Inés Eguaburo

Nació en San Juan.
Cursa estudios de letras en la Universidad Nac. de San Juan.
Ha participado en revistas, ciclos y encuentros literarios dentro y fuera de su provincia natal.
Su obra aún permanece inédita.

Necrología apócrifa

“...un cementerio guarda
cadáveres en colección...”
J. Cortázar


Silvina Liliana Figueroa de Pecheu
27/08/52 – 07/02/97
Darío Fabio Espinosa
06/01/83 – 02/06/99
Clemente Hugo Navarro
30/09/29 – 15/09/56
Josefina Iriarte de Peñaloza
01/12/41 – 19/07/92
etc.
etc.
etc.
y continuaban más y más hojas igual de llenas. En otra clase de papel había nombres escritos con sólo la segunda fecha. Faltaba en todos, pero en ninguno la segunda. Y en una hilera más alta, en otra categorización material, sólo una fecha, sin nombres, sin puntos, sin acentos. Y aislado de todo, en un aparente desinterés total por su estado y ubicación, como desechado y olvidado, como si hubiera caído allí al azar y fuese a volarse (aunque estaba pegado al piso con cera) había un papel en blanco, con una vela apagada encima.
Él tomó un bloc de la primera clase de papel, una birome de la primera cartuchera, sin preocuparse por el color, y salió.
Volvió al mediodía, se lavó las manos y encendió cinco velas. Pero no se sintió cómodo y las apagó. De muy mala gana abrió la ventana, pero el sol lo encandiló y le ardió la piel. Tuvo que limitarse a hacer las marcas de su contadura en esa media oscuridad; media porque por debajo de la puerta y a través del agujero de la cerradura entraban rezagadas huestes de partículas luminosas. Cuando se fueron replegando, comprendió que ya era de noche. Antes de levantarse a prender la luz, se tocó el brazo. Ya estaba seco. Cuando hizo lo que su voluntad le había negado durante el tiempo que estuvo allí, un escalofrío descansó un instante en su nuca, hasta que finalmente se acostumbró. Los papeles estaban en su perfecto orden. Afortunadamente. Había temido que al abrir la ventana, además de sol, entrara alguna ráfaga de viento (aquel fue un acto involuntario, su voluntad jamás lo hubiese permitido) y volara alguna hoja, o entrara alguna hoja. Hubiese sido una verdadera pena, tanto trabajo desperdiciado. Tanto impecable e inmutable trabajo. Después de todo, lo que él contaba era lo único inmutable.
Se miró el brazo, pero la sangre seca impedía contar las heridas con precisión, por lo que no entendió nada. Se lavó nuevamente, pero no se desinfectó. Se acercó a las hojas que había llenado mientras estuvo ausente, y corroboró que el número de páginas concordara con el número de marcas. Su memoria se parecía a su trabajo.
Tomó la segunda clase de papel(de mejor calidad que la primera) y una de las lapiceras azules del segundo estuche. Copió los nombres y la segunda fecha. Volvió a apagar la luz y se tiró en la esquina opuesta a la vela. Creo que durmió por un rato, aunque su rostro estaba demasiado tranquilo para ser el de algún durmiente, para ser el de alguien que tras una jornada de trabajo (por más adorado y apasionante que fuese) baja al fugitivo espejismo de reconocer lo que se quiere. Luego abrió los ojos. Fue al tercer baúl (el más grande), sacó la tinta china, una pluma nueva y los rollos de pergamino. En cada uno de ellos escribió solamente la segunda fecha, la que antes había anotado junto con los nombres. Finalmente depositó su trabajo en la tercer pila. Todos pergaminos. Después de todo, aunque se termina o deshace en un último momento, dura más que el papel y la tinta no se corre. Está un poco menos cerca de la vicisitud.
Una vez que hubo terminado, y todo quedó en su perfecto y continuo lugar, miró hacia el rincón de la vela apagada. ¿Cuándo le tocaría encenderla? Luego miró su trabajo, interminable e inmaleable, y si bien no recordaba ningún nombre, las Segundas Fechas las recordaba todas. Sabía que su trabajo no era perfecto, pues no tenía las horas exactas, sólo de algunos casos. Esos sí merecían haber sido enterrados. Por eso lo hizo ¡y se sintió tan cerca! Pero a la vez, sintió una temible envidia (como la que sentía ahora). Cada vez que la sentía, su principal temor era tener el impulso a abandonar su trabajo. Por suerte siempre lo había dominado. Para hacerlo, salía al cementerio, y visitaba tumba por tumba, identificando, reconociendo, cada una de las Segundas Fechas. Hasta que por fin llegaba a ese pedazo de tierra sin lápida, en el último de los cementerios que visitaba siempre (por supuesto, siempre seguía el mismo orden). Y permanecía largo tiempo, mirando o acostado en esa parcela, con una hipnótica expresión de abatimiento irreversible en su rostro, hasta que despertaba, y volvía a su trabajo, y volvía a ajustar las fechas, a llenar papeles y papeles y pergaminos, con las únicas fechas inmutables. Pero las ajenas.

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