Fernando Silva

Escritor de ciencia ficción nacido en la provincia de la Pampa, en
Especialista en narrativa y relato breve

Libros publicados:
* Postales desde Europa




La puma

Aquel día se resistía a tomar forma. Lo que había comenzado como unos cuantos nubarrones desparramados sobre la llanura, era ahora una seria tormenta… que según parecía, estaba negada en dejar que el agua caiga sobre los sedientos campos.
Ceferino Quevedo, oficial de la seccional tercera de General Pico había pasado toda la tarde observando con atención los avances de este monstruo gaseoso. Su afición por la meteorología era apenas superada por su pasión por las tormentas. Se estremecía cada vez que un rayo se dibujaba entre las oscuras nubes que se agrupaban en forma de yunque. Apretando el mate, no podía dejar de recordar que los rayos viajan hasta dieciséis kilómetros desde su origen.
--¿A cuanto estaremos de esa tormenta?
--Lejos… no sé parece que va por Metileo… no creo que venga para este lado.
Su mujer no compartía el gusto por los extremos fenómenos atmosféricos pampeanos, pero le encantaba la idea de compartir una tarde con su marido… en paz. Es que ya eran treinta años de servicio en la policía para Ceferino y había aprendido a valorar mucho los tiempos libres, sobre todo las ansiadas vacaciones. Eran lapsos de tiempo en los que absolutamente nadie tenía derecho a arrancarlo del hogar con la excusa de una emergencia. Aunque, estaba segura, su vocación de servicio lo hubiera llevado a responder, incluso en medio se su licencia anual. Daba gracias que tal cosa jamás había sucedido, pero se lamentaba de saber que esa era la última tarde libre, libre de verdad.
Llegando la noche el rito del trabajo volvía a desplegarse como la única opción. Ceferino se afeitaba prolijo, Diana planchaba el uniforme nuevo y Patricio, el único descendiente se aprestaba a ver una repetición de una serie protagonizada por… convictos. Los acostumbrados refunfuños de Ceferino acerca de las elecciones televisivas de su hijo eran ya interrumpidos por el sonido del reloj de pared marcando las veinte. Era hora de partir al primer turno nocturno del año. Un beso rápido, pasos inquietos y la puerta del auto que se cerraba. Diana saludaba y suspiraba… no le gustaba que ese primer turno fuese durante la noche.
Por el contrario, Ceferino se acomodaba degustando el instante tras el volante. Los turnos nocturnos, si bien ya no los llevaba tan bien como a los veinte años, eran más interesantes. Ni hablar de patrullar. Esa paz, esa soledad puesta al desnudo por las amarillentas luces de las calles eran para este cuarentón un hogar fuera del suyo.
En la seccional, su amigo Carlos ya preparaba una ronda de mates. Sabía que Quevedo llegaría en minutos y quería recibirlo como, suponía, era debido.
--¡Ceferino!, ¡No tengo listo el mate! Siempre llegando temprano…
Un abrazo caluroso fue compartido entre risas de esas que surgen cuando uno conoce bien a quien tiene delante.
--Que bueno volver… no es que reniegue de mis vacaciones, pero ya me estaba cansando de no hacer nada.
--Que nos espera para el retiro entonces mi amigo… ninguno de los dos puede estar demasiado tiempo quieto.
--Aún lo veo como algo lejano. No me gusta pensar que algún día voy a tener que colgar la camisa… para siempre.
--Me imagino que querrás alguna patrulla hoy…
--Me conocés… ¿qué es lo que hay?
--Queda el recorrido hasta Metileo… paraje La Puma y Metileo. Tenés que llegar al pueblo para llevarle un jamón a Pedro Vera. Me lo encargó hace rato y le tuve que comprar uno hecho… pero no le digas nada, decile que es de los míos, yo no he tenido tiempo con lo de Catalina…
--Como está…
--Mejor, ahora camina bien, pero el accidente es lo que más le molesta. Sigue insistiendo con que vio una luz… la cegó y bueno…
--¿Y vos le creés?
--Que se yo… en todos estos años Ceferino… ni vos ni yo, ni los muchachos… nunca vimos nada… el médico dice que puede ser agotamiento, que ha veces pasa.
--Fue por el paraje La Puma si mal no recuerdo.
--Si… hay tormenta para aquel lado, fijate porque parece estacionada desde hoy. Por ahí se pone feo. Si es así traete el jamón de vuelta que se lo llevo yo mañana.
--Bueno, pero no cuentes con que me amedrente una tormentita.
--Si, ya te veo parando para mirar los rayos.

Ceferino decidió que ya era hora de partir. Quería salir un rato antes. Con suerte lograría unas buenas fotografías nocturnas de la tormenta. Preparó todo con rapidez y eligió un disco de Credence Clearwater Revival como compañero para aquella noche.
Los primeros kilómetros fueron iguales a los de siempre. La calma, la tranquilad de las zonas suburbanas reflejada en las casitas apenas iluminadas, rodeadas de mujeres sentadas, acopiando aire fresco, niños jugando en veredas de tierra, hombres ausentes, seguramente en camino del trabajo.
Unos minutos mas tarde las luces del alumbrado público ya se perdían en el espejo retrovisor. Delante, se dibujaban las siluetas de aquellas mismas nubes que había estado observando en la tarde, esta vez iluminadas desde adentro, con el azulado fuego de la ira atmosférica. A medida que se acercaba al paraje La Puma, Ceferino sentía un cierto grado de nerviosismo. No se trataba de la cercanía a la tormenta, eran ya varias las que había enfrentado para documentar su belleza. Algo le decía desde las entrañas que aquel lugar, esa noche, no era al que esperaba ir.
La primera confirmación de tal sensación llegó con un silencio inesperado por parte del motor de su móvil. El patrullero se había detenido en medio del camino, sin dar explicación alguna con desperfecto visible. El experimentado policía sabía, por sobre todas las cosas, que todo funciona… hasta que deja de hacerlo. Por ello, y muy a pesar de sus emociones al respecto, restó importancia al hecho y tomó el radio para informar a General Pico de su situación.
Tras oprimir el botón, Ceferino miró de frente al aparato… como demandando una explicación. De él surgían, a su gusto, nauseabundos sonidos de estática. Ruido blanco, solo eso… y luego nada. La batería parecía haber sido agotada en cuestión de segundos.
Ceferino, que miraba aún el radio, esperaba que alguna señal de vida surgiese del mismo. Se lamentaba también de su obstinación acerca de no comprar un teléfono celular cuando, con su percepción visual periférica, pudo identificar lo que parecía ser una potente luz verde. Levantó la vista, pero enredador solo encontraba oscuridad. Aquello que había creído ver no superaba en duración a un flash de cámara fotográfica. Y recordando que el también llevaba una, por si acaso podía tomar una buena imagen de la tormenta, bajó del móvil pensando que alguien más estaría en la misma campaña. De ser así, encontraría ayuda, tal vez, y a juzgar por la luz, a pasos de distancia.
Quevedo tomó la linterna y puso un pie en la tierra. Al instante pudo escuchar una corrida justo detrás de él. Inquieto por precavido, intentó activar esa, a esta altura, preciadísima fuente de luz. ¡Desgracia que no me dejas!, pensó. Un destello anaranjado que se diluía apenas segundos mas tarde fue todo lo que el oficial consiguió de la linterna… y esto no solo lo desconcertaba… también lo había inmovilizado. Sentía como si todos aquellos irracionales temores de la infancia cobrasen vida desde aquellas cenizas que creía enterradas en el fondo de la adultez. Todos los vellos erizados, tensándose en la espalda, raspando contra la camisa… una cierta falta de aliento y la certeza de poder establecer clarísimos puntos en común con el relato del “accidente” de la mujer de su amigo.
Los verdaderos hechos, los que la habían llevado a un estado de shock tal que ni podía coordinar una caminata… habían comenzado del mismo modo.
El curtido policía hizo lo posible por no amedrentarse, por encontrar explicaciones lógicas a estos hechos… pero el regreso de aquella luminiscencia verdosa dio por tierra con cualquier relación potable a cosas conocidas.
Frente a él, la tormenta. Casi justo sobre su cabeza. Seguía empecinada en mantener esa forma de yunque, con aquel antinatural corte seco que la separaba de la superficie. Sumándose en el extraño panorama, sobre la izquierda, una nube que parecía colgar a modo de panza, se volvía verde esmeralda con pulso absolutamente constante. Ceferino observaba, también, mientras esta se apagaba unos segundos para luego volver a aparecer… cada vez más cerca del centro de la masa tormentosa.
Pero lo que realmente conmovió a Ceferino fue ver como de la nube surgían sendas luces violáceas que parecían dirigirse directo hacia su posición.
El policía casi desesperó su paso, ansiando volver a la seguridad del interior del móvil. Ya había tocado el picaporte cuando pudo sentir como las rodillas se le aflojaban. Luego solo podría abrir y cerrar varias veces los ojos, aquellos que no daban crédito a lo que veían. ¡Es que ya no se encontraba junto al auto!. Las luces violetas revoloteaban sobre su cabeza e iluminaban algo que se encontraba al menos a diez metros. Ese algo era el auto.
Por vez primera en lo que iba de la noche, el policía sentía los embates de, lo que más tarde consideraría, era pánico.
No comprendía como había llegado allí, pero debía considerar rápidamente sus opciones. Todo lo que lo rodeaba era interminable llanura pampeana. Por lo que el único camino potable parecía ser el primero. Volver al auto.
Las luces violetas salían disparadas en ese momento hacia el espacio para quedarse inmóviles a noventa grados sobre el ingenio rodante. Ceferino tomó finalmente carrera e ingresó de un salto en el auto. Allí intentó varias veces darle arranque, sin resultados. Resignado, intentó calmarse, con la idea de al menos esperar a que todos aquellos eventos, de alguna manera, dejaran de sucederse.
Así, observando las luces, que iban mutando en diversos y brillantes colores mientras entraban y salían de la tormenta, estuvo hasta las tres de la mañana… hora que lo encontró semidormido. El espectáculo no paraba… no decaía su intensidad, aunque si lo hacía la energía del mismo Quevedo, quien se sentía cada vez mas mareado, mas confuso.
Al punto en que sus párpados se cerraban por vez un millón, el policía escuchó un chasquido, eléctrico, alarmante. Una hora más había pasado y a las cuatro en punto el motor, solo, volvía a ponerse en marcha, a diferencia del radio y del estéreo color gris.
No lo pensaría dos veces. Quevedo ya se encontraba manejando de vuelta. Necesitaba con urgencia llegar a la seccional, sentir la ficticia seguridad de estar entre esas paredes tan conocidas. Ficticia, lo sabía, no podía imaginarse más a la intemperie ante las fuerzas que acababa de ver actuar… como los ratones ven pasar a los tractores.
Ceferino bajó tambaleante del móvil e ingresó callado, buscando con los ojos, enrojecidos, a su amigo.
--¿Ya volviste?, ¿qué te pasa…?
Las respuestas sonaban en la mente del que llegaba, pero no era capaz de traducirlas a algo entendible.
--¡Ceferino!
Carlos intentaba ahora contenerlo entre sus brazos al darse cuenta que entraba en alguna clase de desmayo.
--¡Hace quince minutos que saliste…! ¿Qué te pasó?
El silencio se mantendría hasta, durante y después de la llegada de la ambulancia. Carlos, que había ayudado a quitar la camisa y algunos efectos personales en el instante de la primera revisada de su amigo había quedado helado, mirando fijo la mesa en que lo había apoyado en un principio.
--Carlos, si querés ir al hospital te cubro…
Otro oficial intentaba ser de utilidad.
--Carlos, ¿me escuchás?
--Las tres de la mañana…
--Recién van a ser las doce de la noche… ¿que pasa con las tres de la mañana?
--Esa es la hora…
Carlos, ahora, parecía afectado por el mismo “virus” del pánico que el oficial Quevedo.
--Que hora, no te entiendo.
--La hora a la que se detuvo el reloj de Ceferino.

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