Luis Ferrarassi

Joven escritor radicado en la ciudad de Río Gallegos, Santa Cruz

Durante dos años consecutivos se hizo merecedor del Primer Premio Categoría Joven del Estímulo a las Letras organizado por el Consejo Deliberante de la Ciudad de Río Gallegos.
Ganador del Premio Literario Mi Primer Libro organizado por la Municipalidad de Río Gallegos
Libro editado:
* Ruinas del alma

Dos gotas de alquitrán

Otra noche que despierto transpirado y no logro conciliar el sueño. El olor me persigue. Está ahí, presente, grabado en mis fosas nasales. A donde quiera que vaya, no me dejará tranquilo hasta que pierda mis cabales.
Ahora, de adulto, he aprendido que la culpa puede arruinarte la vida. Como una obsesión, las imágenes se agolpan en mi mente y reviven aquellos momentos.
Mi familia siempre creyó que un niño que se cría en un ambiente con mascotas, aprende a ser responsable. De hecho, así era hasta que mi mente sufrió el primer golpe.
Yo amaba acompañar a mi hermano a todas partes. Quería ser como él: fumar cigarrillos, escuchar heavy metal, usar aritos, pintarme la piel con tatuajes, tener el pelo largo y usar ropa de cuero desgastada. Eso era un modelo de vida para mí.
Cuando yo tenía doce años, vivíamos en Alta Gracia, a cuarenta kilómetros de Córdoba Capital. Mi hermano me llevaba casi todos los días a la casa de Lastre, un amigo que vivía a unas cuadras y del que nunca supe su verdadero nombre. Su pieza estaba repleta de pósters de bandas de metal y el piso estaba cubierto de tiras de cinta aisladora negra, pacientemente pagadas una junto a la otra. Cada vez que iba, Lastre estaba armando un cigarrillo de marihuana y tenía su guitarra eléctrica colgada, pero no tocaba. Ese era su santuario, jamás salía de allí.
-¡Eh, Santi poco santo! –me decía cada vez que me veía y agitando sus delgados brazos me estrechaba la mano de formas extrañas, como los saludos callejeros.
Mi hermano aceptó un porro y mientras hablaban sobre bandas, yo permanecía en silencio y los miraba con atención. De vez en cuando, Lastre criticaba un guitarrista o un cantante y desviaba la conversación hacia mí y me preguntaba qué opinaba.
Mis padres trabajaban todo el día y cuando me preguntaban qué había hecho durante el día, les mentía. Una tarde, cuando estaban trabajando y mi hermano en la casa de unos amigos, sonó el teléfono. Se trataba de Lastre.
-Santi poco santo, ¿cómo andás, loco?
-Bien. Mi hermano no está.
-No me importa. Yo quería hablar con vos –me dijo-. ¿Podés venir a mi casa? Tengo que mostrarte algo que te va a gustar.
Lo pensé un momento.
-Bueno.
Cuando llegué, todo era como siempre: música estruendosa, humo de cigarrillo y su guitarra colgada al hombro. Me acompañó a su pieza y me dijo que eligiera un disco y lo pusiera.
Salió por la ventana de su pieza, que daba hacia el patio, golpeando la guitarra contra el marco de la persiana, pero no le importó. Yo miraba los discos que tenía en su caja y elegí uno de Pantera, no recuerdo cuál. Cuando sonó el primer tema, Lastre gritó desde el patio:
-¡Qué buena elección! ¡Ya estás aprendiendo!
Yo sonreí contento. Una opinión positiva de Lastre valía mucho para mí.
-¡Vení, Santi!
Salí por la ventana y vi a su gato, Peludo, colgado de una soga, amarrada a un tronco, que rodeaba su delgado cuerpo por debajo de las patas delanteras. Lastre fumaba y tenía en su mano una caja de zapatos estampada con calcomanías de diversos temas. Mis ojos, aunque se rehusaban, se fijaron en el gato. Sus patas traseras se agitaban buscando el suelo y maullaba tristemente mientras me miraba. Lastre giró y me vio parado detrás de él.
-Te voy a mostrar algo genial –me dijo-. Vení, acercate.
Di dos pasos cortos y me coloqué a su lado. Tenía puesta una camisa militar perteneciente a su padre; estaba llena de estampas y apestaba a transpiración y a humo de cigarrillo. Su guitarra estaba en el piso. Con el pie empujó la caja y la puso entre mis pies.
-Cuando te diga, abrila y pasame lo que yo te pida, ¿si?
No respondí.
En mis caminos mentales se cruzaban dos arterias muy transitadas: en una, los carteles me advertían que algo malo iba a pasar, pero en la otra, los carteles publicitarios eran muy incitantes.
Me quedé.
Lastre caminaba rodeando el árbol con sus manos entrelazadas a su espalda. Peludo maullaba suavemente y cada tanto, cuando recuperaba sus fuerzas, volvía a patalear.
-¡Cierre la boca, milico de mierda! –exclamó Lastre-. ¿No le bastó que le dejara vivir tus ocho vidas colgado ahí? ¿Qué más quiere? ¿Una oportunidad?
El gato se dejó vencer y cesó sus pataleos.
-¡Santi poco santo! –gritó. Yo me asusté y alcé la mirada para ver sus ojos-. Abrí la caja.
Me agaché y quité la tapa. Dentro había un aerosol color negro, un desodorante, un encendedor y una caja pequeña con fósforos.
-Pasame el aerosol.
Lo extraje de la caja y se lo lancé.
-Responda –dijo-. ¡Responda, pedazo de carne con ojos!
Rodeó el tronco, se colocó frente al gato y lanzó la tinta del aerosol en los ojos del animal. Las patas de Peludo se agitaron nuevamente y chilló en una frecuencia que arrancó lágrimas de mis ojos. Agaché la cabeza y me tapé el rostro.
-¡Eh, vos! ¡Marica! –exclamó.
Lastre sacó mis manos de mi cara y me obligó a mirarlo. Sus ojos celestes estaban inyectados de furia, sus mechones amarillos opacos caían a los lados de su cara y su aliento era hediondo.
-¿Quién sos? ¿Sos uno de ellos? ¿Sos un colimba de porquería? –decía. Yo negué. Él me dio un palmazo en la espalda que casi me tira al piso y me dijo que le pasara el desodorante y el encendedor.
Jamás olvidaré la expresión del gato cuando vio que Lastre se acercaba con esos instrumentos que, individualmente eran comunes, pero juntos eran un arma de tortura implacable. Mientras oía el sonido del desodorante y luego el chispazo del encendedor, que luego formaron el rugido del fuego, yo cerré los ojos, apreté los dientes y luego me tapé los oídos. Mis ademanes no fueron suficientes, porque por mi nariz ingresó un horrible aroma a pelo quemado.

Nunca le conté a nadie lo que pasó esa tarde. Cuando Lastre canturreaba a los gritos, yo aproveché para escapar. Sin embargo, un par de años más tarde, ese suceso me encontró y atacó la zona de los recuerdos dormidos.
Estaba viendo televisión cuando sentí el maullido de un gato. Traté de no llevarle el apunte, pero era difícil no hacerlo. Me levanté, abrí la puerta de mi casa y ahí estaba: sentado en el porch, todo flacucho, pelo, el blanco y gris a rayas, sucio y dos ojos negros como gotas de alquitrán. En el instante que abrí la puerta, intentó entrar, pero lo empujé con el pie hacia fuera y cerré la puerta.
A los segundos, volví a sentir el maullido. Mis nervios se enredaron y por alguna razón que jamás entenderé, odié a ese gato. Su maullido molesto, la confianza de sentarse a relamerse y lavarse en mi puerta y su mirada lastimera me dieron asco. Malditos animales inútiles, vagos de porquería, para lo único que sirven es para ser felpudos que se la pasan durmiendo sin hacer nada. Abrí la puerta nuevamente y volvió a mirarme. Se me cruzó por la mente, la loca idea de que el gato hablaba. Seguramente diría: “Mírame, soy un gatito lindo, pomposo, cariñoso, necesito un hogar, ¿me lo darías? No hago nada por la vida, pero puedo serte útil para calentarte los pies por la noche y ronronearte y maullarte a la mañana para que me dejes salir a la calle. Soy tan petulante que hago mis necesidades en una caja con piedras absorbentes que tendrás que comprar. Y si quieres puedes llamarme…”
Peludo
El gato me miraba con lástima e intentó entrar nuevamente. Esta vez lo pateé con más fuerza. Estaba a punto de cerrar la puerta cuando escuché:
Peludo, puedes llamarme Peludo
No había olvidado aquel suceso pero tampoco lo recordaba a menudo. Después de aquella vez, jamás había vuelto a tocar un animal para hacerle daño.
Quiero que me llames Peludo
Abrí la puerta y ahí estaba. Se metió en la casa, se refregó contra mi pierna mientras ronroneaba y lo agarré. Miré sus dos gotas de alquitrán y casi vomito sobre él.
-¿Qué puedo hacer con vos… Peludo?
El gato ladeaba la cabeza y se frotaba contra mi mano. Su ronroneo comenzaba a molestarme.
-¡Responda, pedazo de carne con ojos! –grité. El gato se asustó y saltó de mis brazos arañándome. Confundido, buscó un lugar donde ocultarse de mí, pero di un pisotón sobre su cola y chilló-. ¡Venga para acá, milico inútil!
Lo agarré de las patas y lo llevé al patio. Allí estaban mis dos perros, Rock y Roll, quienes se acercaron rápidamente al sentir los maullidos de Peludo, del gato.
Cuando lo vio, Roll me saltó encima y mordió una de las patas traseras del mugroso felino. Solté el gato y dejé que mis perros se encargaran de él. Tomé un rastrillo y cada vez que el gato se escapaba, le interceptaba el camino con mi instrumento.
Las imágenes de aquella tarde están difusas en mi mente (lo cual agradezco), lo único que recuerdo con nitidez, es cuando Rock lo sujetó de la cabeza y lo sacudió como si fuera un trapo viejo. El gato apenas se movía y despedía de la pequeña boca un hilo de sangre.
Entonces, comprendí lo que acababa de hacer.
¿Quién sos? ¿Sos uno de ellos? ¿Sos un judío de porquería?, retumbó la voz de Lastre en mi mente.
Estaba de pie, inmóvil, cuando Roll llevaba el cadáver del gato a través del patio. Rock lo perseguía por detrás. Se acostaron al sol y comenzaron a jugar con el pequeño bulto babeado y con pasto amarillo adherido a su pelo.
-¡Basta, a la cucha los dos!
Los perros me miraron con atención y se alejaron hacia su casa de madera.
Aún con el rastrillo en la mano, me acerqué a lo que supo ser un gato y lo miré de cerca: yacía de lado, con el cuerpo torcido, como si fuera un repasador estrujado, la cabeza estaba manchada de sangre y sus ojos eran profundos y a la vez, vacuos.
Usé el rastrillo como pala y junté el cadáver. Lo miraba con asco y arrepentimiento a la vez. Cavilé cómo era la mejor forma de deshacerme del gato y la mejor opción fue la casa abandonada de al lado.

La charla de esa noche, durante la cena, fue el terrible olor que había en el patio. Papá lo atribuía a la basura que los vecinos tiraban en la casa desocupada y que impregnaba el aire.
Esperé a que todos se durmieran y, linterna en mano, salí al patio. El viento era del este y traía consigo un intenso olor a podrido. Me trepé por la tapia y sentado en la parte superior, iluminé el patio de la casa abandonada. El haz de la linterna pronto identificó un bulto negro. Me tapé la nariz y no evité las arcadas. Salté hacia el patio vecino, encendí la linterna nuevamente y busqué donde había caído el gato. El pasto era largo, habían botellas vacías de cerveza, cajas, cables, bolsas y ahora un gato muerto, en descomposición.
-Aj –exclamé cuando lo vi.
El gato era, ahora, huesos envueltos en una pasta negra y maloliente, cubierta por pequeños gusanos blancos que hacían desaparecer un cadáver en pocos días. Me tapé la boca, mis cachetes se inflaron y entre mis dedos se filtró, como si fuera un muro con grietas, un vómito amarillento y espeso.
En el verano cordobés, el único sonido siempre es de los grillos, pero esa noche, escuché la voz de Lastre repitiendo una y otra vez: “¡Eh, vos! ¡Marica!”
Tuve el valor de acercarme más al maltrecho cadáver y pude ver que sus ojos todavía estaban en sus cuencas y que me miraban con profunda eternidad, como si el tiempo y la muerte, aún uniendo sus fuerzas, no pudieran vencer al miedo y a la culpa que ahora me atormentaban.
Dejé caer la linterna y trepando con desesperación (sentí terror al creer que algo me tomaba de los pies), salté la tapia. Estando en casa, me sentí más tranquilo, pero aquellos ojos negros, como dos gotas de alquitrán seguían fijados en mí.
Llamame Peludo… quiero que ese sea mi nombre

Tres días más tarde, ya no estaban ni los huesos, pero el olor persistía.
Llegó mi cumpleaños, a fines de enero y mis padres organizaron una choripaneada en mi patio. No logré comer un solo bocado, asqueado por el aroma a putrefacción. Sin embargo, lo que más me desesperó, fue que nadie más se percataba de ello. Todos estaban felices, hablando, tomando, comiendo y escuchando música, pero yo apenas evitaba las arcadas.
Ese mismo año, papá fue trasladado a Río Gallegos y nos mudamos en agosto. Cada vez que salía al patio, en las tres casas diferentes en las que viví, sentía el olor de Peludo mientras se pudría y el ruido susurrante de los gusanos comiéndoselo con una velocidad apabullante.
Hoy tengo 45 años, el olor aún no me ha abandonado y la única idea que se me ocurrió para apaciguar la culpa, es criar un gato y darme la oportunidad de amarlo. Auque lo he logrado con éxito, me despierto muchas noches, como hoy, agitado, al borde de las lágrimas y con ese aroma flotando en el aire. Entonces, muevo las piernas y siento que mi gata duerme al pie de la cama. Se levanta y se me acerca ronroneando. Algunas veces es mi gata, Mey, otras veces es Peludo y otras aquel gato de los ojos negros, como dos gotas de alquitrán, que abre su boca y dice (con la voz de Lastre): “Santi poco santo, te has portado muy muy mal”.

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