la calle personas a las que su peinado le daban cierta gracia o hermosura, estuve tentado a cortarles las cabezas tan solo para exhibir en mi local esos cortes y demostrar lo importante que es tener una buena cabellera.
Los seres humanos llegamos con naturalidad al mundo desde nuestra cabellera, ella establece el primer contacto con la luz, los cabellos son los sensores e intermediarios de nuestra relación con el mundo. Las percepciones, la lógica y los sentimientos –que algunos siguen asociando al corazón– se producen en nuestro cerebro y yo estoy harto convencido de que más allá de filamentos nerviosos, historias de vida y complicados aparatos sensoriales, el cabello es el determinante en la formación de la personalidad: él absorbe todo mezclándose con nuestra particular materia y devuelve, decantado, lo que somos. Seguro de mi teoría yo trataba de encontrar lo que a mis clientes los diferenciara, dándoles no solo un nuevo aspecto, sino una nueva vida. Muchos podrán decirme (y tal vez con razón, soy bastante temeroso al qué dirán), qué relación existe entre una peluca artificial y todo lo que yo pienso acerca del pelo que no para de crecer, y ese es el punto: mi máximo desafío fue encontrar las conexiones sin transitar por los caminos del injerto, que todo lo simplifica.
Una tarde tuve la oportunidad de probarlo. Aquel fue un verano bravo, el calor no dejaba de agobiarnos y las calles de Concordia parecían titilar bajo esa luz limpia, cálida, por demás transparente. Dentro del local, los rostros de mis maniquíes en las estanterías se notaban cubiertos por una lámina brillante, similar a la del sudor Es obvio que los ventiladores no son los refrigerantes indicados para una fábrica de pelucas, pero yo no había reunido el capital necesario para instalar un acondicionador de aire, por lo que trataba de mantener el ambiente en una penumbra parecida a la sombra de un árbol. Para estar a tono, me vestía con una amplia musculosa blanca, bermudas o shorts, sandalias de misionero y me sentaba detrás del mostrador, ayudado por la luz de una lámpara de bajo consumo. Tejía en ese momento una peluca rubia y me abanicaba cada tanto con la tapa de una caja de zapatos, cuando la señora Rita dejó tras de sí verdaderos latigazos de fuego que se apagaron al cerrarse la puerta. Un reparador de zapatos me enseñó que cuando ingresan los clientes, sin dejar de ser amable, uno no debe abalanzarse sobre ellos como un lobo hambriento, debe seguir en lo suyo dando a entender que le sobra trabajo, de esa manera se puede pretender cobrar un precio más alto. De todas formas, yo era el único fabricante de pelucas de la ciudad y así ejercía un modesto monopolio.
Rita, además de ser vecina del barrio y viuda, era una vieja clienta. Nuestra relación comercial comenzó meses antes de que falleciera su marido, a quien le fabriqué un accesorio para cubrir el occipucio. Aunque todo lo que yo hice con mi estética para que aquel hombre saliera de su depresión fue en vano, un fulminante cáncer de páncreas se lo llevó en poco tiempo. Aún así, ella estaba agradecida, tanto, que decidió en lugar de conservarlo y tal vez entregármelo como parte de pago por otros trabajos, dejárselo puesto al marido cuando lo velaron. Juan fue un difunto que dio menos edad de la que tenía y esto lo refrendaron las conversaciones de varios parientes. El día que Rita vino al negocio la noté alterada, lo atribuí a la pesadez del clima.
–Vea Don Mario –dijo sin saludarme y sentándose en el probador– necesito verme bien esta noche y estoy desesperada porque el pelo no para de caérseme y todas las pelucas que usted me vendió están colapsadas.
Yo no entendí muy bien qué quiso decir con “colapsadas”, cuando le quité el casco de la peluca que ella lucía, asomaron de su cuero cabelludo unos vellos lívidos, casi imperceptibles al tacto, teñidos de un color rojizo oscuro que al lloverle sobre el rostro lograban que su cara pareciera más larga y apesadumbrada. Al quitarle su vieja peluca me pareció quitarle el alma. Un cuerpo lánguido, seco y delgado, sentado con los brazos cruzados sobre la falda apenas si se reflejaba en el espejo, como si el mismo espejo no quisiera hostigarnos con esa visión. Cuánto trabajo me espera, pensé. No se trataba de adecuar un corte para redondear el rostro, ni de acompañar un tono a determinado color de piel, sino ir más adentro, quizás al rencor que la tenía presa. Pero ¿cuál era el compromiso de Rita esa noche?, no me atreví a preguntar. Como tampoco nunca me atreví a preguntar cuál era la dolencia que traía a otros, a los que algunos tratamientos médicos los convertían en clientes, ni a divulgar que ese señor que pasaba muy orondo tirado por su perro llevaba uno de mis productos, y era feliz.
–Rita, si usted me permite, hoy haremos algo diferente –le dije.
–Usted es un artista, Don Mario, haga lo que considere mejor para mí.
En ese momento ingresó mi mujer trayendo el termo y el mate (ella ejercía una discreta vigilancia en mi relación con las clientas). Al ver esa cabeza desnuda saludó con respeto y se retiró como una fiel secretaria. Rita ni abrió los ojos, parecía en trance. No sé por qué yo imaginaba que esa noche ella tendría un encuentro con un hombre, por lo tanto, en principio, no quería que aquel hombre la conociera en sus más íntimos secretos.
Había sido tan sencillo convencerla del cambio que le proponía, que un leve temblor me recorrió el cuerpo, como si hubiera pasado mucho tiempo y ya no hiciera calor. Inmediatamente repasé los modelos que mostaban mis chicas –así llamaba yo a los maniquíes– y más las miraba, más tenía la sensación de que todas, sin excepción, levantaban inexistentes manos ofreciéndose a colaborar.
Le pedí a Rita que apoyara la cabeza sobre el respaldo de la silla, como quien la entrega para que se la laven, y que dejara el cuerpo flojo. Después, con un paño, le apliqué cloroformo para anestesiarla. Su cuerpo se retorció más por la sorpresa que por el químico, pero enseguida cedió. Trabé la puerta del local que daba a la calle, enfoqué la lámpara a la cabeza y algo preocupado por su profunda respiración de sueño, fui afeitando esos cabellos suaves y rojizos, de manera que en poco tiempo apareció frente a mí una bocha brillante, más clara que la piel de su cara con algunos lunares negros dispersos. Tomé de la vitrina un modelo de peinado corto pero con movimiento, de mediana textura, color cobrizo, un estilo “Halle Berry”. Me calcé los guantes de cirugía y con hilo y largos pelos, como si bordara sobre una malla de tela, fui cosiendo sobre la piel de su cráneo la nueva cabellera. Rita tenía una piel bastante gruesa, lo que me facilitó el trabajo. Aún así, aparecieron en el procedimiento pequeñas gotitas de sangre que enseguida coagularon.
Imaginaba que luego, al despertarse, mi clienta, demorando en reconocerse en el espejo, esbozaría una amplia sonrisa de satisfacción. Antes de terminar, y para saber cómo se vería, le levanté las comisuras entrenándola en la sonrisa. Su imagen tal vez tenía cierta distancia con la Halle Berry de la revista, pero tampoco ya era Rita, que cuando despertó lo primero que hizo fue preguntarme dónde estaba, quién era yo y qué hacía ella ahí, como si al estar ausente por la anestesia hubiera soñado sin regresar a la vigilia.
Lentamente fui explicándole que ella era Rita, nuestra vecina, que yo era Mario, el fabricante de pelucas artesanales, que vivíamos en barrio Lezca, de Concordia, Entre Ríos, muy citado por los poetas últimamente, que era un sábado caluroso y afuera unas calandrias cantaban porque tenían sed.
–No, no puede ser –dijo ella –Yo soy Halle Berry.
–Veo que ha quedado muy bien, Rita.
–Fíjese bien, señor –dijo ella, tomando cierta distancia.
Yo no sabía bien quién era Halle Berry.
–Entiendo que usted se sienta diferente, hemos tenido un largo procedimiento
–Claro, soy Halle Berry –insistió.
Enseguida me pregunté por el origen de los pelos y recordé que los había comprado en una peluquería de varones, y tal vez el inconveniente estaba justamente en aplicar pelos de un género en otro, de ninguna manera revelaría los secretos de mi arte.
–Es natural que usted se sienta otra persona, pero pronto recordará que se llama Rita, que no hace mucho enviudó y que vive en Concordia.
–Usted dijo que se llamaba Mario, ¿verdad?
Me sorprendió que al final de la frase usara la palabra “verdad”, porque en Concordia en esos casos decimos ¿no? o ¿no es cierto?
–¿Prefiere usted descansar, Rita? Le voy a pedir a mi señora que prepare un jugo de naranjas con hielo y luego seguimos.
–Me sorprende, Mario, que no me reconozca. Yo soy Halle María Berry, nací en Cleveland, Ohio, en 1966, y fui la primera actriz negra en obtener un Oscar.
–Sí, claro –respondí.
–Esta noche tengo una fiesta.
–¿No me diga?
–Ni sé bien dónde, mi agente ya dejó todo preparado.
–¿Su agente? ¿está de novia con un policía?
–Pero no, Mario, mi agente artístico.
–Sí, claro –dije, porque en estos casos aconsejan no contradecir.
–Es usted un gran coiffeur –me halagó mirándose ambos perfiles en el espejo y confundiendo mi oficio.
¿Y si me estuviera tomando literalmente el pelo?, qué podía saber Rita quién era Halle Berry y a la vez, por qué no podía saberlo, qué sabe uno acerca de lo que los demás saben. He conocido carniceros a los que les gusta la ópera y podrían hablar largas horas del tema. No era ésta la forma de acercarme a lo que ocurría, pero tampoco sabía bien cuál era la forma. Mi vecina se retiró. Al correr la cortina de la ventana vi su figura contoneándose por la calle, lo que me produjo una mezcla de vergüenza y orgullo. Era la hora en que las hojas de los árboles apenas se mueven anunciando el atardecer, empecé a ordenar los instrumentos de cirugía. No crean que estaba tranquilo, las manos me seguían temblando. Mis chicas, con sus ojos ciegos, parecían brindarme miradas complacientes, perdonando el completo sudor que también me cubría. Allí estaban Alyssa Milano, Meg Ryan, Reba McEntire, Katie Holmes, Eva Mendes y Victoria Beckham, todas (tal vez) esperando su turno.
Pasaron unas semanas en las que el calor hizo lo posible por quedarse, ni siquiera tuvo la gentileza de distinguir entre el día y la noche, el tedio nos ganó por lejos recluyéndonos en nuestras casas, ya disfrutando de un ventilador o sentados en las veredas esperando que una nube o un viento anunciaran cierta lluvia. Al lado del local donde yo fabricaba y vendía las pelucas, contábamos con un pequeño jardín ocupado por un gomero que había crecido sin permiso, y allí sentados, de noche, parecíamos estar en la puerta de una cueva. De Rita no tuvimos noticias hasta que una de esas noches, en las que sentados en la vereda tratábamos de capturar algo de fresco, una limusina blanca estacionó frente a su casa, apenas en diagonal a la mía. Un revuelo sacudió al barrio: niños que hasta el momento se tragaban insectos voladores andando en bicicleta bajo los faroles del centro de la calle, ahora lo hacían por tener la boca abierta de asombro. Señoras en camisón, hombres apoyados en bastones y adolescentes, que seguro habían estado besándose escondidos tras los árboles, emergían como zombis de la oscuridad para ver el coche. Un negro de unos dos metros, vestido de chofer, indiferente a tanta curiosidad, con movimientos calculados, descendió de la limusina y tocó el timbre de la casa de Rita. Pasaron unos minutos que enriquecieron la expectativa. Ella salió a recibirlo y fue el centro resplandeciente de las miradas, como si esas personas, en lugar de simples vecinos fueran reporteros que con sus flashes dieran más brillo al vestido plateado. Nuestra vecina, que parecía una actriz de Hollywood saludando a su público con mano enguantada al viento y una amplia sonrisa, subió al carro que la llevaría quién sabe adónde, porque en realidad nunca supimos más de ella.
De mi negocio, salvo las cabezas de las chicas apiladas en un depósito que tenemos en el fondo, no quedó nada. Poco a poco los clientes se fueron retirando, empeñados tal vez en encontrar algo que los ayudara a mejorar su vida de otra forma. Nadie fue capaz de asociar aquel esplendor de Rita con mi trabajo (ni siquiera mi señora) y por más que yo me empeñara en contarles las cosas tal como habían sucedido, era muy difícil que me creyeran sin considerarme un vulgar fabulador que lo hacía por estar yendo cuesta abajo en su emprendimiento. Alquilamos el local a un señor que puso un maxi kiosco y por ahora paga puntualmente.
Algunos jóvenes del barrio, amigos de mis nietos, se reúnen por las noches frente al local a tomar cerveza. Si no encuentran chicas con las que conversar, se acercan hasta donde estoy, descansando frente a la cueva que forma el gomero, y me ruegan que cuente otra vez esta historia, creo que lo hacen para reírse de mí.

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