Tuky Carboni

Nació y ha vivido siempre en Gualeguay, Entre Ríos.
Ha obtenido numerosos premios literarios.

Libros publicados (entre otros)
* El tan deseado rostro (novela, Premio Fray Mocho, 1993)
* Hasta el próximo sueño (cuentos)
* Cárcel sin límites

Sus palabras:
Mi curriculum es lo que he escrito

La jaula abierta

Por tres noches consecutivas, Irene había venido soñando que volaba. Por tres noches, por un instante, había experimentado el inefable gozo de verse suspendida en el aire. Pero la excitación que este placer le producía era tan intensa que la despertaba casi enseguida, arrancándola del sueño en los umbrales mismos del éxtasis.
Había sido tan vívida la sensación, que, aún no despabilada del todo, tiraba de las mantas y se miraba los hombros y el nacimiento de la espalda, con la esperanza de que la metamorfosis sobreviviera al brusco despertar y las bellísimas alas que, por un momento había soñado poseer, permanecieran allí. Con desencanto, comprobaba que sus brazos morenos, sus brazos de siempre, no habían sufrido transformación alguna.
La cuarta noche, al acostarse, antes de apagar la lámpara, Irene pensó con intensidad: “Esta noche no despertaré; seguiré soñando”. Lo repitió en voz alta, infinitas veces. Cuando el sueño le venció los párpados, sus labios se movían suavemente, repitiendo todavía la consigna.
Le pareció que recién había apagado la luz, cuando se sintió flotar en el reducido espacio comprendido entre el lecho y las sábanas. Era, apenas, un lento vaivén de cuna que la mecía blandamente, elevándola unos centímetros con cada movimiento.
Sintió la resistencia de las mantas, reteniéndola dentro de su tibio hueco. Irene se mantuvo inmóvil; tenía conciencia de que el más leve ademán podía abrir una grieta en la magia y hacerla estallar, hecha añicos. Suave, lentamente, la presión de su cuerpo levitante venció la ligadura de las mantas y las hizo deslizar hasta el piso, con un rumor denso. Inmediatamente, su cuerpo adquirió una posición vertical. Sin abrir los ojos para no asustar al sueño y hacerlo huir, flotó en la oscuridad, libre ya de ataduras. Sin esfuerzo, se orientó hacia la ventana, abierta sobre el jardín.
Una brisa fresca, olorosa a glicinas, le golpeó la frente y estuvo a punto de soplarle el sueño. Por precaución, Irene apretó los párpados.
No quería volver a la mezquina realidad sin haber entrado en el universo misterioso, cuya belleza apenas se le estaba revelando. El traslado, hasta entonces, no podía considerarse un vuelo verdadero; había sido un rápido alternar de deslizamientos al ras del sueño y momentáneas, brevísimas elevaciones, parecidas a los saltos de las gacelas. Notaba, eso si, que, a cada impulso, adelantaba trechos cada vez más largos; y que los contactos con el piso de la habitación eran más espaciados. Pero la fuerza de gravedad, todavía poderosa, la sujetaba tercamente.
De pronto, sus pies rozaron la baranda del balcón; la frialdad del hierro humedecido por el rocío del alba, le penetró las plantas, haciéndola estremecer. Instintivamente, sus ojos se abrieron; pero no se miró así misma. Tendió la mirada hacia la lejanía del cielo, donde una franja azafranada contrastaba nítidamente con los pálidos contornos. El firmamento tenía la tersa transparencia de un diamante rubricado por una pincelada de fuego. Era todo tan hermoso en esa hora en que la claridad iba venciendo las sombras... Cerró los ojos, turbada por tanta belleza; y casi enseguida volvió a flotar.
La áspera superficie de la cornisa le rayó la piel; entonces supo con certeza, que había llegado el gran momento. “Ahora”, se dijo, al tiempo que agitaba los miembros; (no se atrevía a pensar que sus brazos ya eran alas.) Ingrávida, liviana como una burbuja, dio cuatro o cinco pasos, apoyándose en los muelles cojines del aire. Después se dio cuenta de que perdía altura; de que repentinamente, había recobrado su peso. Un viento helado la arrastraba hacia la tierra... Pero ni aún así abrió los ojos. Estaba a un paso de lograr lo que más ansiaba y no quería estropearlo todo despertando. Presintiendo la violencia del choque inminente, en una fracción de segundo, en un momento intemporal, formuló una súplica ardiente: “Dios mío, que no hagas que despierte; no justamente ahora.” Alcanzó, todavía, a escuchar un crujido como de rama seca al quebrarse. Y se durmió profundamente.

Se despertó en pleno vuelo. No era ya una levitación ni una pobre sensación del flotar. Estaba volando. Realmente volando. Sin temor ya, levantó los párpados,
- sabía ahora que su súplica había sido escuchada- y se encontró justo al nivel de la copa de los árboles.
El viento del amanecer la columpiaba suavemente, mientras seguía cobrando altura. Pasó raudamente sobre las ramas más elevadas, por entre los hilos del teléfono, sobre los tejados. Cuando pudo mirar la torre de la Iglesia desde tan cerca que le fue posible distinguir hasta las pequeñas motas de musgo que crecían al amparo de sus molduras, un sollozo de felicidad la estremeció.
Una bandada de palomas pasó a su lado, sin evitarla.; “me reconocen, saben que soy una de ellas.¡Puedo volar, volar, volar!”, pensó en el colmo de la dicha.
Por última vez miró hacia abajo; hacia su ventana del segundo piso, que había quedado abierta de par en par. Creyó ver un oscuro ramillete de cabezas que se inclinaban en el jardín, justo bajo su ventana, sobre un objeto blanco inerte.; pero ya la distancia era tan grande que no podía apreciar bien los detalles. Todo era tan pequeño ahora, allá abajo: los árboles, la casa, la Iglesia. Todo era tan pequeño que cabía en el hueco de un dedal.
Se preguntó qué circunstancia, qué trivialidad convocaría bajo su ventana a esos seres minúsculos y oscuros como hormigas... Pero era sólo una curiosidad ligera, una simple pregunta cuya respuesta no importaba.
Lo importante, ahora, era volar. Seguir volando, elevándose cada vez más, hacia una remota y gloriosa claridad que allá, en lo más alto, la atraía con la fuerza irresistible de un imán infinito.

1 comentario:

  1. ja! pensé que así como del cuerpo sale el alma, así salen nuestros cuerpos de nuestras almas cuando estamos en éxtasis profundo levitando en el Limbo, que nuca cierren las jaulas de nuestros corazones. Bello, bello, bello!

    marta pimentel álvarez

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