Alejandro Margulis

Escritor y periodista nacido en Boston, USA, en 1961 y residente en la ciudad de Buenos Aires

Libros publicados:
* Papeles de la mudanza (Catálogos, 1988)
* Quién, que no era yo, te había marcado el cuello de esa forma (Beatriz Viterbo, 1993)
* Los libros de los argentinos (El Ateneo, 1998)
* Junior, Vida y Muerte de Carlos Menem (h.) (Planeta, 1999)
* Reconstrucciones de desaparecidos (Instituto Movilizador de Fondos Cooperativos, 2002)
* El mito de Babel (2004)
* Novela de difuntos y colegialas (Ayesha Libros, 2009)

Cuaderno del embustero

En aquel tiempo, mi hijo varón se había convertido en un niño inteligente y chistoso, la niña iba camino a despuntar en mujercita y la mujer que me había hecho padre estaba viviendo separada de mí con una distancia flexible que nunca más (supuse) se acrecentaría. También la vida amorosa era otra para mí pero con Candela -ése era su nombre- las angustias, las inseguridades y los temores no eran diferentes. La angustia era del mismo orden que antes y aunque poder comprobar que las sensaciones físicas eran idénticas (el mismo hueco en el estómago) resultaba tranquilizador, en el fondo no lo era demasiado. ¿Significaba entonces que todos los días del resto de mi vida iba a vivir periódicamente preocupado por no poder volver a ser feliz?
Mi situación sin embargo iba aproximándose al ideal de lo que para mí debía ser la vida de un hombre. Tenía otra vez barba (incluso las primeras canas), un perrito muy simpático que invitaba a cualquier desconocido a acariciarlo, otra vez un estudio donde trabajar en paz conmigo mismo y nuevamente obreros -carpinteros, carpinteros- haciendo los arreglos necesarios en mi casa nueva.
Mi voz era áspera, cortante y seca como la de un leñador.
—¿Maestro?
—¿Si?
—¿Jefe?
—¡Sí!
—¿No me daría permiso para lavarme las manos?
—Pero por supuesto.
Quiero decir que la vida aún se ofrecía a mí como una suerte de babushka amable; sólo que yo no sabía hacer otra cosa que sufrir. Había decidido afirmarme en una actividad definitiva, escribir. Escribir era lo que yo tenía que hacer de ahí en más si quería trascender; es decir, dispersar de mí mismo las cosas a conciencia. Si los conflictos evocados producían en mí la angustia de la repetición, la salida no podía estar en esquivarlos sino en dejarlos venir y utilizar la energía de su choque a mi favor. La actividad era por cierto riesgosa porque yo no creía tener la fuerza de hacer de mi sufrimiento recobrado una herida abierta cuya vista le hiciera bien a los demás. El sufrimiento no era en mi vida rosado sino ocre, porque a diferencia de un Miller, por ejemplo, yo tenía una historia sin tribulaciones compartidas, genéticamente compartidas, que tensaran la cuerda de mis escritos como una herencia o un legado.
En esos días que cuento yo había cumplido 37 años, luego 38 y cuando estaba cerca de los 39 fui a ver una película en el cine que trataba del genocidio armenio. El argumento se centraba en la historia triple de un pintor sobreviviente de la masacre y de los personajes “reales” que trabajaban en el rodaje de una película sobre su vida, filmada por un director que era muy parecido al director en cuestión. La película dentro de la película dentro de la película, en suma. A mí esa estructura me resultaba fascinante, tanto que creí haber encontrado, al verla (fui solo, como siempre), soluciones excelentes para la larga historia sobre desaparecidos por motivos políticos que yo intentaba escribir desde hacía más de diez años atrás.
En ese tiempo yo quería brillar por mis dotes intelectuales. Pero más que el aplauso de las personas por mi propio carácter, paradójicamente, lo que quería era no seguir cayendo en el escepticismo hacia los otros que me había ido convirtiendo en una especie de misántropo engreído del que todos se apartaban. Para encontrar el origen del disgusto hacia la gente me propuse repasar los primeros veinte años de mi vida. Desde hacía por lo menos ese tiempo yo guardaba todas las agendas y, por cierto, absolutamente todos mis manuscritos, intentos literarios y muchas cartas. Si revisaba aquellos documentos encontraría no sólo el término -la palabra- con la que definir mis tristezas sino también un método del que me podría valer para sobrevivir.
Se figuró en mí una hipótesis que ya había escrito en alguna oportunidad: si un escritor pudiera acorralar la totalidad de sus palabras en una sola línea sin fin, y una vez puestas allí pudiera caminar sobre ellas, acaso leyéndolas como se lee una cinta de película en una moviola, o como un papel de escritura Braille que pasa bajo las yemas de los dedos de un ciego, encontraría una verdad. Con el tiempo, la hipótesis había adquirido también un carácter egotista y el tono de un diario de escritor interminable, un género que se había puesto de moda entonces, y que le daba a otros satisfacciones económicas y premios cuyos anuncios yo odiaba leer continuamente. La idea en suma era la de concebir una hipótesis (a la manera de los Curie y la existencia del radio), dedicar cuatro años para aislar la sustancia inerte que producía la radiación, hallarla y describirla, ser nominado para el premio mayor, ganarlo y entrar definitivamente en la historia de las letras contemporáneas, y de las futuras.
Pero por muchas vueltas que yo le daba al asunto, la actividad de búsqueda de los viejos cuadernos y carpetas se resistía a hacerse carne en mí. Y no era que me faltase oficio. Gracias al periodismo, que estaba decidiendo abandonar por esa época, con un trabajo que en mi fuero íntimo iba a ser consagratorio (algo así como el “Adiós a las armas” de Hemingway, que nunca había leído), el manejo de documentos no guardaba secretos para mí. Pero igual no podía hacerlo.
Ahora que estaba otra vez en casa y estudio nuevos, ahora que de hecho estaba utilizando para escribir un exquisito armario lleno de cajoncitos, que supuse había usado mi tía para ordenar sus papeles de docente, mis viejos cuadernos se encontraban a centímetros de mis rodillas. Yo tenía tan sólo que agacharme a abrir las puertitas de abajo (el mueble se extendía en una especie de tabla insertable que cumplía la función de tapa de escritorio) para poder encontrarme con las respuestas que había estado buscando tanto tiempo. Pero algo me frenaba, y no era sólo el gusto de mantener vivo en mí el suspenso de una novela o de un cuento con trama e intriga.

Yo estaba en ese entonces muy cansado y con hambre. La vida se me seguía yendo sin que pudiera detenerla y las preocupaciones diarias me alteraban la paciencia. Pero como digo, lo que a mí me faltaba no era ambición sino tiempo. No concebía la perspectiva de frenar mis ganas de escribir como se me antojase para transformarlas en algo selecto y reproducible para el mercado. Y no era que mi escritura fuese un puro entregarse al goce del decir. Pero cuando me sentaba frente a las hojas en blanco el proyecto de escribir algo importante se diluía en un fluir de escritura nueva intrascendente. Me sentía como las aves de Hänsel y Gretel que iban comiendo con ansiedad las huellas de pan que ellos dejaban para poder volver a casa. Sólo que huérfanos y aves eran en mí una misma masa de acciones. ¿Hacia dónde estaba yendo tratando de atrapar al pequeño escribiente que había hecho de mí el hombre que ahora era? Hacia donde la inercia del discurso me llevaba. Quiero decir: navegaba en el sentido. Pero no a la deriva. El Norte estaba en algún lugar del futuro que el azar iba a cruzar bajo mi nariz antes de lo que suponía.
Una tarde que mis hijos fueron a visitarme (los trajo su madre) subí con el varón a la terraza. Era un techo relativamente bajo pero lo suficientemente inclinado como para romperse la cabeza en caso de resbalar. El cielo estaba claro y brillante. El día iba terminando y pensé que tal vez podríamos hacer alguna experiencia interesante. Lo alcé por las axilas y lo acerqué al borde de la terraza para que viera el patio interno del vecino. Quería mostrarle cómo se disolvía la saliva en el aire mucho antes de llegar al suelo y me llené la boca dispuesto a soltar una gran gota. Pero cuando el niño atisbó el vacío se asustó. Empezó a mover las piernas en el aire para que lo bajara y no se quedó tranquilo hasta que volvimos al interior.
Fue entonces cuando intuí el modo de romper conmigo mismo.

La mañana que los carpinteros terminaron de construir el cielorraso de la casa nueva yo estaba de viaje pero cuando volví sentí la dicha de ver al fin una etapa concluida. Los carpinteros habían trabajado bien y velozmente. Mi casa empezaba a tomar aspecto de hogar. Pasé todo el día abocado a la limpieza. Barrí varias veces el piso del ambiente en que los carpinteros habían dejado más polvillo de aserrín; saqué la alfombra y la sacudí contra los barrotes de la reja de entrada; acomodé los muebles de la habitación de mis hijos y cociné huevos revueltos con arvejas en la cocina que había instalado algunas semanas atrás.
Después de almorzar fui a buscar a mis hijos con el auto y los llevé a la escuela. El perrito iba acostado en el asiento de al lado, con la cara entre las patas. Mientras entraban los vi sanos, fuertes y felices, cada uno de ellos con su mochila “repleta de ilusiones”. Me sentí yo también repleto y entonces, rápidamente, pensé: es el momento de enseñarles algo. Están listos para soportar el dolor de la pérdida. Así de rápido como lo pensé aparté la idea de mi conciencia. Pero haber empujado la crueldad del nivel más alto de mi cerebro no hizo que la idea muriese. Cayó por la niebla de mis represiones como un hombre que se tira al asfalto desde una azotea: quiero decir que la perdí de vista mientras se iba para abajo, en lo que me pareció un momento saludable del espíritu, pero no dejó de gemir descarnadamente, y me puso de mal humor. En ese momento se cruzó por la vereda una jovencita de ojos oscuros y cuerpo inestable. No llevaba guardapolvo como mis hijos pero no parecía ser demasiado mayor que la mayoría de las chicas de séptimo que entraban a la escuela. Me dio vergüenza de mí mismo sentir deseo cuando nuestros ojos se cruzaron. Así que aparté la vista y me subí al auto, que estaba en doble fila con las luces de posición puestas. Mientras subía y encendía el motor pensé en lo impenetrables que me habían resultado siempre las mujeres: yo nunca había logrado deducir la edad a simple vista.
A las diez cuadras me acordé del perrito. No sé qué fui pensando en el trayecto pero sí lo que se cruzó por mi mente cuando miré el asiento de al lado y vi la correa sola. Mi hijo había hecho en esos días un dibujo extraño sobre mí: yo envuelto por una nube de colores, cosa que también podía ser un escondite secreto, que así lo nombró él le pregunté sobre el tema. ¿En qué escondite secreto había puesto yo a mi atención para olvidar de modo tan estúpido al animalito de mis hijos? Bueno, no sólo de ellos: su aparición, un año antes, me había dado esperanzas para seguir viviendo.
Esa tarde tuve que explicar a los niños lo que había sucedido.
—¿Cómo fue que se escapó? —preguntó el varón.
—No sé —mentí.
—Estabas en la puerta de la escuela y fuiste a decirle algo a la directora... —dijo la niña.
—Y ahí se te escapó...
—Si.
El resto del día se fue en pelear con Candela -ella insistía en que ofreciera una recompensa publicando un aviso en la revista donde trabajaba-, hacerme masajear los pies y procurar ganar dinero. A la noche, tarde, dejé una foto del perrito en el buzón de Candela. Además de con el perrito en la foto yo estaba con otra novia que había tenido. Entonces escribí una nota que puse con la foto, es decir envolviéndola; la escribí con una fibra violeta que tenía en el auto; al final de la notita copié, con una leve modificación, unos versos de Baudelaire. Me pareció que esos versos podrían suavizar un poco la rabia que iba a darle a Candela encontrarse con la foto de la otra novia mía en su buzón, aunque en realidad no la dejé en su buzón sino por debajo de la puerta de su casa, porque la puerta de abajo estaba abierta.
El verso original de Baudelaire que yo cambié era este:

Guiado por tu olor hacia encantadores climas
Veo un puerto repleto de velas y de mástiles
Todavía fatigados por la ola marina

Y yo puse no sé porqué:

Guiado por tu olor hacia encantadoras cimas
Veo un puerto repleto de velos y epitafio
Todavía herméticos por los dichos del ausente

Le escribí también que esos versos ilustraban lo que yo sentía por ella.
Desperté a la madrugada embargado de una fuerte tristeza. Decidido a olvidar todo el asunto quise arroparme y seguir durmiendo. No pude. Así que me levanté y salí a dar vueltas con el auto alrededor de la escuela. Estaba oscuro y los perros que veía no eran ninguno el mío. Entré a un bar a tomar un desayuno aliente y mientras mojaba las medialunas me puse a escribir, en tercera persona, el relato de esa búsqueda matinal en una servilleta de papel. Cuando vi que los chicos empezaban a entrar pagué, salí y en la vereda encontré al padre de una niña de la escuela. El padre era tesorero de la Asociación Cooperadora y pronto sugirió que le pidiese a la directora que preguntase a los chicos durante la formación. Yo había evaluado esa posibilidad en un principio pero no le había hecho sitio suficiente para llevarla hasta el final. Tenía en realidad miedo al reproche de esa mujer obesa que provocaba en mí el mismo respetuoso temor que el recuerdo de mi propio director de escuela había forjado en mi conciencia muchos años atrás.
Tomé fuerza y entré a la escuela. Afortunadamente no estaba la directora sino el vice. Era un hombre de voz meliflua y manos blandas que sin embargo entendió de inmediato la importancia de mi pedido. Aceptó hablar él a la multitud de chicos reunidos en le patio y me invitó a decirles yo también unas palabras. Pensé, mientras esperaba en silencio a que se recitara la oración de saludo a la bandera, que era una suerte haber salido de casa con el sobretodo de mi difunto abuelo. Yo me sentía un poco más grande con ese abrigo.
El vicedirector saludó a los alumnos con el micrófono y les reprochó suavemente la falta de energía con que ellos decían las estrofas de la oración a la bandera. Me sorprendió oírle decir eso porque justo yo había pensado lo poco convencido que se lo escuchaba a él -estaba a unos pasos-, sobre todo al final, cuando dijo eso de “defender hasta la muerte a la bandera para que jamás sea humillada”. Pero no era momento para criticar su estilo de conducción. Antes de hablar yo dos chicos subieron los escalones del patio hasta el frente, una especie de foro o escenario natural que quedaba formado con la pared de la sala de música por fondo o decorado. Los chicos leyeron unas composiciones que habían escrito: una que olvidé enseguida; otra sobre la plaza del barrio, que era donde yo había olvidado al perrito. El vice elogió los sentimientos fraternos que había que tener hacia las plazas y después me presentó:
—Hay un papá de la tarde que perdió el perrito —dijo—. El va a explicarles cómo es por si alguno de ustedes lo vio.
—¿Se escucha? —pregunté cuando me dio el micrófono (yo no podía con mi genio). —Soy el papá de dos chicos de la tarde, una que está en cuarto D y otro en primero D. Casandra y Elenio se llaman. Se nos perdió el perrito antes de ayer. Si alguno lo vio, o si vieron que alguien se lo llevó, les voy a agradecer mucho que me avisen, o que le digan a mis hijos. Es un perrito así —dije y bajé el brazo a la altura de las rodillas—. Es blanco y negro. Tienen las patas blancas y la cara blanca y negra. Apolo se llama. Es muy buenito y pensamos que se debe haber ido con algún chico o que alguien se lo llevó. Lo deben estar cuidando, suponemos, para que no tenga frío. Estamos todos, los chicos y yo también, muy tristes. Por favor, si alguno de ustedes lo vio avíseme. Afuera hay un cartel con mis teléfonos. Tiene un collarcito rojo. De tela.
Cuando terminé dije gracias y le devolví el micrófono al vice, que aprovechó para decir unas palabras sobre la importancia de querer a los animales. Yo estaba contento por lo que había dicho. Me pareció un tono justo, ni muy melodramático ni muy frío. Me alegré sobre todo de haber hecho el gesto ese de mostrar la altura del perrito.
—Tal vez alguno lo haya visto —le dije al vice y me quedé a la espera.
Entonces una niña de campera se acercó hasta nosotros. Tendría diez u once años. Era como una indiecita de cuento.
—Señor —dijo—. Yo lo vi a su perrito.
Debo haber puesto una cara muy especial (tal vez alcé mucho las cejas, no sé) porque la niña se quedó callada. A mí me parecía imposible que estuviese tan segura de que ése que había visto fuese “mi” perrito. ¿O no había visto yo toda clase de animales esa mañana? De hecho el día que lo perdí alguien creyó verlo corriendo por otra plaza del barrio, y cuando llegué no era: también resultó blanco y negro pero con las manchas dispuestas diferente. Por no hablar de la raza, que nada que ver.
—¿Si? —dije—. ¿Dónde lo viste?
—Se fue siguiendo a mi perra. Mamá le dio de comer y lo bañó. Después lo dejó otra vez en la calle.
—¿Lo dejó...?
—Se fue al supermercado —dijo metiendo la cabeza adentro de la campera, y por un momento le vi nada más que la parte de arriba de la cara, como si fuera una esquimal—. Se fue con una señora que tiene gatos...
—¿Y la conoce tu mamá a esa señora?
—No. Es una señora muy viejita. Una anciana. Dijo que no la quería tener porque los gatos lo iban a arañar.
—¿Y en qué supermercado fue eso?
—En el Norte. Ayer lo vi dando vueltas por ahí.
Le dejé a la niña mis teléfonos (por sugerencia del vice) y le pedí que su madre me llamara. Volví antes de irme a preguntarle si estaba segura de que era Apolo, si era como el perrito del cartel, y la niña volvió a decir que sí, muy convencida. Entonces otras dos que se habían acercado hasta nosotros dijeron lo suyo; es decir, dijo una de ellas, ojos como de agua con un poco de témpera azul, pero muy poco.
—Yo lo vi pero no tenía el collar.
Cuando las niñas volvieron a sus aulas el vice trató de darme ánimo:
—Los chicos a veces dicen que vieron algo y no lo vieron. Vio cómo son.

En el supermercado no había ningún perro dando vueltas pero sí un cartel pegado en una caja de luz, en la esquina. Arriba de todo tenía una foto excelente, no como las de nuestros carteles.

“Rex”
SE PERDIÓ EL 4/4/99
GRATIFICARÉ

Y daba los teléfonos.
Se me mezclaron entonces los sentimientos. Primero fue como una alegría irracional: esa gente buscaba a su perro desde hacía un mes. Seguro que no eran tan expertos investigadores como yo, que me ganaba la vida o pretendía ganármela escribiendo libros de investigación periodística; eso pensé y también que minutos antes, mientras iba con el auto hacia el supermercado, se me había ocurrido asociar mi tonta pérdida, ese olvido imperdonable, la distracción, con la búsqueda de sus hijos que habían tenido que hacer las Madres de Plaza de Mayo durante la dictadura; y también con la búsqueda que hicieron después -y que seguían haciendo- las Abuelas. “Lo importante es juntarse los que perdimos algo y buscar juntos”, pensé yo en ese momento, pero me pareció poco digno comparar nuestra pérdida con la de aquellas heroicas mujeres así que quité inmediatamente esa idea algo mesiánica de mi cabeza. Sin embargo, cuando vi el cartel de “Rex” la idea volvió. Y quedó flotando en mí cuando el quiosquero y los empleados del súper dijeron que no habían visto a ningún perrito. Después tuve el sentimiento extraño que supuse comparten los damnificados de las desgracias: a otro le está pasando lo mismo que a mí; no soy el único al menos. Se me hizo perentorio ver a mis hijos para compartir todas las novedades con ellos. Pero no los llamé sino que me senté otra vez a escribir.
Debo confesar lo que ya cualquier lector perspicaz habrá notado: por entonces me gustaba mucho, muchísimo escribir en el filo de lo real. Inclinarme al vacío del embuste con mi hijo en los brazos para sentir el vértigo de la manipulación. Usar sin embargo la autobiografía como cláusula de apertura antes que muro de los lamentos. Y si bien no conseguía dar con el contenido exacto de las fórmulas literarias para llevar ese experimento a buen término, intuía –la intuición, siempre la misma bandida- que era fundamental mantener la tensión de lo imaginario al borde mismo de lo tolerable. El mismo proyecto estaba procurando llevar adelante en el trabajo periodístico cuya entrega había demorado al máximo. Tres meses y medio antes de perder al perro yo debería haber hecho entrega del “manuscrito” definitivo (me satisfacía seguir llamando de ese modo antiguo a lo producido dentro de una computadora) pero yo estaba atrasado y aún dudoso de la calidad. Al mismo tiempo la investigación concreta, rigurosa y obsesiva, me había dato tanto material que el problema era ahora el exceso de datos, no su falta. Tenía que desechar cosas vivas.

Con los chicos recorrí esa mañana los alrededores del supermercado donde habían visto a Apolo la última vez. Ni las chicas de Informes ni el quiosquero ni el florista ubicaban a la anciana de los gatos. La veterinaria creyó que era una mujer que vivía en la anteúltima de las casas de la otra cuadra. Cuando llegamos toqué el timbre en dos y no respondió nadie. Mi hija sugirió que era en la otra esquina. No la escuché. Pero volvimos sobre nuestros pasos y le preguntamos al farmacéutico. Tampoco sabía nada de una señora así tal y cual. Ya nos íbamos cuando vimos a una niña boliviana observando uno de nuestros carteles.
—¿Lo viste?
—No —dijo.
—¿Y a una señora con gatos?
—Si. Tiene perros y gatos. Una que es gorda.
—¿Dónde vive?
—En la otra cuadra.
Fuimos, tocamos el timbre en la primera de las casas. Se escucharon ladridos. Por el portero eléctrico expliqué que estábamos buscando a una mujer con gatos. “Un momento”, dijo una voz. Abrió la puerta ventana una mujer regordeta, canosa y mofletuda. Traía puesto un chaleco tejido al crochet y hablaba con tranquilidad.
—Si. Lo vi ayer —dijo cuando le mostré los afiches—. Estaba con una mujer que es muy perrera también. Mi hija dijo mamá, mirá ese perrito, está solo. Y yo le dije: no, debe estar con la señora. —Y mientras lo decía señalaba el cantero de césped que había en la pared trasera del supermercado, en la vereda de enfrente. Elenio la escuchaba muy atento y Casandra, vergonzosa, estaba a mitad de cuadra. Luego la mujer -María Magdalena- nos indicó donde vivía no ésa, sino otra mujer perrera: al lado de los evangelistas, en un segundo piso de un edificio con un frente muy lindo, dijo. No me acuerdo cómo se llamaba. Ese frente ya no lo encontramos, pero haber dado con la mujer que estuvo con Apolo el día anterior nos reconfortó.
La búsqueda quedó suspendida (yo iba a pasar por otra plaza cercana al supermercado al día siguiente) pero se me ocurrió que tal vez podía ser bueno dar todavía unas vueltas con el auto. Cansados, los chicos protestaron y pidieron de comer. Les dije que algo íbamos a encontrar en el camino. En el auto Elenio bajó la ventanilla y empezó a sacar la cabeza para afuera. Pronto no era la cabeza sino medio cuerpo. Le ordené que se metiera de vuelta al auto.
—¿Estás loco? ¡Te podés matar!
—¿Por qué no puedo matarme si quiero? El cuerpo es mío —dijo.
—No podés matarte porque no.
—Porque no no es nada —dijo Casandra.
En el semáforo de Gaona pensé qué cosa habría hecho mal yo para que mis hijos tuvieran esas ideas horribles en la cabeza. Di vuelta el auto en la cuadra siguiente y enfilé para la casa de su madre. Antes de despedirme les dije:
—Nadie puede matarse porque no tiene derecho a hacer sufrir a los que lo quieren.
No supe si habían quedado convencidos y volví a casa a ordenar ideas, trazar líneas de fuga, redactar y pensar en el modo de juntar energía para terminar de una buena vez el trabajo atrasado. Estaba exhausto así que me recosté a dormir un poco.

Me desperté abombado y de mal humor y en vez de emprender los compromisos pinté, con tristeza, unas figuras sobre una tela; revisé al mismo tiempo los viejos papeles. La acción de hacerlo debió haber sido dichosa porque finalmente me sentí entregado a la reconstrucción de algo. Abrí el mueblecito con cajones y me animé a sacar una pila de cuadernos y papeles. Estuve mucho rato leyéndolos. Aunque seguía sin poder emprenderla precisamente con los textos escolares pronto quedó delante de mis ojos una carpeta que titulé en una hoja suelta:

CUADERNO DEL EMBUSTERO

Sucedió entonces que la lectura de aquellos papeles -poesías sobre mi padre, unas cartas que le escribí cuando decidí volver a establecer el vínculo que él nunca mantuvo, cuentos adolescentes- me sumió en una melancolía aún más profunda. Ahora no sólo había perdido mi mascota; como una espiral de humo que arrastraba consigo todos mis instantes de felicidad, de los papeles aquellos subieron a mis ojos las pérdidas que había tenido en mi vida. Era como una catarata de infelicidad. Y lo que fue surgiendo fue el abandono de mi padre. Yo le había escrito, a los 21 años, que quería reiniciar la relación. Le envié una carta de letra torcida y dibujitos, y ahí ponía, además, un dato que me paralizó. Al releerlo quedé quieto en la lectura: mi padre había cumplido años el día que yo había perdido el perrito de mis hijos. No lo recordaba porque nunca, salvo en aquella estratégica ocasión casi veinte años atrás, le había enviado un saludo. Volver a recordarlo ahora me dejó estupefacto.
Cuando sonó el teléfono y escuché el llamado de la directora de la escuela de mis hijos tuve una sorpresa. También ella se solidarizaba con nuestra pena. Y fue curioso, pero tanto interés repentino por mis cuitas me hizo sentir casi contento. Yo era un insufrible que había provocado todo un mar de preocupaciones con un olvido voluntario. Me sentí un farsante de la pena. Las mujeres perreras que conocí esos días tenían desgracias mucho más interesantes: una vivía con cinco perros y una vez se fue caminando hasta la Chacarita preguntando veterinaria por veterinaria, hasta que lo recuperó. Esa épica me excedía, y no podía confesarlo abiertamente.
Pero en cierto modo estaba consiguiendo un efecto deseado: como cuando un niño se alegra por tener una pierna enyesada, yo había sabido captar la atención de todos sobre mí. Vergüenza de la bajeza (y del dolor causado a mis hijos) era lo que me correspondía, y no todas esas muestras de interés, pero no era así, y supe entender entonces la alegría de los enfermos y los dolientes, su íntima satisfacción en el dolor, los sarcasmos de la intemperie. Casi deseé, por un momento, que Apolo no apareciera nunca más; su ausencia era una justificación para mis ansias de reconocimiento. Hasta la señora que iba a limpiar, que estaba enojada conmigo porque le había hecho algunos reclamos severos, se transformó cuando vio el cartel del perrito perdido. Me auguró suerte en la búsqueda y se comprometió a rezarle a San Roque.

Y de pronto Apolo empezó a aparecer en todas partes. Apolo había sido visto por la directora en Cuenca y Gaona, a punto de ser atropellado; pánico le dio que lo pisaran, me confesó por teléfono al llamar; pero no era. Y lo vieron después otra vez cerca del supermercado Norte, y también en el barrio, huyéndole a un perro mucho mayor que él; y en el Parque Centenario, rodeado de cirujas; y a unas diez cuadras de la escuela; y hasta en Villa Lugano, en los monoblocs de Villa Lugano, que era el punto más lejano que uno podría haber imaginado para encontrar un cachorrito como él. Y mientras lo buscábamos por todas esas partes de la ciudad fotocopié con los chicos un plano del barrio, y en cada punto donde alguien llamaba diciendo que lo había visto poníamos una chinche de color: azul era si nos merecía cierta confianza, verde si la descripción era fallida ya de entrada, roja si nos hacía ilusión. Pronto el plano fotocopiado pareció un adorno nutrido y navideño. Y también caminé cuadra a cuadra dejando nuevos y más prolijos carteles, y empecé a intimar con gente estrafalaria y amable: barrenderos, policías, veterinarios, paseadores tomaron por costumbre pasar alguna vez a la semana cerca de la escuela o de la plaza, y preguntar por nosotros, por la búsqueda de ese perrito tan evidentemente simpático, que se veía lo mucho que lo debían querer en esa familia para buscarlo tanto.
Los días fueron pasando y poco a poco fui perdiendo la confianza. Ni yo creía en las palabras de aliento que les decía a los chicos.
—No bajes los brazos. No te resignes —decía Candela—. Los perritos aparecen.
Y yo le decía que sí, pero sin creer. No sentirme en la obligación de cuidar a nadie más que a mí mismo me fue pareciendo la norma en la que iba a refugiarme de ahora en más; por supuesto seguía teniendo la espaciada visita de Elenio y Casandra, pero el desconsuelo me llevaba toda la energía. Si apenas podía dar abasto de mi suerte, no era de hecho razonable que volviera a pensar nunca en tener una mascota.
Los niños se hicieron lentamente a la idea de la pérdida, y cuando Elenio algún día se quedaba repentinamente melancólico la posibilidad de hacerle decir que era el hecho de extrañar a Apolo calmaba en parte mi culpa por haberlo perdido. Claro que el remordimiento fue creciendo hacia otra dirección: en el último mes del año escolar empecé a esbozar la idea de escribir finalmente algo distinto. Cuando terminase mi libro por encargo iba a inventar un personaje que fuera un hombre que sistemáticamente perdiera la felicidad cuando la conseguía alcanzar. Pensé en que ese personaje tuviera un oficio cercano al mundo de los muertos (un marmolero de la Chacarita estaría muy bien) y se lo comenté a mi hija. Muy tranquila ella dijo:
—Sos vos, papá.
Y me sobresaltó.
En fin, que pese a la ausencia las cosas volvieron a encauzarse. Afronté el desafío de ganar dinero con energía y paciencia, y aunque estaba en ese entonces lo que se dice al día con las cuentas, me puse más productivo que nunca. En veinte días escribí casi cien páginas (unas setenta del libro por encargo y treinta de la novela sobre los desaparecidos). En verdad decir “escribí” no es ser exacto ya que mucho de ese material estaba casi hecho pero tomé la decisión de imprimir todas las hojas y verlas, y al verlas las sentí más próximas a su resultado final, en papel entre sus tapas seguramente coloridas, como en el libro que había empezado a buscar sin encontrarlo entre los tomos de los preferidos en el estante de los chicos, acaso de un fuerte color rojo o de un lindo bermellón. Me imaginé el libro en las librerías del mundo ocupando todas las vidrieras. Afronté el enigma de la posteridad sin falsa modestia ni mi habitual sarcasmo. Avancé. Sorprendentemente, la angustia desapareció de la boca del estómago. Candela me vio más atractivo que antes y hasta la relación con la madre de mis hijos se encarriló.
Y entonces, un día, en los bordes de diciembre, la portera de la escuela me entretuvo largamente por teléfono con la noticia de una presunción: ella creía que un perrito parecido a Apolo estaba desde hace meses en casa de su vecina del cuarto piso, una mujer joven que vivía sola con sus padres, y que se había encariñado con él después de rescatarlo una noche de lluvia violenta, por la fecha en que nosotros habíamos empezado a pegar carteles. Esa vecina, dijo la portera, había encontrado el perrito en una estación de servicio: estaba achuchado y exhausto, dijo la portera, refugiándose del agua con la lengua afuera (aunque no creo que ella haya dicho exactamente eso de la lengua afuera: el único que estaba con la lengua afuera a esa altura, por fin, era yo). De ser cierta la sospecha, pensé, resultaba que Apolo nunca había estado lejos de casa. Flaco, flaquísimo pero bien cuidado, lo imaginé saliendo a pasear todas las mañanas en un edificio a una manzana de casa, como una especie de Wakefield en cuatro patas. Me reí de la ocurrencia y decidí ir a gastar esa nueva ficha de la lotería de la buena vecindad perruna.
Por el camino, el estómago se me volvió a cerrar como hacía tiempo no me pasaba. Mientras iba llegando tuve el presentimiento de que esta vez era cierto, y a la vez que me angustiaba nuevamente por la inminencia del reencuentro, lamenté tener que volver a hacerme cargo de un animal tan delicado de cuidar. Junto a la alegría de recuperarlo (y el gusto que les iba a dar a mis hijos) renació en mí el sentimiento de la responsabilidad.
—¿Ustedes encontraron un perrito blanco y negro? —pregunté por el portero eléctrico del edificio cuyas señas me había dado la portera.
—¿Un perrito? A ver, espere... —dijo una voz cortante y filosa, como de leñador.
La ilusión del encuentro hizo fuerza en mí cuando la aspereza de ese hombre dejó su espacio a una voz más cálida:
—Ya bajo...
A través de la puerta de vidrio del palier observé cómo se iluminaban sucesivamente las lucecitas del ascensor, subiendo y volviendo a bajar.

—Es bueno para los chicos esto, por la fe —dijo la mamá de los chicos cuando se enteró de la buena nueva.
—Me alegro mucho —dijo Candela—. Espero que esto te sirva de experiencia. Esta vez fue Apolo, la próxima pueden ser los chicos.
Mientras ellos mandaban faxes avisando de la recuperación yo empecé a recordar el día que realmente los dejé olvidados, o en rigor perdidos, durante unas vacaciones en la sierra, y lo mucho que reproché mi estupidez. Como un pescador inclemente de mí mismo, pesqué nuevamente adentro mío la angustia de la pérdida.
Ese lugar en las sierras era hermoso y desconocido, armonioso y henchido de voces de pájaros silvestres. Yo solía pasar las tardes intentando diferenciar cada especie por el timbre de su voz, y me quedaba horas enteras buscando discernirlos entre las ramas y el follaje. Casi nunca lo conseguía. Los píos resonaban arriba de mi cabeza desde la mañana temprano formando una suerte de paraguas invisible bajo el cual yo me sentía relajado y feliz; me quedaba, como digo, horas enteras, o tal vez eran apenas largos minutos pero de una intensidad tal que se me hacían deliciosamente eternos. Sentado en la silla playera o en la hamaca de lona blanca que había colgado entre dos árboles, podía observar los golpes de luz entre las hojas, reverberando iluminaciones. Lo mío era dejarme deslizar por la pura contemplación y, temeroso de perder en ese descanso mi energía, me concentraba cada tanto en los pájaros, en lo que los pájaros decían.
La angustia era entonces una cosa inexistente. Se avecinaban días escandalosos y llantos barrocos pero yo no lo sabía, ni me preocupaba saberlo. No creo ser muy fantasioso si digo que esas vacaciones en la sierra fueron las más felices de mi vida (aunque como todo escritor, lo sé, tiendo a exagerar la paz de las situaciones previas a la pena, para que la pena se destaque mejor, y también después la felicidad, luego). Como quiera que haya sido, yo estaba en esas tardes bien, tranquilo con mis percepciones, elucubrando historias y batallas, con el ángel a mi lado del descuido. Y fue verdad que los chicos se perdieron del lado de su padre distraído esa primera vez, una noche de tormenta, pero también es cierto que después su padre los encontró, y que esa historia mejor la dejamos para otro día.

1 comentario:

  1. un fuerte abrazo y Felicitaciones para LAURA BEATRIZ CHIESA, y gracias por enviarme la Gaceta Virtual, muy buena
    Anahí Duzevich Bezoz
    Cañada de Gómez (Sta.Fe)

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