David Lagmanovich

Nació en el sur de la provincia de Córdoba, pero reside en Tucumán desde su niñez. Sus ocupaciones principales han sido el periodismo, la docencia universitaria de la literatura (en el país y en el exterior) y la escritura (poesía y ficción breve).
Ha publicado seis colecciones de microrrelatos, el último de los cuales se titula Historias del Mandamás y otros relatos (Morón: Macedonia Ediciones, 2009).





Microrelatos

Día del padre

Éramos una multitud y celebrábamos el Día del Padre. Todos éramos hijos e hijas, pero no había padre alguno: los habíamos exterminado mucho antes. Fue una hermosa fiesta.

Salir

Ella dijo:
—Tengo experiencia con los hombres: he tenido tres esposos, de los que enviudé no siempre a mi pesar. Tu timidez no me es desconocida. No te animas a decirme lo que sientes; lo tendré que poner yo en palabras. Estás enamorado de mí y lo has estado desde que nos conocimos, hace ya dos semanas. ¿Por qué habría de ocultarte mis sentimientos? Nada hay en ti que me disguste; no me lo has preguntado, pero ahora mismo te contesto que estoy dispuesta a casarme contigo. Con lo que tú ganas en tu empresa podremos vivir felices. Dios dirá si nuestra relación terminará en divorcio o de alguna otra manera. Regálame un anillo de brillantes y comenzaremos a hablar de la ceremonia nupcial.
Salí por la ventana, pero salí.

Revelaciones

Primero creyó ver la imagen de San Expedito en la tapa de la cafetera, especialmente cuando la bebida borboteaba. Más tarde le pareció que una mancha en la pared, efecto de la humedad para otros, mostraba clarita la forma de Nuestra Señora de Pompeya. Para Eusebia, estas revelaciones se convirtieron en algo habitual. Se multiplicaron y adquirieron voces, que le transmitían consejos y pedidos. Ella escuchaba todo de rodillas, sobre granos de maíz como le había enseñado su madre. Salió del hospital cuando los médicos la declararon curada. Al regresar a su vivienda, un grupo de vecinos se había congregado en la puerta para darle la bienvenida. Entre ellos estaba Jesucristo, con sus vestiduras blancas y los brazos abiertos. Ella pasó a su lado con un gesto de desprecio y masculló: “¡Vete, impostor!” El hijo de Dios dibujó en sus labios una leve sonrisa y desapareció.

Fénix

Todos los que han escrito sobre animales imaginarios, desde la Antigüedad hasta ahora, han hablado con admiración de mí. Parece que el hecho de vivir en el fuego, y la correlativa habilidad para renacer de las cenizas, fuera un hecho singular y maravilloso. Tentado estoy de pedir públicamente que me olviden. Es que me tratan con ligereza; me imaginan soportando las llamas sin mover una pluma, pero nadie se detiene a pensar en el dolor intolerable que siento mientras el fuego me aniquila. Mil veces preferiría un destino de prosaica ave de corral.

Mujer en el patio

Desde arriba, a unos 15 metros de distancia, podía observar a la mujer cuya forma se aplastaba contra el muro. Estaba sentada sobre los mosaicos del piso, con las rodillas elevadas y los brazos alrededor de ellas. Poco pude juzgar sobre su apariencia; como nunca se ponía de pie, el cuerpo era sólo un bulto irregular. La cabeza estaba inclinada sobre el pecho; las pocas veces que levantaba la vista, su cara creaba un relámpago en medio de los dudosos colores de sus ropas. Recuerdo haber temido que buscara mi mirada; luego me di cuenta de que yo no existía, porque acaso, para ella, todo el mundo exterior era irreal. Nadie se le acercaba, tal vez porque ninguna otra persona podía entrar en ese patio. Un día noté que su cuerpo traducía una impresión de inmovilidad aun mayor, si eso fuera posible. Al rato aparecieron dos hombres corpulentos, alzaron a la mujer, la estiraron sobre la camilla que habían traído y se la llevaron.

Vocación

Yo era un discreto integrante de la fila de segundos violines en la orquesta sinfónica de mi ciudad. Abandoné la música cuando, al ingresar en la universidad, decidí estudiar administración de empresas. Cada triunfo en mi nueva profesión me confirmó que había hecho lo correcto; pronto olvidé mi vida anterior. Ahora, mi mujer y yo estamos suscriptos a la temporada de ópera y también a la de la Filarmónica; pocas veces tengo tiempo para acompañarla, pero me consuela pensar que contribuyo con generosidad a esas valiosas instituciones. Soy presidente de la compañía y pronto tendré una espléndida jubilación. Hace poco, en una reunión de ejecutivos, me encontré con un viejo compañero; él también había dejado la música y dirigía ahora la empresa familiar. Las evocaciones de una época remota no se hicieron esperar. Ahora añoro aquel simple pasado, con sus ensayos cotidianos y la excitación de las noches de concierto. También he vuelto a pensar en Ekaterina, la hermana menor de la arpista, quien (me arriesgo a decirlo) me miraba con buenos ojos. ¿Como es posible que haya perdido todo aquello para ser lo que ahora soy?

La obra

A mí también me robaron mi obra. Quiero decir mi obra escrita e inédita; la otra, la verdadera, está a buen seguro en el depósito de mi cerebro. Alguien aprovechó mi enfermedad para despojarme de centenares de páginas. Seguro que en este mismo momento las está publicando con su firma, quién sabe en qué país. Qué tristeza, dirán mis sobrinos, que esperaban heredarme para rematar mis originales. Pero no estoy abrumado por el pesar, ni intentaré recuperar ese tesoro literario. El ladrón ignora que soy capaz de escribir muchas obras más. Sólo necesito que me vuelvan a internar.

Consuelo

—Por lo menos —dijo en el momento decisivo— no se dirá de mí que no me salió ni el tiro del final.

Papeles

Crece a mi alrededor una selva de papeles, que atrae las iras de los demás miembros de la familia, preocupados por mi supervivencia. Me esfuerzo por limitarlos, clasificarlos, ordenarlos. Si la situación se agrava procuro eliminarlos, condenándolos a la hoguera. Pero ¿cómo proseguir esta tarea hasta su consecuencia última sin suprimir, al mismo tiempo, la mayor parte de mi vida?

Las hermanas

El tiempo que pasamos juntas mi hermana y yo, cuando éramos vaquillonas, fue muy feliz. Yo era un poquito mayor que ella, pero no lo sabíamos: compartíamos los campos de pastura, dormíamos la una junta a la otra y, a nuestra manera, conversábamos sobre lo que nos depararía la vida. Lejos estábamos de sospechar que las circunstancias iban a separarnos. El amo (necesitado de dinero, le escuchamos decir) nos marcó a las dos para el matadero. Mi hermana se encaminó dócilmente, pero yo tuve suficiente espíritu de rebeldía para escapar. Cuando me vio aparecer de vuelta en el establo, el amo se conmovió y no insistió en sacrificarme.
A lo largo de varios años, tuve terneros y di toda la leche que se esperaba de mí. Todo estaba bien, pero la culpa por no haber acompañado a mi hermana en la hora del sacrificio era como una sombra en la placidez de mi vida. Ahora por fin las cosas han cambiado. No me envían al matadero, porque ya estoy vieja, pero me venden al carnicero del pueblo. Sé cómo terminará esta historia y finjo no darme cuenta. Lo único que importa es que mi hermana y yo volveremos a estar juntas cuando no puedan hacernos daño nunca más.

Epitafio

Yace aquí un libro que no llegó a nacer. Mis colegas lo distinguen con un mote despectivo: “el inédito”. Está completo, siempre dispuesto a ser acogido por una editorial o una imprenta. Pero no existe, pues nadie más que yo puede leerlo. Cuando se aquieta el fragor de la tarde, a veces hojeo los originales mientras escucho el rumor de la brisa entre los árboles, y ese susurro me suena a ceremonia fúnebre. ¡Tanto amor desperdiciado, tantas noches de trabajo para nada! Se me figura que, si pudiera hablar, también este hijo malogrado, este libro inédito, me deslizaría unas palabras de consuelo y así se abrazaría a mi corazón.

Sueño del gigante

Era inmenso: ocupaba con su corpachón todo el espacio del portal. Si me quedaba, corría el riesgo de ser triturado apenas el tenebroso ser consiguiera penetrar en el patio del castillo. Entonces escapé sigilosamente por entre sus sandalias y eché a correr. Todavía estaba cerca cuando escuché el estruendo de los muros, torres y almenas que derribaba la furia del gigante. Dicen que “soldado que huye, sirve para otra guerra”: en otro momento me tocará defender el amado territorio de Liliput.

2 comentarios:

  1. Hola David. Estoy leyendo , despacito esta Antología. En tus microrelatos, capacidad que carezco y que admiro ; encontré en los personajes una personificación tan relacionada con carácterísticas patólogicas que me fuí a leer tu curri...bueno, me dije ser periodista y docente no es cosa fácil en estas épocas, pero pueden ser semilleros de muy buenos relatos, como en este caso.Un saludo afectuoso. Amelia arellano

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  2. Querido David:
    Es un placer leerte. Sos un maestro en los relatos breves.
    Gracias querida Norma, por compartir algunos microrrelatos de este grande.
    Mi abrazo y mi cariño
    Analía

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