Susana Perselló
Nació en Santa Fe en 1952
Libros publicados:
* Lo que es del Agua (Novela-Premio Alcides Greca-Secretaría de Cultura de la Provincia-Imprenta Oficial-1995)
* Recreando (Antología de cuentos para niños y jóvenes-Edición de autor-Auspicio de la secretaría de Cultura de la Provincia y Municipalidad de Recreo- 1998)
* Bocadito de Luna (Novela breve para niños-Edición de autor-Auspicio de la Secretaría de Cultura y Municipalidad de Recreo-2004)
* Los días de sol (Novela-Centro de Publicaciones de la Universidad del Litoral-Auspicio de la Municipalidad de Recreo-2009)
El archipiélago azul
La permanencia en la isla después de tantos días ya estaba volviéndose casi agradable para Daniel. El clima era bueno, había logrado comida, frutas y raíces cada vez que lo necesitó. Poco a poco fue sacándose los fantasmas del naufragio. El griterío, el oleaje y el remolino que tragaba restos del barco y gente, la madera que llegó hasta su alcance y el esfuerzo tremendo que hizo para aferrarse a ella y remar con los brazos cuanto pudo, alejándose de la muerte tan cercana. Ya tenía su rutina: después de internarse durante horas en la isla solitaria, al caer la tarde se sentaba en la playa mirando el horizonte tratando de descubrir una esperanza, algo que llegara hasta él, alguien que lo rescatara.
Hasta que en una de esas tardes, en el límite indefinido entre el cielo y el mar, se dibujó un punto oscuro. Fijó en él la vista y con alegría comprobó cómo el punto crecía y tomaba formas. Por fin pudo estar seguro de que era un barco, un barco que se acercaba a su isla.
El Capitán dio un grito que alarmó a la tripulación. Bajó el catalejo para mirar a los oficiales que lo rodeaban y sin cambiar el tono exultante de su voz, les confirmó lo que él sospechaba desde hacía tiempo: en ese archipiélago existía una isla más. Por esa bruma azul que la envuelve unas millas antes, como a las otras. Estudió posiciones, midió distancias, estableció puntos cardinales, dibujó líneas que sólo él sería capaz de hacer por su dominio en el arte de trazar cartografía. De inmediato una cruz nueva figuró en el mapa que tenía desplegado en la mesa grande de su camarote.
El barco se acerca. Daniel corre por la costa hacia la misma dirección que lleva la nave. Levanta los brazos con una camisa blanca en la mano. Grita, llora, ríe, se tira al suelo, rueda, se levanta, da saltos y vueltas en el aire.
El capitán ya ha brindado con todos y ha cambiado el tabaco de su pipa varias veces. No suelta su catalejo de bronce, tan viejo que su antigüedad se podría contar por siglos; de a ratos lo alza, fija la mirada y el paisaje paradisíaco invade sus ojos. De pronto se dibuja la figura del joven moviendo su camisa blanca, eso sí que lo desconcierta. Si bien esperaba encontrar esa isla, nunca pensó que estuviera habitada.
Según el anemómetro, los vientos favorecen para amarrar con la proa al norte, corrigió la dirección en una maniobra normal pero, para su ansiedad demasido lenta.
Bajó del bote que lo llevó hasta la playa. Pudo comprender el gesto del muchacho que lo abrazó como si hubiese encontrado a su abuelo, porque en tantos años de mar, no era su primer rescate. Pudieron articular una lengua común y escuchó el relato atropellado del naufragio de Daniel.
Por unos días más permanecieron en el lugar. Un marino como él no podía tocar tierras nuevas para el mundo sin conocerlas bien antes y registrar todo. Con semejante novedad aumentaron considerablemente las hojas del bitácora.
Ya en el barco el joven tuvo que vencer los temores que le habían quedado de la experiencia anterior, cuando el que viajaba enfrentó los embates de un temporal que no pudo resistir. En largas y fascinantes charlas, los marineros le contaron zozobras y naufragios, las veces que el mar los puso a prueba aunque finalmente los mantuvo a flote y ahí estaban otra vez navegando.
Con el capitán ya no tuvo tantas oportunidades de conversar, por lo menos no como a él le hubiera gustado. Tenía actitudes muy extrañas. Se encerraba en su camarote y escribía. Pasaba horas bajo la lámpara encendida y estaba prohibido molestarlo. Nadie se explicaba cuando descansaba porque amanecía y él seguía allí..
Una noche se atrevió a espiarlo por el ojo de buey, vio que lo que escribía no era el bitácora, estando en la isla lo conoció muy bien. Eran hojas y hojas sueltas de un color azul intenso, que luego ordenaba y agrupaba en cuadernillos. Tenía varios a la vista alineados en una mesa de madera rústica al costado de su escritorio.
. Cierta mañana lo encontró caminando por la cubierta observando el cielo con su inseparable catalejo. Se apuró para alcanzarlo. Hablaron de las nubes; el muchacho que sólo podía decir de ellas que eran como copos de algodón, que cambiaban su figuras sobre el fondo del cielo azul y que cuando estaba en la isla jugaba a descubrirles formas, supo que tienen un lenguaje y que hablan con los navegantes y les dan información fundamental para corregir rumbos. Una vez que la conversación había reencontrado la calidez conocida días atrás, se animó a preguntarle sobre las noches de vigilia en el escritorio de su camarote. Le confesó haberlo observado durante horas escribir en sus hojas azules. Los ojos del capitán se agrandaron y se perdieron en la lejanía del horizonte indefinido. Le confió con una voz ronca y suave que hace años, ya no recuerda cuántos, no duerme.
-No duermo pero sueño. Lo que escribo en mis papeles azules son mis sueños.
El viaje de regreso fue largo, pero por fin el puerto estaba a la vista. Eran las últimas horas de navegación, la noche transcurría y Daniel sentía la melancolía propia de algo bueno que llega a su fin, mientras miraba el titilar de las luces de la costa cercana y los destellos del faro. Sería muy triste despedirse del capitán.
Se acercó al ojo de buey para verlo escribir y recordarlo así cuando debiera contar sobre su naufragio y como lo rescataron. La luz, encendida como siempre, pero se sorprendió al ver que estaba dormido sobre el escritorio con la cabeza apoyada en los brazos. La pipa humeaba en el cenicero y el catalejo haciendo de pisapapeles en las últimas hojas azules que había escrito. El muchacho abrió la puerta, acercándose sigilosamente, le pasó la mano ante los ojos, que permanecieron cerrados, y pudo percibir un ronquido sereno. Se puso a observar los libros, mapas, fotos y objetos raros. Casi no respiraba para no despertarlo. Por fin el pobre hombre había encontrado el sueño.
Llegó a la mesa donde estaban las hojas escritas. Una hermosa caligrafía se dibujaba en la superficie azul, con títulos en gótica y luego una prolija cursiva. Esos eran los sueños. Un pudor inexplicable le impedía leerlos. Se acercó al escritorio, se puso muy cerca de los últimos papeles. Aunque sentía que lo traicionaba, corrió el viejo instrumento de bronce para ver las últimas páginas. Impecables góticas titulaban...."El archipiélago Azul".... y las cursivas seguían..."La permanencia en la isla después de tantos días ya estaba volviéndose casi agradable para Daniel. El clima era bueno, había logrado comida, frutas y raíces cada vez que lo necesitó. Poco a poco fue sacándose los fantasmas del naufragio…"
La lectura se interrumpió cuando una densa neblina lo cubrió todo de azul.
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- marzo (147)
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