Walter Iannelli

Editor, periodista cultural, escritor nacido en Morón, provincia de Buenos Aires, en el año 1962

Libros publicados:
* Alguien está esperando (cuentos)
* Sanpaku (novela)
* Zumatra y la mecánica de tu corpiño (poesía)
* Metano (cuentos)
Segundo Premio Municipal de Literatura a Novela Editada bienio 2002/3 del Gobierno de la ciudad de Buenos Aires

La vida a partir de Teresita

Cuando se topa con Eduardo, después de tantos años, no siente na¬da fuera de lo normal. Hubiera pre¬ferido ensayar el saludo de rigor y pretextar un trámite urgente, bajar del an¬dén e irse en colectivo. Pero Eduardo se había aparecido de golpe como una fo¬to a la vuelta de una página. Las cejas levantadas en un asombro espas¬módico que Lucho considera, en una milésima de segundo, casi nece¬sario en esas circunstancias. Y ahora los ojos de Eduardo un poco más abajo, quizás en su barbilla, tratando de recomponer las imágenes ajadas por el tiempo. Entonces Lucho sabe que es tarde. Que ya ha entrado en la memoria del otro y el otro en la suya, y las piernas se le han clavado al piso. Su cara repite el asombro.
—Lucho —dice Eduardo abriendo los brazos—. Lucho querido.
Apenas más tarde, otra fracción de segundo más tarde, Lucho fin¬ge una extraña alegría. Sabe que la felicidad de ese hom¬bre, que lo abraza con desaforado contento, radica en encontrar después de veinte años a alguien que nunca se había preocupado en buscar. En¬tonces, palmea con resignación una espalda ya desconocida. Después viene el esfuerzo por zanjar de un solo saque ese abismo de años en los que cada uno ha ido dando pasos por su lado, desparejos, sucesivos, donde ha pasado mucho más que tiempo. Pero en fin. Ahora, que Eduardo lo sostiene por los brazos y lo contempla a medio metro, ve que está bien. No ha cambiado mucho. Un poco más gordo, más alto, pero todavía tiene todo el pelo.
—El Comercial, los muchachos, Teresita —dice Eduardo subiendo al tren—. Te acordás de Teresita.
Lucho también sube al tren. Al fin y al cabo iban para el mismo la¬do. Parece mentira, tanto tiempo yendo y viniendo del centro y recién ahora se lo encuentra.
—Teresita, eh Lucho... —insiste Eduardo.
Lucho mira por una de las ventanillas. Por qué sacará primero ese tema. Si la única vez que se pelearon fue por Teresita.
—Sí —dice Lucho y piensa en Teresita. Teresita en la cocina de ca¬sa con los guantes de goma puestos. Teresita a la mañana con su aliento a momia, durmiendo como la dejara hoy mismo, temprano, en¬callada entre las sábanas como una foca muerta. Hay que hacer un esfuerzo muy grande, demasiado para un día como éste, y a las seis de la tarde, después de todas las carpetas y las reuniones y etcétera. Hay que hacer un esfuerzo muy grande para acordarse de esa Teresita, la del colegio, esbelta y rubia y con las tetitas paradas, por la que algu¬na vez se peleó con Eduardo. Para qué le va a decir que al final se casó con ella.
Eduardo suspira otra vez. Le puso una mano en el hombro y mira también por la ventanilla. Las casas que corren afuera, de espaldas a las vías, los patios con ropa colgada se hacen un borrón en la velocidad que les une la mirada en un punto difícil de alcanzar. Difícil de traer a los labios. Pero Eduardo no está callado. Le cuenta del tra¬ba¬jo y de vez en cuando pronuncia las palabras vida, chicos, casa. Lu¬cho no lo mira. No hace falta. Siente que el tipo es feliz. Es más: está conforme.
El tren se detiene. Algunas personas los empujan y Lucho siente que debería bajarse, cortar por lo sano. Sin embargo se corre, deja pa¬sar, deja entrar a la gente que tapa el sol casi horizontal sobre el tin¬glado de la estación.
Cuando el tren arranca se da cuenta que Eduardo lo amarra por un brazo. Entre tanta gente sería imposible caerse. De todos modos no le molesta ese contacto, se ríe, de algo se estará riendo porque Eduardo también se ríe.
—Bajo en Flores —dice Eduardo—. Venite a comer a casa.
Lucho mira el reloj. Semejante tipo. Se podría decir que apenas lo conoce después de tantos años. Y lo invita a comer a la casa. Se le nota que tiene todo re¬suelto. Que su vida está al día como para perder toda una cena con un perfecto desconocido. Es tarde. No sabe qué lo tienta a aceptar.
—No sé —dice.
—Dale —dice Eduardo— No me contaste nada. Aunque sea a tomar unos mates. Telefoneás de casa y te vas temprano.
Bajan en flores. Ahora hablan de política, la globalización y la economía. Sortean el tráfico caminando. El auto de Eduardo está estacio¬nado a una cuadra. Suben. Viajan fumando parisienes, se detienen frente a una casa a diez minutos de viaje.
—Teresita, eh, Lucho —dice Eduardo con aire triunfante mientras abre el portón del garaje.
Lucho baja la cabeza. No tendría que haber venido. Ahora va a te¬ner que contarle y en el fondo, más allá de la camaradería, a Eduardo le va a joder que él se haya casado con ella, y él se va a poner peor porque con los años se ha ido dando cuenta que con Teresita las cosas no han funcionado.
Pero Eduardo ya está entrando en la casa. Dos chicos rubios le sal¬tan encima como perros y Eduardo los besa y se revuelca con ellos en la alfombra del living. Del saco le florecen caramelos, chocolates. Los pibes se los arrancan de las manos, saltan, vuelven a caer y salen co¬rriendo.
—¡Hey, heyy, heyyy! —los frena Eduardo—. ¡Saluden al tío Lucho, male¬ducados!
El tío Lucho. Los chicos vienen de a uno y lo besan. Son hermosos. Él hubiese querido tener chicos con Teresita.
—Son hermosos —dice Lucho.
—Tomá —dice Eduardo. Lucho no se sabe cómo pero ya Eduardo le ha servido un whisky—. Ahora te muestro la casa. Esperá que le digo a mi mujer que tenemos un invitado. De lujo —agrega y empieza a subir la escalera que va al piso alto.
Lucho se queda solo. Escucha las voces lejanas de los chicos, quizá en el fondo, en el patio. Camina por el living. Los muebles son agrada¬bles y tienen algo de no forzada intimidad que lo hacen sentir cómodo. Es extraño. La casa le gusta. Siente que le gusta. No la ha recorrido pero tiene la sensación de que bien podría vivir en ella. Termina el vaso de whisky y está tentado en reponer el contenido pero unos pasos en la escalera lo detienen.
—Bueno —se escucha la voz de Eduardo que baja los escalones—. Este es mi hermano Lucho del que tanto te hablé.
El hermano Lucho. El tío Lucho. Ni que viniese de Alaska. Se da vuelta. Una mujer desciende la escalera detrás de Eduardo. Tiene el pelo rubio y lacio y la cara llena de pecas y el pecho alto y ceñido.
Cuando la mujer lo mira Lucho siente una puntada en el estómago. El parecido con Teresita es escalofriante. Pero aún se parece más a esa Teresita que alguna vez dejaron en el colegio, sentada en un banco, sola y llorando a los mocos, mientras ellos salían a trompearse al pa¬tio.
—Al fin te conozco —dice Teresita y lo besa.
—Lucho-Susana. Susana-Lucho —dice Eduardo, satisfecho—. ¿Qué comemos?
No hay tiempo para nada. Susana se pierde en la cocina, Eduardo atiende un llamado telefónico. Los chicos ahora juegan adentro porque ya es de noche. Son hermosos, piensa Lucho. Como los que él hubiese querido tener con Teresita, con la Teresita que a él le había tocado. Quiere encontrar un pretexto para ir a la cocina a ver a esa Teresita de Eduardo, a ver cómo esa Teresita de Eduardo, de trenzas y tetitas paradas se había transformado en ésta que acababa de bajar la escalera. Si pudiera. Pero ya Eduardo soltó el teléfono y lo está apabullando. Trofeos de paddle, fotos de familia y viajes. Vida, casa, mujer e hijos. Y Lucho, otra vez acorralado en el sillón, asiente con la cabeza. Sin embargo pronto Eduardo se queda pensativo, se rasca la barbilla con dedos morosos y lo mira con una profundidad que le hace bajar la vista.
—Te-re-si-ta. Eh, Lucho, ¿te acordás? Qué minón —dice meneando la cabeza—. ¿La volviste a ver?
Lucho le evita los ojos, como en el tren. Se da cuenta de qué se trata esa fuerza centrípeta que desde un primer momento ejerciera Eduardo. La casa, los muebles, los chicos lo llaman. Lo chupan como un remolino, y él quiere escaparse por la ventana o dejarse mo¬rir atraído por esas cosas, pero dejar de escuchar a Eduardo hablándole de Teresita. Si Teresita está ahí, “ahí está tu Teresita, en la cocina”, tiene ganas de decirle. El desprendimiento de aquella que ambos conocieron una vez y que les dejó los ojos negros. ¿Para qué le va a contar de la suya?
—No —dice.
Entonces Teresita sale de la cocina. La cena está casi lista, dice y se sienta sobre la falda de Eduardo y le tira el pelo detrás de la oreja y lo besa. Los brazos de Eduardo sobran para abarcar el cuerpo frágil de esta Teresita que se ha ido haciendo más Teresita que la real, que ha tenido hijos y ha hecho feliz a un hombre.
—Me hubiera casado con ella —dice Eduardo sin importarle que Teresita esté ahí sobre sus faldas, mimándolo.
—La vida a partir de Teresita —dice Lucho y se levanta a buscar más whisky.

3 comentarios:

  1. Tengo admiración por este narrador y considero que su narrativa es agradable de leer-
    ALICIA (Alvit Oillart)

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  2. Estimado Walter: esa aparente sencillez, el lenguaje despojado, la profundidad psicológica y descriptiva hacen de su relato un dechado de virtudes. Placer leerlo.

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  3. Este comentario ha sido eliminado por el autor.

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