Estela Smania

Narradora y poeta nacida en la provincia de Entre Ríos. A los 17 años dejó su ciudad natal para iniciar sus estudios de derecho en Córdoba, y es en esta ciudad donde formó su familia

Libros publicados:
* Jacinto y la estatua (cuento para niños, Edit. Atlántida, Bs. As.)
* La rebelión de lunes (cuento para niños, Edit. Atlántida, Bs. As.-
* Día de visitas (cuento para niños, Edit. Colihue, Bs. As.)
* La noche de los ruidos (cuento para niños, Edit. Latina, Bs. As. Reedición Edit. Sudamericana Bs.As.2001)
* Cambalache (cuentos para niños- Edit. El Quirquincho- Bs. As.)
* Historia de un girasol inquieto (cuento para niños- Edit. Municipalidad de Cba.)
* El viejo buscador de sueños (cuento para niños, Edit. Tapas, Cba.)
* Pido gancho I (Novela para adolescentes, Edit. Sudamericana, Bs. As.)
* Pido gancho II (ídem)
* Otoño (Libro de poesías, Edit. Lerner, Cba.)
* Recuerdo la plaza del viejo Nicolás (cuento para niños, Piloto Chocolate, Edit. UNITEC SRL, Cba.)
* Bien demás (Novela Breve, Edit. Municipalidad de Cba.)
* Intemperie (Libro de Poesías, Edit. Argos, Cba. 1999)
* El Talliem Real (13 de Espanto- Antología- Edit. Sudamericana- Bs. As.)
* Triste Eros. Alción. Cba. (Volumen de cuentos para adultos)
* ¡Ay Renata! (cuento para niños. Edit. Sudamericana. Bs. As.)
* El niño que perdió su nombre (cuento para niños. Edit. Comunicarte Cba.)
* La conjetura (nouvelle- Simurg Bs. As.)
* Bajo siete llaves (nouvelle para jóvenes. Edit. Comunicarte Cba)
* Cuentos de babel (Antología de escritores cordobeses. Edit. Babel Cba.)
* Decamerón cordobés; Integra el proyecto Decamerón cordobés que a la fecha lleva editado cuatro libros: Libros de la Soledad, Libro de los Cuerpos. Libro de los Crímenes y Libro de los sentidos. (Ediciones Babel. Córdoba)
* Epistolario (Poesía. Inédito)

Second life, o de cómo la EPEC es responsable de influir, entorpecer y hasta censurar, los juegos solitarios.

Se produce un apagón en toda la ciudad. La EPEC* no lo ha anticipado a través de los medios, lo que permite presumir que no se trata de un corte más, destinado al ahorro de energía sino de algún desperfecto, grave, teniendo en cuenta la magnitud del fenómeno. Es un domingo de junio y se precipita la noche. Por el Boulevard San Juan, una interminable caravana de automóviles baja hacia el centro y hacia los barrios periféricos. La mayoría regresa de las sierras, donde ha nevado durante buena parte del día. Los faros de los coches producen un reflejo lineal que no alcanza a iluminar más allá de la calzada. No se ve, o no puede verse, a nadie circulando a pie. Hay una bruma densa que enturbia el aire y lo moja. El frío es intenso. En el primer piso de uno de los muchos edificios que se alzan sobre el boulevard, tiembla una luz en la ventana. Detrás de esa ventana hay una mujer que mira hacia la nada con un vaso y un cigarrillo en las manos. Está de pie, casi rozando con su nariz el cristal empañado. Se ha quedado allí, en suspenso, después de deambular por el departamento en penumbras, de haberse detenido en el hueco de cada puerta, de haber intentado, en vano, permanecer sentada en el sillón de la minúscula sala. A pesar de las sombras, es posible divisar su cara tensa y sus ojos muy abiertos y rígidos como el vidrio. Se trata de una mujer madura, más bien baja, algo gruesa, de cabellos muy cortos o recogidos, no se sabe, ya que no puede distinguirse más que la desnudez de la nuca. Su figura tiene, de pie frente a la ventana, la inmovilidad de una piedra, como si el tiempo se hubiera posado sobre ella, y estancado. Sobre ella, y sobre todo lo que la rodea. La oscuridad, sin duda, favorece esta impresión, ya que si algún movimiento leve ha efectuado, si ha bebido de su vaso, si ha dado una pitada a su cigarrillo, esto no pudo ser advertido. Lo que sí es evidente, es el enorme silencio: ningún ruido atraviesa los muros y los cristales. El gato que se pasea minucioso no es capaz de romperlo.
(DOBLE ESPACIO)
Después de un tiempo indefinible, digamos una hora o algo más, el apagón termina. Los faroles del boulevard se encienden y se divisa al trasluz una llovizna fina y constante. Las ventanas de los edificios cobran vida al mismo tiempo. En el departamento de la mujer, el regreso de la luz se anuncia por el traqueteo de la heladera y el pitido del microondas. Pero, ella no se pone en movimiento de inmediato. Por un instante más permanece quieta. Duda, quizá, de que todo haya terminado o teme la repetición del fenómeno o le cuesta salir del ensimismamiento. Después, soplará sobre la vela, apagará el cigarrillo, y sorberá el último trago de su vaso. Lentamente oscilarán sus pasos alejándose de la ventana. La mueca de su cara habrá virado a cierta extraña placidez.
Con la luz cada cosa retorna a su acostumbrado y claro sosiego. Sólo el silencio persiste intacto, pero, menos despiadado, se abre expectante hacia lo que está por venir. La mujer está sentada ahora frente a la computadora sobre una silla giratoria de pana azul, con la espalda hacia la pared ocre y el rostro enfrentado a la ventana que deja filtrar un brillo difuso que proviene de la calle. Sobre la mesa humea una taza con café. La mujer cliquea sobre el mouse. Se oye un zumbido y la pantalla de la computadora se ilumina. La mujer escribe: www.google.com.ar. Después: second life. Cliquea. Titila sobre el fondo negro de la pantalla la palabra: bienvenida. De inmediato, se sucede una ráfaga de colores que giran en espiral. La mujer escribe su clave personal: diosa. Y espera, y mientras espera, es probable que sienta que se disuelven algunas emociones y que otras crecen. Es probable. Segundos más tarde, aparece en la pantalla un bosque de árboles altos que se entrecruzan arriba, en las copas. Un conjunto de cabañas se perfila entre los árboles. Abajo, a no más de cien metros, se abre una playa amarilla. El mar llega hasta la arena y se retira como una lengua. Las aguas del mar son de un profundo azul. Una de las cabañas avanza y se agiganta hasta ocupar toda la pantalla. Cliquea, la mujer. La puerta de la cabaña que tiene frente a los ojos, se abre sin ruido hacia una sala provista de sillones de madera rústica con almohadones en colores pastel. Hay libros en los estantes. Hay cuadros en las paredes. Hay un equipo de música a la altura del suelo. Cliquea, una vez más. Surge potente la música de la ópera La Gioconda de Amilcare Ponchielli, en la versión de María Callas acompañada por Orquesta y Coro de la RAI de Milán. Cliquea y elige su avatar: treinta años, cabellos rojizos, faldas sobrepuestas, sandalias, pechos casi al descubierto. Elige, también, un nombre: Eleonora Vitelli. Cliquea. Eleonora se desplaza hacia el centro del escenario de la Ópera de París. Se desplaza con pies ágiles, como si ejecutara un paso de ballet. Si alzara la vista, sus ojos podrían posarse sobre las bolas, las tulipas y los candelabros de La Gran Araña en el centro y arriba de la sala. Pero sus ojos miran hacia el frente, hacia las columnas y los arcos dorados, hacia la platea y los palcos con sus sillas de terciopelo rojo, colmados por un público impaciente. Eleonora cierra los ojos y canta: E io l’amo siccome il leone/ ama il sangue/ ed il turbine il volo/ e la folgor le vette,/ e l’alcione le voragini,/ e l’aquila il sol! Canta, Eleonora, con la perfección que no ha logrado ninguna otra soprano del mundo: Volesti il mio corpo/ demon maledetto?/ e il corpo ti do. Yace, Eleonora, en el centro del escenario con un puñal de utilería clavado en el pecho. El público aplaude enardecido, grita, tira pétalos de flores. Eleonora, que se ha erguido, sale una y otra vez de la escena hacia bambalinas y de bambalinas hacia la escena. Saluda, envía besos con sus manos extendidas, lleva sus manos a la altura del corazón y vuelve a extenderlas. Cae el telón. Exhausta, jadeando, satisfecha, la mujer cliquea. Y Eleonora ya está de regreso en la cabaña en medio del bosque, a orillas de mar, donde echada sobre una alfombra de piel, escucha extasiada La Danza de las Horas, recuerda el éxito de su gira por Europa, descansa; después, lee a los críticos y espera la llegada de su agente para diseñar la próxima temporada, esta vez por América. Un sonido, algo así como un timbre agudo y breve le hace saber a la mujer que hay alguien que ha ingresado a su espacio y la aguarda en la puerta de la cabaña. Eleonora se levanta y se acerca a la ventana. Puede ver a través de los vidrios desnudos, que no es su agente. El desconocido insiste. Es un hombre alto, tostado por el sol, pelo entrecano y espaldas anchas. Eleonora abre la puerta a la luz de un mediodía radiante. El hombre se presenta como el vecino que alquila la cabaña que se encuentra más próxima, hacia la derecha. Eleonora lo invita a pasar. La pollera de su vestido de finísima gasa estampada en tonos amarillo y naranja, ha ondulado con el viento marino, antes de que ella termine de cerrar la puerta. El hombre dice llamarse Adrián y quiere consultarla sobre si alguna cabaña de las inmediaciones está a la venta. Eleonora contesta que no, que no sabe, pero lo invita a sentarse y sirve dos Martini secos. Conversan. Se ríen. Se cuentan cosas. Beben. Cuando Eleonora se levanta para llenar otra vez las copas, Adrián la retiene tomándole una mano. Ella al principio se sorprende, para dejarse arrastrar después, dócilmente, hacia el sillón. Él pone sus manos grandes sobre los hombros desnudos y bronceados de Eleonora. La mira fijamente y acerca su cara a la de ella, la toca, casi. Eleonora mira la boca de Adrián. Adrián mira los labios entreabiertos de Eleonora. Sin dejar de mirarlos, mete ahora su mano por debajo de la pollera de Eleonora, y asciende por los muslos hasta dar, con las yemas de los dedos, con el elástico de una pequeñísima tanga. Eleonora siente que se estremece, que una humedad viscosa le inunda la entrepierna, que una fuerza superior la induce a contonearse, que no es la mano la que busca su vulva, sino su vulva la que busca la mano…


Un traqueteo en la heladera. Un pitido en el microondas y todo vuelve a ensombrecerse. La oscuridad es tan total que el mundo entero parece haber desaparecido. El silencio es tan escandaloso, que podría oírse caer una lágrima.

*Empresa Provincial de Energía de Córdoba.

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