Nadine Alemán

Escritora nacida en Esquel, Patagonia Argentina, en 1977.
Licenciada en Cine y Televisión por la Universidad Nacional de Córdoba, realizó proyectos audiovisuales en Córdoba y Santiago de Chile.

Libros publicados:
* 17 Simples cuentos (cuentos)
* Letal intensidad (poemas)
* La tierra de mis hijos (guión ficcional de largometraje)

El cuadro

El marco tenía por lo menos, a mi escaso entender, unos ochenta o noventa años. Siempre me había intrigado pero no me animaba a preguntar de dónde había salido. Quedaba yo con la idea de que alguna tía abuela o alguien más allá lo había traído del campo, de la provincia, no sé. Eso me figuraba por la sencillez, la fina caoba tan natural, y esa terminación tan lacia y uniforme, sin ninguna veta ni olor a tintura de madera. Nuestra casa era la típica de pueblo con rejunte de mobiliario y adornos de aquí y de allí, mezclando las diferentes épocas de la historia del país, la región y la propia historia económica de la familia, (¡que había pasado por tantas!). Por eso, el rastreo sobre mi objeto de investigación no hubiese dado buenos frutos. En parte también por la ignorancia total en que se manejaba mi familia en este aspecto. Para ellos las cosas estuvieron, estaban y estarían allí para siempre, sin importar de quienes fueron, qué representan, lo que provocaran o cómo quedaran. Punto.

Yo siempre había tenido esta ceguera parcial que solo me permitía manejarme por la vida con el conocimiento de las luces y sombras, nunca jamás había detectado yo el detalle, el contorno de las cosas que las separan de las demás. Finalmente para mí todo se sintetizaba en una mancha más o menos gris que otra que, potenciada en mi imaginación, se convertía en un objeto familiar. Así me pasaba con todo lo de la casa, y jamás había logrado detectar algo del patio por ejemplo, ya que la luz me cegaba de tal manera que todo se volvía una gran masa blanca que me agredía inexorablemente. Entonces me quedaba paseando por la antigua casa, creando una sonata (por años estudiada por mí), en los pisos de madera de cada pasillo, que tenía un largo silencio cuando pasaba frente a ese marco en la esquina, por sobre la mesita de donde venía un exquisito olor a flores que Dorita cambiaba cada dos o tres días.
Había más cuadros antiguos, muchos, pero en todos yo percibía lo mismo salvo en ese en que las manchas que contenía el marco me resultaban casi familiares. Todas las tardes, luego de almorzar, impartía mi sonata de pasos sobre el piso de madera para detenerme frente al marco, intentando descifrar más, según el favor de la luz de la ventana me lo permitiera. Y me quedaba allí por lo menos dos horas, según me marcaba el incesante péndulo cercano. Ciento diez, ciento once…ciento veinte minutos y me marchaba a mi cuarto para descansar y elucubrar qué figura escondería ese marco caoba de la esquina del pasillo.

Mi penosa enfermedad ocular no me había permitido jamás determinar figuras, pero yo había inventado un método de asociación tal que, sin conocer el mundo de la imagen en absoluto, podía formar, transformar o humanizar estas manchas, dándole nombre, color (si podía llamarse color a lo que yo imaginaba), y en este caso podía decir que se trataba de una flor, según lo que yo reconocía por flor en mi conocimiento táctil del jardín. Si, la pintura del cuadro para mí era una flor. Insisto en que mi conocimiento de botánica se remitía a oler y tocar flores del pequeño jardín de la casona, siempre y cuando la benévola Dorita me permitiera pasear por allí omitiendo los ataques sobre protectores de mi madre que tenía prohibido que yo saliera.

Una flor, yo estaba decidida a que la pintura contuviera una flor, y hasta podría describirla. Se trataba de una flor de dos grandes pétalos en forma de almendra, y me asaltaba la pregunta si el pintor la hubiese hecho así o si hubiese sido tan antiguo el óleo que se le hubiesen borrado los pétalos restantes.

-Dorita…decime ¿qué precioso arte ves ahí?- para que Dorita en su apuro se riera a carcajadas y me dijera –Pero señorita si yo no sé ná de pintura, señorita!- y con apuro saliera a tender la ropa. Pero yo insistía en que la flor contenía algo más, y forzaba mi vista a arrancar lo inarrancable del cuadro en cuestión. ¿Dos flores serán? No, una flor, una flor solitaria, con perenne autoridad y con la lógica soledad del rincón justo a la salida. La salida para mí, la entrada para el resto de la gente.

Una flor recluida en el mustio marco de caoba, tan definido y sobrio. Encerrada para siempre en la madera de un rostro abstinente, con solo dos pétalos grises, ovalados de toda ovalidad, y un tallo justo, certero, filoso, como un pequeño cuerpo austero que la sostenía en la nada de lo que parecía ser un viejo lienzo que la mantenía atrapada.

-Qué la niña se lo pasa viendo todo el tiempo, señora, que ya ni el té quiere tomar…-. –Marta, usted es nueva, no nos conoce mucho todavía, pero sepa que mi hija no ve, es ciega de nacimiento, solo se para ahí a tomar aire y a disfrutar el aroma de las flores que, yo insisto, usted debe cambiar día a día, Marta…- .

Desde la muerte de Dorita todo había sido diferente, mis horas resultaban aburridas al no oírla pasar con el fuentón y la risotada lista para cuando le preguntara sobre la pintura.
Una flor solitaria, indemne, con dos pétalos expuestos como ovoides bracitos que yo percibía al mirar. La flor y su franca fragilidad, su sereno despotismo al no haberse movido jamás de allí en todos los años que yo estuve frente a ella.

Fue al final del almuerzo, mientras me retiraba a mi siesta resignada de todas las tardes, cuando escucho de mi madre ya senil: -¡Marta, que cambie las flores de la entrada todos los días le dije… ¡y me saca ese espejo viejo y mohoso de ahí también!.-

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